jueves, noviembre 11, 2010

Nada que hacer (sobre Unos días en el Brasil de Adolfo Bioy Casares)


El posfacio de Michel Lafon a Unos días en el Brasil (Diario de viaje) de Adolfo Bioy Casares (La Compañía, 2010), además de ser un hermoso texto, plantea los interrogantes indicados para acercarse a dichas notas: “¿Por qué, para qué seguir escribiendo después de La invención de Morel, de La trama celeste, de El sueño de los héroes, de Dormir al sol? ¿Por qué, para qué hacer algo? ¿Por qué ser escritor, en vez de vivir? ¿Por qué?” (p. 82). Sucede que en el viaje de Bioy a Brasil en 1960, no ocurre nada (o, mejor, ocurre nada) y esa falta de acontecimientos, esa falta de experiencias transforman la escritura en una actividad in-útil pero también terapéutica. El autor de Plan de evasión es invitado a un congreso de escritores, el congreso del Pen Club de 1960 en Río de Janeiro, y su diario da cuenta de esos días monótonos en hoteles, reuniones de corte intelectual, viajes en avión y comidas diarias. Unos días en el Brasil recopila, de este modo, notas de un hombre aburrido que escribe por necesidad de transformar la monotonía en algo diferente. Para llenar la falta de experiencia, Bioy registra impresiones socio-culturales (“Yo diría que en este país hay pujanza en todo. La gente, las casas altas, los túneles crecen y se multiplican de una manera que apabulla a un porteño cansado.” (27) o “Brasilia es una operación de sátrapa indiferente a los sentimiento de miles y miles de personas que formaron su vida en Río y deberán truncarla, para empezar de nuevo en otra parte…” (41)), conversaciones fútiles con otros intelectuales y escritores (“Al rato suena el teléfono. Es mi amigo, el delegado catalán, Mateu, que me dice: ‘¿Cómo, don Adolfo, no viene con nosotros a la excursión?’. ‘Pues no’, le digo. ‘Quería dormir.’ (50)”) y secuencias de acciones cotidianas irrelevantes (“A las cinco me despiertan. No sin dificultad consigo, a tiempo, el desayuno. A las siete en punto voy al aeropuerto, y a las siete y pico estoy volando, rumbo a Brasilia.” (39)). Y sin embargo, Bioy escribe durante los ocho días que dura la estadía en Brasil, no se detiene ante el aburrimiento y el cansancio de una visita insulsa (“Estoy cómodo, viviendo sin impaciencia ni propósito.” (32)) sino que sigue escribiendo a través de la acedia: “Escribo unas pocas líneas y, enseguida, las ganas de escribir desaparecen.” (32).
A la par de este esfuerzo, en las primeras páginas de Unos días en el Brasil, el “diario de ocho días aburridos e innecesarios” como bien señala Lafon, Bioy evoca la figura femenina que atraviesa, como un espejismo, como una esperanza, las páginas de su pequeño diario: una chiquilina llamada Ophelia (Opheliña). Como Irene en Plan de evasión, esta niña, que Bioy había conocido en su viaje a Brasil de 1951, es el secreto objeto de deseo que moviliza al escritor aburrido en sus desplazamientos y a la escritura diaria en su inútil progresión hacia ningún sitio: “La gran desilusión del viaje: no encontrar a Opheliña. Una pena romántica. Tantas veces imaginé una conversación con ella que me había acostumbrado a la idea de que la vería.” (61).
En Unos días en el Brasil de Bioy Casares nos encontramos con un diario sobre nada en el que la escritura persiste como una suerte de letanía para ahuyentar el aburrimiento (por la falta de sucesos), el cansancio (por la repetición de los movimientos diarios), la frivolidad (por las reuniones sociales y las exposiciones de congreso) y las ganas de dormir (porque no hay nada mejor que hacer). Así, el impulso de Bioy por continuar escribiendo aun a través del fin de la experiencia, en el marco de una estadía irrelevante, conquista al lector por su capacidad de volver interesante una visita en la que sucede nada. En esa línea, las fotografías del viaje y el posfacio de Lafon duplican la apuesta de una actividad transformadora en medio de lo efímero y el fantasma de Opheliña atraviesa las notas de un viajante que sostiene sus palabras en el deseo, en la esperanza de ver aparecer a la chiquilina brasileña que rompa la monotonía (y que, obviamente, nunca volverá a aparecer porque ello podría significar el fin del deseo y, por ende, el fin de la escritura).

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