Conversación mantenida con Stany Grelet y Mathieu Potte-Bonneville, y publicada en la revista Vacarme, n.° 10, invierno 1999-2000. Traducción y notas de Javier Ugarte Pérez.
Giorgio Agamben es filósofo. Ha teorizado, especialmente, en la línea de Foucault, sobre la «biopolítica». Una estructura de poder muy antigua, cuya genealogía él remonta a la Antigüedad occidental, y que no ha cesado de expandirse desde entonces, hasta llegar a convertirse en la forma dominante de política en los Estados modernos: un «estado de excepción convertido en regla». El objeto propio de la biopolítica es la «nuda vida» (zoé), término que designaba en los griegos «el simple hecho de vivir», común a todos los seres vivos (animales, hombres o dioses), distinto a la vida cualificada (bios), que indicaba «la forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo». El objeto de la soberanía, según Giorgio Agamben, no es la vida cualificada del ciudadano, charlatana y protegida por derechos, sino la vida nuda y reducida al silencio de los refugiados, los deportados o los perseguidos: la del homo sacer expuesto sin mediación al ejercicio, sobre su cuerpo biológico, de una fuerza de corrección, de encierro o de muerte. Al modelo de la ciudad, considerado rector de la política occidental desde siempre, él opone el del campo, «nomos de la modernidad», paradigma de esta «politización de la nuda vida» que se ha convertido en lo habitual del poder. La estructura de la política occidental, nos dice, ya no es la palabra, sino el bando.
Esta tesis tiene evidente actualidad. Las medidas de salud pública, regulación del trabajo, control de la inmigración o prohibición de las drogas, revelan la naturaleza eminentemente biopolítica de las políticas públicas contemporáneas. Se aplican precisamente a nudas vidas atrapadas en las categorías y dispositivos de un poder que las trata como a tales: vidas expuestas y administradas. Se piensa inmediatamente en los sin papeles, es cierto, objetos de campos muy literales, muy reales. Pero también en los usuarios de drogas, obligados a cuidarse o encarcelados; en los parados, obligados a trabajar o condenados a la miseria de un Estado del bienestar cada vez más parco; o bien en otros. No es, sin duda, por azar que los recientes debates sobre el PACS han contemplado la proliferación de metáforas animales. En el mismo Parlamento, corazón teórico de las ciudades parlamentarias, el bios cede el paso a la zoé desde que se legisla sobre vidas.
Esta tesis tiene evidente actualidad. Las medidas de salud pública, regulación del trabajo, control de la inmigración o prohibición de las drogas, revelan la naturaleza eminentemente biopolítica de las políticas públicas contemporáneas. Se aplican precisamente a nudas vidas atrapadas en las categorías y dispositivos de un poder que las trata como a tales: vidas expuestas y administradas. Se piensa inmediatamente en los sin papeles, es cierto, objetos de campos muy literales, muy reales. Pero también en los usuarios de drogas, obligados a cuidarse o encarcelados; en los parados, obligados a trabajar o condenados a la miseria de un Estado del bienestar cada vez más parco; o bien en otros. No es, sin duda, por azar que los recientes debates sobre el PACS han contemplado la proliferación de metáforas animales. En el mismo Parlamento, corazón teórico de las ciudades parlamentarias, el bios cede el paso a la zoé desde que se legisla sobre vidas.
Pero Giorgio Agamben no se limita a un análisis conceptual. Repetidas veces reclama y anuncia, de una manera bastante profética, «otra política». Ésta se desarrollará en el lugar mismo donde se ejerce la soberanía moderna, puesto que de ahí no se escapa. Ésta, para ser «otra» deberá, sino abstraerse, al menos afrontarla o subvertirla. Ahora bien, pudiera suceder que los grupos más expuestos al biopoder estén en camino, desde la experiencia que tienen y las resistencias que le oponen, de inventar la alternativa que Agamben reclama. Cogidos entre los aparatos del biopoder, sin verdadera oportunidad de salir de ellos (¿cómo escapar al poder médico cuando se está afectado por el VIH, a la administración del Estado del bienestar cuando no se tienen recursos, a los centros de retención o a las zonas de espera cuando no se tienen papeles, etc.?), estos grupos inventan una biopolítica menor, como contrapunto a la del adversario. Reivindicando de qué vivir: tratamientos antirretrovirales, ingresos mínimos garantizados, drogas legales y seguras, etc. Enfrentándose al poder allí donde se ejerce: en la ventanilla de las administraciones, en las burocracias sanitarias, en los tribunales ordinarios, etc. Buscando, de alguna forma, el bios de su zoé.
