martes, octubre 05, 2010

El problema del Estado (1933) (Georges Bataille)

En contradicción con la evolución del siglo XIX, las tendencias históricas actuales parecen dirigidas en el sentido de la coerción y la hegemonía del Estado. Sin prejuzgar el valor último de tal apreciación —que en lo que sigue podría revelarse ilusoria— es evidente que domina ahora, de forma abrumadora, la comprensión confusa y las interpretaciones divergentes de la política. Algunas coincidencias entre los resultados del fascismo y del bolchevismo han creado la perspectiva general de una conciencia histórica desconcertada que, bajo nuevas condiciones, se transforma poco a poco en ironía y se habitúa a considerar la muerte.
Poco importan las mediocres aspiraciones del liberalismo actual —que encuentran aquí una salida trágica—: el propio movimiento obrero está obligado a la guerra contra el Estado. La conciencia obrera se ha desarrollado en función de una disolución de la autoridad tradicional. La mínima esperanza de la revolución se describe como debilitamiento del Estado y, por contrario, el mundo ve decaer las fuerzas revolucionarias, al mismo tiempo que toda fuerza viva toma hoy la forma del Estado totalitario. La conciencia revolucionaria que se despierta en este mundo de la coacción, es forzada a considerarse ella misma históricamente como un sin-sentido: se ha convertido, para emplear las viejas fórmulas de Hegel, en conciencia desgarrada y conciencia desdichada. La sombra y el frío proyectado por el único nombre de Stalin sobre toda esperanza revolucionaria es, junto al horror de las policías alemana e italiana, la imagen de una humanidad donde los gritos de rebelión son hoy políticamente desdeñables, donde estos gritos no son más que desgarramiento y desdicha.
En esta situación, cuya miseria se traduce en cada momento de la actividad, la reacción del comunismo oficial ha sido de una vulgaridad indecible: una ceguera jovial... Verdaderas cotorras humanas, han aceptado los peores atentados a los principios revolucionarios fundamentales como la expresión misma de la autenticidad proletaria. En nombre de un optimismo abyecto, formalmente contradicho por los hechos, han empezado a ensuciar a los que sufrían. No se trata de una pueril obstinación a la espera, pues ninguna esperanza real está ligada a las afirmaciones perentorias, sino que se trata únicamente de una vileza inconfesada, de una incapacidad de actuar y de soportar una situación espantosa.
El optimismo es tal vez la condición de toda acción, pero, por no hablar de la mentira vulgar que a menudo está en su origen, el optimismo puede equivaler a la muerte de la conciencia revolucionaria. Esta conciencia (que refleja un sistema dado de producción, con las relaciones sociales que implica) es por su naturaleza misma conciencia desgarrada, conciencia de una existencia inaceptable. Es de todas formas incompatible en su base con las beaterías de un partido de mercenarios oficiales. Con más razón, en el período actual esta conciencia se remite y se liga necesariamente al carácter trágico de las circunstancias: de este modo se conduce a la conciencia revolucionaria a la realidad y a la angustia de una situación desesperada que le es necesaria en el fondo. El optimismo que se opone a esta actitud reflexiva es la irrisión, no la salvaguardia de la pasión revolucionaria.
En semejante movimiento de repliegue —tal como por otra parte se produce independientemente de las voluntades—, las reivindicaciones profundas de la revolución no son abandonadas: por el contrario, son retomadas desde su origen, en estrecho contacto con aquello que el movimiento histórico rompe y arroja hacia la desgracia. Pero una concepción renovada no representa ya ingenuamente las reivindicaciones revolucionarias como un deber en cuyo encasillamiento está implicada, sino, dolorosamente, como una fuerza perecedera, que inscribiéndose en un caos ciego, pierde el carácter mecánico que asumía en una concepción fatalista. Como en toda pasión ansiosa, se libera y aumenta por la conciencia de la muerte posible.
En esta toma de conciencia del peligro que se aproxima a la humanidad entera desaparece la vieja concepción geométrica del porvenir. El viejo porvenir regular y honesto cede su sitio a la angustia. Hace dos siglos, la suerte de las sociedades futuras fue descrita conforme a los sueños de los juristas, con el objetivo inmediato de hacer desaparecer cualquier sombra peligrosa para las perspectivas de existencia burguesa: en ese momento, cualquier imagen espantosa del desorden y del posible abatimiento fue ahuyentada como un espectro. En parte al menos, el movimiento obrero ha asumido equivocadamente el ingenuo apocalipsis burgués: ha sido casi insensato cargar sobre la materia, sobre la producción material, las promesas más impactantes, como si a partir de cierto punto necesariamente esta producción no debiera ya parecerse en nada a las otras fuerzas materiales que, por todas partes, dejan indiferentemente libres las posibilidades del orden y del desorden, del sufrimiento y del placer. Actualmente habría que renunciar a toda comprensión de las cosas para no ver que la admirable confianza tanto de Marx, como del conjunto del socialismo, ha sido justificada afectiva y no científicamente: la posibilidad (quizás el deber) de tal justificación afectiva no ha desaparecido de hecho más que en fechas recientes.
Pero hoy, cuando la afectividad revolucionaria no tiene otra salida que la desdicha de la conciencia, regresa a ésta como a su primera amante. Únicamente en la desdicha se vuelve a encontrar la intensidad dolorosa sin la cual la resolución fundamental de la Revolución, el ni Dios ni amos de los obreros sublevados, pierde su brutalidad radical. Desorientados y desunidos, los explotados deben hoy medirse con los dioses (las patrias) y con los amos más imperativos de entre todos aquellos que les han subyugado. Y deben al mismo tiempo sospechar los unos de los otros, por miedo a que aquellos que les conducen a la lucha no se conviertan, a su vez, en sus amos.
