Del corpus de la literatura argentina en los últimos años de la dictadura, esas novelas que, como Nadie nada nunca de Saer o Respiración artificial de Piglia, desplegaban distintos recursos y tramas para referir, de forma soslayada, al clima de opresión, persecusión y formas de resistencia que caracterizó a dicha época, digo, de ese corpus tan transitado, me gustaría volver a La vida entera (1981) de Juan Martini porque, de algún modo, propone una jugada diferente a las antes nombradas.
La novela de Martini propone una galería de personajes y de lugares vinculados con el margen (la villa del Rosario, la estancia del Alacrán, Encarnación), la cultura popular (el tango, la santería) y los divertimentos urbanos (los prostíbulos, el juego) que constituyen de alguna manera una red de poder (o, por qué no, de relaciones de poder) que tensa la narración, que crea intereses y bandos y que se reacomoda a medida que las páginas suceden. Así, el poder, el sexo y la muerte (atravesados todos por la pasión) son, como mínimo, tres ejes alrededor de los cuales se configura un mundo alternativo y marginal pero con suficientes conexiones con nuestra realidad, un mundo en el que diferentes personajes, escondidos detrás de sus apodos, intentan sobrevivir en una atmósfera atávico-delictiva (Cortázar realiza un comentario muy acertado en la introducción a esta novela: es un policial sin la presencia de la policía). Por lo demás, el estilo con el que narra el autor de Cine es otro de los elementos que se destaca en La vida entera: lejos del objetivismo de Saer y del intelectualismo de Piglia, Martini nos propone un estilo que incorpora lo coloquial, lo oral, lo performativo, que coquetea con el discurso indirecto libre y que, a su vez, se mezcla con imágenes poéticas de una sensualidad muy lograda.
La novela de Martini propone una galería de personajes y de lugares vinculados con el margen (la villa del Rosario, la estancia del Alacrán, Encarnación), la cultura popular (el tango, la santería) y los divertimentos urbanos (los prostíbulos, el juego) que constituyen de alguna manera una red de poder (o, por qué no, de relaciones de poder) que tensa la narración, que crea intereses y bandos y que se reacomoda a medida que las páginas suceden. Así, el poder, el sexo y la muerte (atravesados todos por la pasión) son, como mínimo, tres ejes alrededor de los cuales se configura un mundo alternativo y marginal pero con suficientes conexiones con nuestra realidad, un mundo en el que diferentes personajes, escondidos detrás de sus apodos, intentan sobrevivir en una atmósfera atávico-delictiva (Cortázar realiza un comentario muy acertado en la introducción a esta novela: es un policial sin la presencia de la policía). Por lo demás, el estilo con el que narra el autor de Cine es otro de los elementos que se destaca en La vida entera: lejos del objetivismo de Saer y del intelectualismo de Piglia, Martini nos propone un estilo que incorpora lo coloquial, lo oral, lo performativo, que coquetea con el discurso indirecto libre y que, a su vez, se mezcla con imágenes poéticas de una sensualidad muy lograda.
En fin, ahí va un fragmento de La vida entera de Martini y en unos días, irán otros fragmentos más. Disfruten.
—Nos vamos a la ciudad grande —había dicho, con el mismo tono que a veces usaba para decir hoy nos tocan los corrales, y partían a controlar la hacienda, la forma en que las cosas se tienen que hacer, el cuidado que hay que poner en la faena, menesterosos, gente de mierda, que apenas el cuero de esta bestia vale más que ustedes y las familias de todos ustedes. Por eso, como hablando de animales, de las putas de su quilombo, de la lluvia, de la mujer de la noche anterior, Violeta, una puntana nuevita que me ha regalado Encarnación, dieciséis años y hay que ver qué cosa seria es esa pendeja en la cama, ganado de primera como quien dice, desde hoy se la podrán cojer todos ustedes, porque ya fue probada como corresponde por primera vez acá, que al fin y al cabo soy yo el que les da de comer a todos los que acá viven, qué tanto joder; por eso tal vez, por el tono, que fue el que solía utilizar para disponer, por ejemplo, me echan a ese fullero ahora mismo, no quiero volver a verlo, ¿entendido?, por la calma de aquella voz que sin embargo sus hombres reconocían mejor como un trueno dando otras órdenes, organizando la rutina, maldiciendo al cielo y al infierno, quejándose de su destino, él, el único capaz de hacer de esta tierra un lugar donde se pueda vivir como dios manda, como a mí me parece que debe gozar un hombre de su vida; por eso, por la severidad de la voz que envejecía, como su piel, su pelo y su mirada, fue tal vez que a los hombres se les hizo más difícil de creer aquello que oían y se produjo un silencio, el aire que entró por la bombilla, en el fondo del mate, fue como un ronco silbido que subrayó palabras semejantes.
Dice que se van a la ciudad grande, parado en medio de la cocina, con el tono casual, sin matices, con el que en más de una ocasión ha decidido que un hombre deja de trabajar para él, de la noche a la mañana, aparentemente porque sí, sin otros motivos que su voluntad, por el conocimiento que tiene de los hombres, por su largo y certero olfato para descubrir a los inútiles, a los haraganes, a los que se enredan con las putas, a los traidores, y lo expulsa del quilombo, de la timba, de su tierra, de toda Encarnación y para toda la vida, y lo quiere fuera de acá en menos de una hora, sin paga, sin armas, con el lomo bajo a palos, sin palabras agraviantes ni miradas torvas, humillado y calladito, fuera de acá basura, bien lejos, donde te mueras de hambre y te arrepientas de tu estupidez: Leandro —suele decir en esos casos—, este hombre se va, sin paga ni armas, con un vozarrón sereno, imperturbable, y Leandro, que sabe de memoria que las órdenes no se discuten, levanta ahora la mirada, no la cabeza sino los ojos, buscando su ancha figura en el medio de la cocina, su compacto volumen a la luz mortecina del farol que cuelga del techo y comienza a neutralizarse por efecto de la luz del amanecer, y lo contempla sorber hasta la última gota de su mate y extender el brazo hacia la vieja sorda y muda, y mantener la mano abierta en el aire, sin mirar a la mujer, esperando el próximo, los ojos negros y opacos fijos en un rincón, la mata bravia de su pelo cayendo sobre los hombros, sobre la camisa de seda, blanca, impecable, que usará sólo una vez, aquel único día, porque a la noche, ya con grandes aureolas amarillentas de sudor, salpicada de barro, manchada con la sangre de un hombre que apaleó con sus propias manos, se la quitará en su habitación, invariablemente olfateará la seda maltratada con la vana ilusión de recordar el perfume de alguna de las hembras que conoció ese día, y ardiente de rencor, de frustración, de soledad y tristeza la arrojará a la cara de una de las mujeres que preparan el dormitorio, según sus hábitos, a la hora que sea, cuando decide por fin irse a dormir y se quita la camisa, la huele, la echa lejos de él como a un trapo apestado, hacia cualquiera de las mujeres diciendo: para que te limpiés el culo, y echándose en la cama, vencido, con los ojos cerrados y las manos cruzadas en la nuca, resoplando de cansancio por su vida, habla por última vez esa noche: me sacan las botas. (“Alacrán”, pp. 34-35)
Fuente: Martini, Juan (1987 [1981]): La vida entera, Buenos Aires, Legasa.
buenísimo
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