P.- Si habíamos deseado reunirnos contigo, es en particular para preguntarte sobre «la otra vertiente», si se puede expresar así, de la biopolítica que desarrollas. Cierto número de movimientos —aquellos precisamente de los que hemos salido o a los que estamos cercanos: el de los sin papeles, el de los trabajadores precarios, el de los enfermos de sida, o aquél otro, emergente, de los usuarios de drogas— se desarrollan exactamente en el lugar político que has identificado: en esta zona de indistinción «entre público y privado, cuerpo biológico y cuerpo político, zoé y bios», en este «estado de excepción que se ha convertido en regla». Ahora bien, de estos movimientos hablas poco, o indirectamente. Rondan tus escritos, pero más como objetos (de los campos, del Estado del bienestar o del poder médico) que como sujetos. Analizas con precisión la biopolítica mayor, la del enemigo, de la que trazas minuciosamente la genealogía, y cuyo hogar, según dices, sería ese homo sacer, vida nuda expuesta al poder soberano, y de la que examinas con atención tanto los dispositivos como el campo; en cambio, abandonas las biopolíticas de respuesta o de reapropiación, las biopolíticas menores, «nuestra» biopolítica, por así decir: ¡la de AC!, los colectivos sin papeles o Act Up. Piensas, sin embargo, en su posibilidad y necesidad: «Es —afirmas— a partir de este territorio incierto, zona opaca de indiferenciación, que debemos encontrar hoy el camino de otra política, otro cuerpo, otra palabra. No sabría renunciar bajo ningún pretexto a esta indistinción entre público y privado, cuerpo biológico y cuerpo político, zoé y bios. Es ahí donde debo encontrar mi espacio; allí o en ningún otro sitio. Sólo una política que parta de esta conciencia puede interesarme». Pero no exploras las formas concretas de lucha que practican, precisamente, la política desde esta conciencia —y esta experiencia— del estado de excepción. Ahora bien, ¿no se encuentra ahí, precisamente, donde los parados reclaman un ingreso garantizado, los enfermos de sida exigen tratamientos o los usuarios de drogas reivindican drogas seguras, el embrión de esa otra biopolítica que reclamas con fuerza?
R.- En un sentido, habría que darle la vuelta a la pregunta. Es más bien de los actores en cuestión de quienes habría que esperar una respuesta. Dicho esto, si los movimientos y sujetos de quienes hablas «rondan mis escritos, pero más como objetos que como sujetos», se debe a que veo ahí un problema mayor: la cuestión del sujeto, precisamente, que no puedo concebir más que en términos de procesos de subjetivización y de desubjetivación, o más bien como una diferencia o un resto entre estos procesos. ¿Quién es el sujeto de esta nueva biopolítica, o más bien de esta biopolítica menor de la que habláis? Es un problema siempre esencial en la política clásica; por ejemplo, cuando se trata de encontrar al sujeto revolucionario. Hay personas que continúan planteando este problema en el antiguo sentido del término: el de la clase, el del proletariado. No son problemas obsoletos, pero desde que se plantea sobre el nuevo terreno donde se habla, por ejemplo, del biopoder, de la biopolítica, el problema es difícil de otro modo. Porque el Estado moderno funciona, me parece, como una especie de máquina de desubjetivizar, es decir como una máquina que mezcla todas las identidades clásicas y, al mismo tiempo, Foucault lo muestra bien, como una máquina de recodificación, sobre todo jurídica, de las identidades disueltas: hay siempre una resubjetivación, una reidentificación de estos sujetos destruidos, vacíos de toda identidad. Me parece que hoy el terreno político es una especie de campo de batalla donde se despliegan estos dos procesos: al mismo tiempo destrucción de todo lo que era identidad tradicional —no lo digo con nostalgia, ciertamente— y resubjetivización inmediata por el Estado; y no solamente por el Estado, sino también por los mismos sujetos.