Ahora bien, es verosímil que muchas conquistas humanas hayan dependido de una situación miserable o desesperada. Desde un punto de vista práctico, la desesperación no es más que el comportamiento afectivo con mayor valor dinámico. Constituye el único elemento dinámico posible —y necesario— en las circunstancias actuales, cuando los supuestos teóricos se cuestionan. Sería imposible, en efecto, tambalear suficientemente un aparato teórico que tiene el defecto de ser la fe común —y ciega— de un número demasiado elevado de personas, sin recurrir a la justificación de la desesperación, sin el beneficio de un estado del espíritu desorientado y ansioso. En estas condiciones, las soluciones prematuras, los reagrupamientos apresurados sobre fórmulas apenas modificadas, e incluso la simple creencia en la posibilidad de tales reagrupamientos, son otros tantos obstáculos, desde luego desdeñables, para la supervivencia desesperada del movimiento revolucionario. El porvenir no descansa sobre los minúsculos esfuerzos de algunos agrupadores dotados de un optimismo incorregible: depende por completo de la desorientación general.
No es ni siquiera seguro que el trabajo teórico actual pueda sobrepasar sensiblemente una desorientación profunda, convertida en un hecho dominante desde el derrumbamiento del movimiento obrero en Alemania. Aunque fuera posible, en efecto, acceder a causas que explicaran la ineficacia al menos provisional de la actividad revolucionaria, no nos estaría dada la posibilidad de suprimir o de modificar estas causas; en consecuencia, el trabajo que revela tal situación aparece en primer lugar como vanidad consumada.
No obstante, es evidente que el tiempo, es decir, la necesidad del movimiento histórico, sigue siendo capaz de realizar cambios que no pueden depender directamente de la acción de un partido y, a la espera de tal cambio, sigue siendo necesario no sucumbir a fuerzas destructivas que, hoy, tienen contra el movimiento obrero la iniciativa del ataque. Ahora bien, ha llegado quizás el momento de que aquellos que desde todas partes hablan de «luchar contra el fascismo», tendrían que empezar a comprender que las concepciones que en su espíritu acompañan a esta fórmula no son menos pueriles que aquéllas de los brujos luchando contra las tempestades.
Y como, por otra parte, los acontecimientos imprevisibles y precipitados pueden —incluso en un tiempo relativamente cercano— retirar los obstáculos que se oponen hoy al éxito de la actividad revolucionaria, sólo la «violencia de la desesperación» es lo bastante grande para fijar la atención —como es necesario hacerlo desde ahora— sobre el problema fundamental del Estado. Frente a tal problema, existe en los medios revolucionarios una mala voluntad desconcertante, una ceguera enfermiza. Contra toda verosimilitud, a numerosos comunistas les parece todavía que el libro de Lenin sigue respondiendo a cualquier dificultad posible, lo que prueba suficientemente la mala conciencia de ciegos agitados que piensan, en el fondo de sí mismos, que el problema es insoluble y que en consecuencia es necesario negarlo. Decretar, como ellos hacen, que tras Lenin el mero planteamiento del problema denota un anarquismo pequeño-burgués, no hace sino revelar aún más esta mala conciencia (no existe humanamente un desprecio lo bastante tajante para responder al empleo de esta vieja argucia, insulto insignificante a toda buena fe, insulto a aquel que rechaza cegarse). El problema del Estado se plantea en efecto con una brutalidad sin nombre, con la brutalidad de la policía, como una especie de desafío a toda esperanza. Así como ya no se puede negar su existencia, tampoco cabe seguir amparándose en principios puros (como lo han hecho ingenuamente los anarquistas). Las dificultades sociales no se resuelven con principios, sino con fuerzas. Es evidente que sólo una experiencia histórica podría rendir la certeza de que puedan componerse y organizarse fuerzas sociales contrarias a la soberanía del Estado socialista dictatorial. Pero no es menos evidente que tal Estado, disponiendo de los medios de subsistencia de cada participante, dispone así de un poder de coacción que debe encontrar su limitación desde dentro o desde fuera: ahora bien, toda limitación exterior es inconcebible si no es posible ninguna existencia social, ni ninguna fuerza independiente del Estado.
Instituciones democráticas —realizables y además exigibles dentro de un partido proletario— pueden dar por el contrario una limitación interna. Pero el principio de la democracia, desacreditado por la política liberal, no puede convertirse en una fuerza viva más que en función de la angustia provocada en las clases obreras por el nacimiento de los tres Estados todopoderosos. Con la condición de que esta angustia se integre como una fuerza autónoma, basada en el odio a la autoridad del Estado.
En este sentido, es necesario decir actualmente —frente a tres sociedades serviles— que ningún porvenir humano que merezca este nombre puede esperarse si no es desde la angustia liberadora de los proletarios.

Nota de la edición: El texto que aquí traducimos aparece, con el título «Le probléme de l'État», en las Oeuvres Completes, Editorial Gallímard. París, 1970, Vol. I., Premiers Écrits (1922-1949), págs. 332-336. Inicialmence fue editado en «Le problème de l'Etat», La Critique sociale, n.° 9, septiembre 1933, págs. 105-107.  
Fuente: Bataille, Georges (1993): El Estado y el problema del fascismo, Valencia, Pre-textos, pp. 3-7. (Incluye: "El problema del Estado" (1933) y "La estructura psicológica del fascismo" (1933)).

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