Es lo que habéis evocado en vuestra pregunta: el conflicto decisivo se juega a partir de ahora, para cada uno de sus protagonistas, comprendidos aquí los nuevos sujetos de quienes habéis hablado, sobre el terreno de lo que llamo la zoé, la vida biológica. Y, en efecto, no de otra cosa se trata: no es cuestión, creo, de volver a la oposición política clásica que separa claramente privado y público, cuerpo político y cuerpo privado, etc. Pero este terreno también nos expone a los procesos de dependencia del biopoder. Se encuentra ahí, pues, una ambigüedad, un riesgo. Esto es lo que mostraba Foucault: el riesgo es que se reidentifique, que se invierta esta situación de una nueva identidad, que se produzca un sujeto nuevo, sea, pero sometido al Estado, que se reconduzca desde entonces, a pesar de uno mismo, este proceso infinito de subjetivación y sujeción que define justamente al biopoder. Creo que no se puede escapar al problema.
P.- ¿Se trata de un riesgo o de una aporía? ¿Toda subjetivación es fatalmente una sujeción, o se puede sacar algo parecido a una máxima, una receta de subjetivación que permitiría escapar a la sujeción?
R.- En los últimos trabajos de Foucault, hay una aporía que me parece muy interesante. De una parte está todo el trabajo sobre la «inquietud de sí»: es necesario preocuparse de uno mismo, en todas las formas de práctica de sí. Y al mismo tiempo, repetidas veces, enuncia el tema aparentemente opuesto: es necesario desprenderse de sí. Afirma numerosas veces: «Se ha llegado al fin en la vida si se interroga sobre la identidad de uno; el arte de vivir consiste en destruir la identidad, destruir la psicología». Por tanto, he aquí una aporía: una inquietud de sí que debe conducir a un abandono de sí. Una forma en la que se podría plantear la cuestión sería: ¿en qué consiste una práctica de sí, no tanto como proceso de subjetivación, pero que no conduciría a otra cosa más que a un abandono, que encontraría su identidad únicamente en un abandono de sí? Haría falta, por así decir, mantenerse en este doble movimiento, desubjetivación y subjetivación. Evidentemente, es un terreno en el que es difícil sostenerse.
Se trata verdaderamente de identificar esta zona, este no man's land que estaría entre un proceso de subjetivación y un proceso contrario de desubjetivación, entre identidad y no identidad. Habría que identificar este suelo, porque sería el terreno de una nueva biopolítica. Es esto precisamente lo que vuelve interesante a mis ojos un movimiento como el de los enfermos de sida. ¿Por qué? Porque me parece que allí no se identifica más que sobre el umbral de una desubjetivación absoluta, que algunas veces puede ser incluso a riesgo de morir. Me parece que es posible sostenerse en este umbral. He intentando un poco en el libro sobre Auschwitz, a propósito del testimonio, ver al testigo como modelo de una subjetividad que no sería más que el sujeto de su propia desubjetivación. El testigo no testimonia de otra cosa que de su propia desubjetivación. El superviviente testimonia únicamente por los musulmanes. Lo que me interesaba en la última parte de este libro, era verdaderamente identificar un modelo de sujeto como el que permanece entre una subjetivación y una desubjetivación, la palabra y el mutismo. No es un espacio sustancial, sino más bien una diferencia entre dos procesos. No se trata más que de un comienzo. Apenas se toca aquí una nueva estructura de la subjetividad, pero es muy complicada; se trata de todo un trabajo a realizar. Sería necesario, verdaderamente... Es una práctica, no un principio. Creo que no se pueden tener principios generales, salvo estar atento a no recaer en un proceso de resubjetivación que sería al mismo tiempo una dependencia; es decir, no ser un sujeto más que en la medida de una estrategia o de una práctica. Por eso, es muy importante ver en la práctica de cada uno, o la que los movimientos tienen por sí mismos, cómo se dibujan estas posibles zonas. Y esto puede estar por todas partes, trabajando a partir de esta noción de la inquietud de sí en Foucault, pero también desplazándola a otros dominios: toda práctica de sí que se pueda tener, incluso esta mística cotidiana que es la intimidad; todas estas zonas donde se ronda una zona de no conocimiento o de desubjetivación, sea la vida sexual o no importa qué aspecto de la vida corporal. Allí hay siempre figuras donde un sujeto asiste a su debacle, ronda su desubjetivación; todo esto son zonas cotidianas, una mística cotidiana muy banal. Es necesario estar atento a todo lo que nos proporcionaría una zona de este género. Es aún muy vago, pero esto es lo que ofrecería el paradigma de una biopolítica menor.
P.- Presentas la identidad como un riesgo, un error del sujeto. ¿No hay, sin embargo, una profundidad material de las identidades que se daría en la medida en que el adversario nos asigna a ellas, sea por la ley (piensa en las leyes sobre inmigración) o por el insulto (piensa en los insultos homófobos), que las vuelve objetivas, por así decir? En otros términos, ¿qué margen de desubjetivación nos dejan nuestras condiciones sociales?
R.- Trabajo en este momento sobre las cartas de Pablo, quien plantea el problema: «¿En qué consiste la vida mesiánica? ¿Qué vamos a hacer ahora que estamos en el tiempo mesiánico? ¿Qué vamos a hacer en relación con el Estado? ». Y allí se encuentra este doble movimiento que ha sido siempre un problema, que me parece muy interesante. Pablo dice al mismo tiempo: «Permanece en la condición social, jurídica o identitaria en la cual te encuentras. ¿Eres esclavo? Permanece esclavo. ¿Eres médico? Continúa siendo médico. ¿Eres mujer y estás casada? Permanece en la vocación a la que has sido llamado». Pero al mismo tiempo, dice: «¿Fuiste llamado siendo esclavo? No te preocupes. Y aunque puedas hacerte libre, aprovéchate más bien». Es decir, que no se trata de que cambies de estatuto jurídico o que cambies de vida, sino de que te aproveches. Precisa a continuación lo que quiere decir con una imagen muy hermosa: «como si no» o «como no». Es decir: «¿Lloras? Como si no llorases. ¿Te alegras? Como si no te alegrases. ¿Estás casado? Como no-casado. ¿Has comprado una cosa? Como no-comprada, etc.». Se encuentra este tema del «como no». No es «como si», sino «como no». Literalmente, consiste en: «Llorando, como si no lloraras; casado, como si no lo estuvieses; esclavo, como no esclavo». Es muy interesante, porque se diría que él considera usos de conductas de vida que, al mismo tiempo, no se enfrentan cara a cara al poder —permanece en tu condición jurídica, en tu vocación social—, pero las transforman completamente en la forma del «como no». Me parece que la noción de uso, en este sentido, es muy interesante: es una práctica a la que no se puede asignar el sujeto. Eres esclavo, pero puesto que haces un uso, sobre el modo del como no, ya no eres esclavo.
P.- ¿Cómo un uso tal podría ser propiamente político o darse bajo condiciones políticas? Porque sería posible ver ahí una conversión del pensamiento estrictamente individual o ético, e incluso religioso, en todo caso singular y «privado», digamos entre comillas. ¿Qué relación mantiene esta conversión, cara a cara de su propio estatuto, que permite no ser más un sujeto, con la política? ¿Para qué necesita de la comunidad, la lucha o el conflicto?
R.- Por supuesto, se considera algunas veces este tema en Pablo como relevante de la interiorización. Pero no creo que se trate sólo de esto. Su problema es, al contrario, el de la vida mesiánica a la que él se dirige. Por ejemplo, este tema del uso, se lo ve resurgir de forma muy fuerte —bajo una crítica del derecho— en el movimiento franciscano, donde el problema es la propiedad: las órdenes que practican la pobreza extrema rehúsan toda propiedad, pero al mismo tiempo deben hacer uso de ciertos bienes. Por este motivo hay un conflicto muy fuerte con la Iglesia, en el sentido en que la Iglesia puede admitir que rehúsen un derecho de propiedad en cuanto derecho de propiedad del individuo o derecho de propiedad de la orden —porque ellos lo rehúsan incluso en tanto que orden—, pero querría que ellos entendieran su conducta de vida como derecho de uso. Es algo parecido a lo que ahora existe: el usufructo, el derecho de uso, en tanto que separado del derecho de propiedad. Pero insisten en lo contrario, y en esto consiste el conflicto: dicen «No, no es un derecho de uso, es el uso sin derecho». Llaman a esto usus pauper, el uso pobre. Consiste en la idea de abrir una zona de vida comunitaria que haga uso, pero que no tenga el derecho y no lo reivindique. Por otro lado, los franciscanos no critican la propiedad, y dejan todos sus derechos a la Iglesia: «¿La propiedad? No la queremos. Sólo nos servimos de ella». Se puede así decir que este problema es puramente político, o al menos comunitario.
P.- Sin embargo, ¿se trata sólo de una casualidad que las referencias que utilizas para pensar sobre esta alternativa pertenezcan a la esfera religiosa? Por un momento, al leerte, hay en la designación de esta otra política, o de este otro estatuto político, algo parecido a un tono profético. Escribes por ejemplo: «Por esta razón, si es lícito avanzar una profecía sobre la política que viene, ésta no será ya una lucha por la conquista o el control del Estado por parte de nuevos o viejos sujetos sociales, sino una lucha entre el Estado y el no-Estado (la humanidad), disyunción insuperable de las singularidades cualesquiera y de las organizaciones estatales». ¿Qué lugar asignas a estas referencias y a este tono en tu trabajo?
R.- Lo que me interesa en los textos de Pablo, no es tanto el dominio de la religión, cuanto este ámbito puntual que tiene relación con lo religioso, pero que no coincide con él, que es lo mesiánico, dominio muy próximo a lo político. Ahí se encuentra otro autor decisivo para mí, que no es en absoluto religioso: se trata de Walter Benjamin, quien piensa lo mesiánico como paradigma de lo político o, digamos, del tiempo histórico. Es más bien esto lo que me importa. Y pienso, efectivamente, que la manera en que, en la primera de las Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin introduce la teología en tanto que entidad que, incluso oculta, debe ayudar al materialismo histórico a ganar la partida contra sus enemigos, permanece un gesto muy legítimo y muy actual que nos proporciona, justamente, los medios para pensar de otra forma el tiempo y el sujeto. Ahora bien, habláis de profeta... Estos días, estaba escuchando los cursos grabados de Foucault, sobre todo ése donde distingue cuatro figuras de la veracidad en nuestra cultura: el profeta, el sabio, el técnico y después aquel al que llama el parresiastés, quien tiene el coraje de decir la verdad. El profeta habla al futuro, y no en su nombre, sino en nombre de cualquier otra cosa. El parresiastés, al contrario, con el cual Foucault se identifica sin duda, habla en su nombre, y debe decir lo que es verdad ahora, hoy. Por supuesto, afirma que no se trata de figuras separadas.
Yo reivindicaría más bien la figura del parresiastés que la del profeta. Por supuesto, el profeta es muy importante, y es incluso una catástrofe que haya desaparecido de nuestra cultura: la figura del profeta era aquella del líder político hasta hace cincuenta años, y ha desaparecido por completo. Pero, al mismo tiempo, me parece que ya no se puede pensar más en un discurso que se dirija al futuro. Es necesario pensar la actualidad mesiánica, el kairos, el tiempo presente. Dicho esto, se trata de un modelo de tiempo muy complicado, puesto que no se trata ni del porvenir—la escatología futura, lo eterno— ni exactamente del tiempo histórico, el tiempo profano; consiste en un trozo de tiempo retenido sobre el tiempo profano que, de golpe, se transforma. Benjamín ha escrito en alguna parte que Marx ha secularizado el tiempo mesiánico en la sociedad sin clases. Es completamente cierto. Pero al mismo tiempo, con todas las aporías que esto engendra —las transiciones, etc.—, se trata de una especie de escollo sobre el cual la Revolución ha encallado. No se dispone de un modelo de tiempo que permita pensar esto. En todo caso, creo que lo mesiánico es siempre profano, nunca religioso. Es, incluso, la última crisis de lo religioso, la proyección de lo religioso en lo profano. En relación con esto, pienso en una revista que acaba de ser publicada en Francia, por gente joven que conozco, que se llama Tiqqun. Ahí se encuentra verdaderamente una revista mesiánica, porque Tiqqun, en la cábala de Luria, es justamente el término de la redención mesiánica, de la restauración mesiánica. Me interesa porque se trata de una revista extremadamente crítica, muy política, que adopta un tono mesiánico, pero siempre de forma completamente profana. Así, llaman «Bloom» a los nuevos sujetos anónimos, a las singularidades cualesquiera, vaciadas, prestas a todo, que pueden difundirse por todas partes, pero permanecen imperceptibles, sin identidad pero reidentificables en cada momento. El problema que se plantean es: ¿cómo transformar este Bloom, cómo Bloom va a dar el salto más allá de sí mismo?
P.- Puede ser que tengamos dificultad para seguirte. No tanto sobre la postura mesiánica, sino sobre las «singularidades cualesquiera». ¿Cómo decirlo? Si te entendemos bien, la biopolítica nueva, esta política que se anuncia, revela más de fuga o de salida que de resistencia o conflicto. De un lado, identificas muy claramente un enemigo, un adversario muy macizo, muy consistente, muy coherente, de quien se puede trazar largas genealogías, de quien se puede señalar dispositivos recurrentes, etc. Del otro, frente a la consistencia de este adversario, todo sucede como si defendieras una especie de política de la inconsistencia, de la disolución, de la finta: más que fabricar sujetos colectivos, habría que aprender a «desprenderse de sí»; en lugar de reivindicar derechos, habría que imaginar «usos sin derecho»; más que enfrentarse al Estado, habría que asumirse como un «no-Estado», etc. Ahora bien, ¿se tiene siempre la libertad de huir? Nos parece que la potencia de los aparatos biopolíticos (pensemos en las políticas de salud pública, en la administración del Estado del bienestar, en el control de la inmigración, etc.) tiene que ver precisamente con su fuerza, terrible, de captura. Por decirlo sin miramientos, tendrás que disculparnos, bien pudiera suceder que la desubjetivación sea un lujo cuya posibilidad no se ofrece precisamente más que a quienes escapan a los aparatos del biopoder. ¿Cómo desprenderse de sí, esquivar la resubjetivación, ser un no-Estado, etc., cuando se es «seropositivo», «RMIsta» o «toxicómano», es decir alguien tomado, literalmente, en las categorías y dispositivos del biopoder? ¿No se está, muy a menudo, obligado a obrar como tales más que como no, por retomar tus términos? En suma, se puede tener la sensación de que defiendes la movilidad y la finta allí donde la potencia de captura y el espesor material del enemigo no nos dejan otra elección que afrontarlo.
R.- Veo bien el problema. Creo que todo depende de lo que se entienda por fuga. Es un elemento que se encuentra ya en Deleuze: la «línea de fuga», el elogio de la fuga. Tenéis razón para protestar. La noción de fuga no implica que haya otro lugar donde se pueda ir. No, se trata de una fuga muy particular. Es una fuga que no tiene otro lugar; ¿dónde estaría el lugar donde se podría huir? En algunos casos, cuando el muro de Berlín se mantenía en pie, por ejemplo, había fugas evidentes porque había un muro (¿pero existía un lugar otro?). Para mí, se trataría de pensar una fuga que no implique una evasión: un movimiento en la situación donde tiene lugar. Es únicamente en cuanto tal que la fuga podría tener significación política. Y después, existe otro problema que me parece que guarda relación con la cuestión que habéis planteado. Es el problema que se encuentra en Marx cuando hace la crítica de Stirner. En La ideología alemana, consagra más de cien páginas al teórico de la anarquía, de quien rechaza la distinción entre revuelta y revolución. Stirner teoriza la revuelta como acto personal de sustracción, egoísta. Para Stirner, la revolución es un acto político que apunta al conflicto contra una institución, en tanto que la revuelta es un acto individual que no contempla destruir las instituciones. Se trata, simplemente, de dejar al Estado existir y no afrontarlo: se destruirá él mismo. Es suficiente con sustraerse —una fuga.
Marx critica con dureza este elemento, pero el hecho de que le consagre cien páginas muestra con claridad que es un problema serio. A esta oposición revuelta/revolución, opone una especie de unidad entre la revuelta y la revolución. No enfrenta un concepto político a un concepto anárquico e individual, sino que busca la unidad de ambos: será por razones egoístas, por así decir de revuelta, que un proletariado realizará un acto directamente político. Ahí, incluso si esto plantea otros problemas, tendría tendencia a pensar como Marx: una especie de unidad de dos gestos, o bien de hueco, diríamos. Tendría tendencia a pensar no tanto en un corte que aísla la fuga de la revolución, como en una tendencia a hacerlo, así que todo acto que emana de la necesidad singular de un individuo, el proletariado, que no tiene ninguna identidad, ninguna sustancia, será también, a pesar de todo, un acto político. Creo que no es necesario oponer acción política y fuga, revuelta y revolución, sino intentar pensar el hueco. Pero esto es un problema para Marx también; consiste en el problema de la clase. La clase no tiene conciencia, el proletariado existe en tanto que sujeto, pero sin conciencia. De donde viene el problema leninista del partido: sería necesaria cualquier cosa que no sea diferente de la clase, que no sea otra cosa que la clase, pero que será, por así decir, el órgano de su conciencia. Es una aporía, ésta también. No digo que haya una solución para este problema, entre las líneas de fuga que serían un gesto de revuelta y una línea puramente política. Ni el modelo de partido ni el modelo de acción sin partido: hay necesidad de inventarlo. Porque después se cae en el problema de la organización política, del partido-clase, que va a producir un «nosotros»: el partido es el que vela porque toda acción sea política y no personal, no individual; la clase, al contrario, es el órgano de una infinita producción de actos no políticos, de revueltas individuales. Pero el problema es real.
P.- Es, por otro lado, un problema que se plantea, en la práctica, a todos los que buscan producir un colectivo —y en ocasión del «nosotros»— fuera de esas máquinas de agregar que son los partidos políticos, y sin el socorro de un principio general superior, sea éste la República, la Clase o el Hombre. Si Vacarme se siente próxima a las asociaciones de enfermos, de parados o de trabajadores precarios, es precisamente porque inventan algo parecido a una política en primera persona, en formas de organización nuevas, donde las distinciones entre lo social y lo político, la clase y su conciencia, lo singular y lo universal, etc., se borran y donde la significación política de los actos es inmanente a los actos mismos.
R.- Sí. Haría falta inventar una práctica que rompiera la cáscara de estas representaciones. Seguramente, no un sujeto sustancial a identificar, sino otra cosa que me parece haber encontrado en Pablo, para volver a mi trabajo en curso. Pablo tiene relación con la ley judía que separa los hombres en judíos y no judíos, judíos y gentiles. ¿Qué hace con esta división? Se presenta a menudo a Pablo como si fuese el mentor del universalismo, alguien que habría opuesto a estas divisiones —judío / no-judío— un nuevo principio universal, padre de la Iglesia católica, es decir universal. Pero cuando se contempla su trabajo de cerca, sucede exactamente lo contrario. Frente a esta división impuesta por la ley (en el fondo considera la ley como aquello que divide, que reparte entre judíos/no judíos, pero también ciudadano/no ciudadano, etc.), en lugar de oponer como se tiene tendencia en nuestro caso, en la época de los derechos del hombre, un principio universal contra la división étnica, lleva a cabo algo muy sutil: corta la división misma. ¿La ley divide entre judíos y no-judíos? Bien, pues yo voy a cortar esta división por otro sitio. Hay muchos; por ejemplo, judío según la carne y judío según el espíritu, el soplo vital. Este corte carne/espíritu va a dividir la división exhaustiva que repartía la humanidad entre judíos y no judíos. Esta nueva partición va a producir judíos que no son judíos, puesto que son judíos según la carne pero no según el espíritu, y gentiles que son gentiles según la carne, pero no gentiles según el espíritu. Es decir, que va a producir un resto. Pablo introduce un resto en esta división judío/no judío. Es una especie de incisión que corta la línea misma. Así pues, es mucho más interesante: no opone un universal, pone en cuestión la división de la ley, introduce un resto. Puesto que el judío según el espíritu no es no-judío, pero es todavía judío, se podría decir que es una especie de no-no-judío. En todas partes, Pablo trabaja de esta forma: divide la división en lugar de proponer un principio universal. Y lo que resta es el nuevo sujeto, pero indefinible, siempre resto porque puede venir de todas partes, del lado de los no judíos o del lado de los judíos.
Hay algo de precioso para representarse hoy una noción de pueblo, y es posible que también para pensar en lo que Deleuze decía cuando hablaba de pueblo menor, de pueblo en tanto que minoritario. Se trata menos de un problema de minorías que de una representación del pueblo como estando siempre en resto en relación con una división, cualquier cosa que resta o resiste a una división —no como una sustancia, sino como una diferencia. Se trataría de proceder más bien de esta forma, por división de la división, en lugar de preguntarse: «¿Cuál sería el principio universal comunitario que podría permitirnos convivir?». Al contrario. Se trata, frente a las divisiones que introduce la ley, a los cortes que la ley continuamente realiza, de trabajar sobre lo que pone en cuestión resistiendo, permaneciendo —resistir, permanecer, se trata de la misma raíz.
P.- Es exactamente lo que sucede en Francia alrededor de los sin papeles. La ley definiría unos criterios, y el trabajo ha consistido no tanto en invocar un principio de hospitalidad general, cuanto en mostrar que todos los criterios producen situaciones que no se corresponden con ninguno: personas inexpulsables e irregularizables, etc. Finalmente, la estrategia de las asociaciones ha consistido en mostrar que se podía dividir los criterios de forma tal que no hay nadie que corresponda exactamente a la alternativa entre clandestino y regular. Hay una línea de referencia que resulta de esto.
R.- Es esto lo que me ha impresionado en Pablo. Es lo que se encuentra en la Biblia, en la figura del profeta: el profeta habla siempre de un resto de Israel. Es decir, que se dirige a Israel como a un todo, pero le anuncia que «sólo un resto será salvado». Es esto lo que se juega en Isaías, en Amós, en el discurso profético. Se podría decir que ahí no se trata de una porción numérica, sino del aspecto que todo pueblo debe tomar en el instante decisivo —en esta ocasión, la salvación o la elección, pero también podría ser en no importa qué otra. El pueblo debe producirse en resto, tomar el aspecto de este resto. Es preciso verlo siempre en una situación determinada: ¿qué es lo que, en tal situación, se posaría en tanto que resto? Esto no se corresponde a la distinción mayoría/minoría. Es otra cosa. Todo pueblo adquiere este aspecto si el instante es verdaderamente decisivo.
P.- Dicho esto, ¿qué lugar hay para las «situaciones determinadas» y los «instantes decisivos» en una crítica de la época tan radical como la tuya? Al leerte, se ve que te inclinas más del lado de la aporía, del callejón sin salida y del fracaso —sobre todo por la manera en la que reenvías espalda contra espalda, sobre todo a partir de Debord, las figuras del totalitarismo y de la democracia— que del lado de la oportunidad, del golpe, del kairos, como tú dices. En tus libros, evocas especialmente una «experiencia de la impotencia absoluta», y «la soledad y el mutismo allí donde esperamos a la comunidad y al lenguaje». ¿Qué piensas sobre esto?
R.- A menudo se me ha reprochado, o al menos atribuido, ese pesimismo del que quizás no me doy cuenta. Sin embargo, yo no lo veo así. Hay una frase de Marx, que Debord cita también, que me gusta mucho, y es: «La situación desesperada de la sociedad en la que vivo me llena de esperanza». Comparto esta visión: la esperanza es dada para los desesperados. No me veo tan pesimista. No; para responder a vuestra pregunta pensaba en la horrible situación política de los años ochenta. Pienso también en la guerra del Golfo y en las guerras que la han seguido, en Yugoslavia especialmente. Digamos que la nueva figura de la dominación se dibuja ahora bastante bien. En el fondo es la primera vez que se ve con tanta claridad el modelo espectacular. No solamente en los medios de comunicación: se ha puesto en práctica políticamente, por así decir. Simone Weil dice en alguna parte que es un error considerar la guerra como un hecho que concierne a la política exterior —es necesario considerarla también como un hecho de política interna. Ahora bien, me parece que en estas guerras tiene lugar una absoluta indeterminación, una absoluta indiscernibilidad entre política interna y política exterior. Ahora, estos análisis se han vuelto triviales. Se los encuentra en boca de los expertos: la política exterior y la política interior son la misma cosa. Pero insisto: ahí no se encuentra ningún pesimismo psicológico o personal. Por lo demás, es otra manera de plantear el problema del sujeto. En el fondo es lo que me gusta de Simondon: se puede pensar que él reflexiona sobre la individuación siempre como coexistencia entre un principio individual y personal, y un principio impersonal, no individual. Es decir, que una vida está siempre hecha de dos fases al mismo tiempo, personal e impersonal, que están siempre en relación, incluso si se encuentran claramente separadas. Creo que se podría calificar como «lo impersonal» al orden de la potencia impersonal con la cual toda vida está en relación.
Y se podría calificar como «desubjetivación» a la experiencia que se tiene todos los días de ir junto a una potencia impersonal, algo que al mismo tiempo nos sobrepasa y nos hace vivir. Me parece que la cuestión del arte de vivir podría plantearse así: ¿cómo estar en relación con esta potencia impersonal? ¿Cómo sabría el sujeto estar en relación con su potencia, que no le pertenece sino que le sobrepasa? Es un problema poético, por así decir. Los romanos llamaban a esto «el genio», principio impersonal fecundo que permite engendrar una vida. Ése, también, es un modelo posible. El sujeto no sería ni el sujeto consciente ni la potencia impersonal, sino lo que se da entre ellos. La desubjetivación no tiene solamente un aspecto sombrío u oscuro. No es simplemente la destrucción de toda subjetividad. Está también el otro polo, más fecundo y poético, donde el sujeto no es más que el sujeto de su propia desubjetivación. Permitidme, entonces, rechazar vuestra acusación: estoy seguro de que sois más pesimistas que yo...
¡Muchas gracias por este aporte!
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