En Lo más oscuro del río (1990), un hermoso libro de cuentos, Luis Gusmán escribió "La razón principal", un relato que recupera lateralmente la estela que deja la muerte de Evita en un paisaje helado y en el destino de un hombre y su voz. ¡Qué lo disfruten!
La razón principal (Luis Gusmán)
Un paisaje helado. Atravieso la hilera de pinos que ocultan y custodian el chalet suizo que está al final de la calle. Trato de afirmar mis pasos en la nieve del otoño. Me invade un sentimiento oscuro donde se mezcla la esperanza y el rencor. Se aproxima el fin de un encuentro que se ha demorado durante muchos años.
Camino eludiendo racimos de piñas plateadas que amenazan mis pies; animales de formas indefinidas, frutos de antiguas obsesiones, convergen como un ejército perfectamente alineado que marcha hacia su objetivo. Por un momento se me cruza el extraño pensamiento de incendiar la nieve, incendiar esas formas perversas de la pesadilla. Los frutos se parecen entre sí. Por eso dudo antes de separar uno. Es una brasa fría, quemante. En ella calculo todo el peso de la infancia, aquellos años en que la vida del hombre que ahora me espera era para mí un enigma. El animal de madera agoniza, la materia inconsistente se deshace entre las manos. Lo arrojo lo antes posible, se desliza sobre la poca nieve que aún queda pero que es suficiente para atenuar el golpe. Todavía no ha terminado de detenerse porque ha encontrado una pendiente imprevista, cuando me doy cuenta de que en ese gesto he arrojado aquel tintero que durante años adornó mi escritorio, aquel estilo grotesco que tomaba la forma de una piña y que había sido regalo de Néstor, quien sorpresivamente me ha mandado llamar.
Pronunciar el nombre de Néstor siempre significó para mí algo sagrado. Creo que nadie de la familia escapaba a su influjo. El magnetismo que irradiaba no era ajeno a su origen. Un hombre que había nacido en el sur y que había pasado su infancia entre la nieve. Más de un familiar atribuía a ese mismo origen los diferentes matices de su voz. Glacial y majestuosa, eran los adjetivos más justos para definir ese tono que nos sumía en un estado de sublime admiración. Había elegido el paisaje perfecto para su voz. Había encontrado una tumba de cristal donde refugiarse, esperando quizás una muerte cercana, una sentencia y un alivio que nunca acababan de llegar.
Al acercarme a la casa puedo ver una mujer detrás de la verja que trata de arrebatarle unas flores a la helada. Para ella los pétalos caídos aún pertenecen a la flor y los acaricia delicadamente queriéndoles transmitir el calor de sus manos, como si en cualquier momento, después de llevar a cabo ese rito profano, esa hoguera en medio de la nieve, estuviese decidida a reintegrar los pétalos a las flores que aún permanecen erguidas como las últimas representantes de una especie en extinción. Para mí es una flor particular que distingo por su aroma y que hasta con su tersura muerta sigue conservando el perfume de antaño. La fragancia que impregna el aire actualiza el recuerdo de aquella noche de Navidad en que Néstor fue el invitado.
Néstor fue siempre un pariente lejano. Debo haberlo visto dos o tres veces en mi vida. Envuelto en un halo misterioso, detrás de una copa de cristal en la que bebía champán con cierta actitud despótica que no coincidía con la beatitud del personaje de Homero. No podía soportar la obsecuencia de los miembros de la familia que se inclinaban servilmente frente a Néstor. Descubrir esa misma actitud en mi padre me llenó de odio y de desprecio. El lugar que se le reservaba en la mesa, la diligencia con que era servido, las presas que elegían para él, mostraban los signos de una preferencia que le dispensaban las mujeres; incluida mi madre, a la que nunca había visto arrobada por un hombre. En alguna de esas fiestas, y bajo el recuerdo de la fragancia de ese perfume, los vi bailar juntos. El, erguido, delicado, haciendo movimientos que nunca había visto en un hombre. Una flor oscura, un azul casi mortuorio adornaba la solapa de su saco. Vi con estupor cómo, sin discreción, se la quitaba del ojal y se la regalaba a mi madre. Sin pudor, como si a él todo le estuviese permitido. Encontrar los pétalos de aquella antigua flor en un libro de mi madre hizo que quisiera encontrar desesperadamente alguna relación entre esa flor y la historia que el libro narraba, desesperación que llenó muchas noches de insomnio. Suponía que en alguna de esas frases que leía encontraría la clave de aquel regalo de Néstor a mi madre. Ignoraba por qué razón establecía una extraña relación entre esa flor y la voz de Néstor. En el recuerdo, el contraste violento entre la diafanidad de su voz y el color de la flor parecía reflejar algo de lo oscuro de esa historia.
El viento frío, que insensibiliza mis sentidos y hiela el dolor, resulta un alivio para poder despojarme de ese aroma y me permite caminar libremente hacia Néstor sin que nada del pasado pueda perturbar nuestro encuentro. Sospechando que para hablar con él voy a necesitar adquirir la misma majestuosidad, impostar la voz hasta volverla glacial como si fuese necesario descarnarme y que nuestro encuentro se limite al enfrentamiento de dos relatos y en esa atmósfera aterida los cuerpos se sustrajesen para dar paso a un diálogo entre dos espíritus que, finalmente y a pesar suyo, tienen que asistir a una fatalidad premeditada y cuyo destino desconocen. Expulsados hacia la noche que tenuemente comienza a cernirse sobre ambos para envolver la conversación en la oscuridad; imponiéndose la necesidad de levantarse cada tanto y caminar hasta la ventana para buscar en el paisaje el color de la nieve.
La mujer se sorprende. Ante mi llamado, se da vuelta en forma abrupta, ruborizada hasta en el frío por haber sido descubierta en una ceremonia privada, en el diálogo secreto que mantiene con sus plantas. Me da la sensación de que he interrumpido una conversación recién comenzada y a la que solamente la luz de la tarde hubiese podido ponerle fin. Única hora que ella consigue, obstinadamente, robarle a la presencia imponente de ese hombre, aceptando con resignación que a eso se ha reducido su mundo, cuando mi voz la saca de un sueño en que estuvo sumida durante mucho tiempo. No la he visto antes, seguramente es la mujer de Néstor. Ese matrimonio casi en secreto, producto de la vejez y de la soledad que permaneció oculto para la familia aún durante los años posteriores a su consumación, hasta que en una carta concisa nos comunicaba la noticia de su casamiento. Después habrían de sobrevenir esos años de un retiro aparentemente voluntario o producto de circunstancias penosas, manteniendo con la ciudad que había abandonado una extraña relación que iba desde la indiferencia y el olvido hasta la desmesura de una memoria enfermiza que recordaba de manera minuciosa hasta el último detalle. Hechos que iban sucediendo en la vida de Néstor, de los cuales nunca pudimos comprobar su veracidad, y que nos llegaban a través de cartas escritas por él o por noticias fantasmales traídas por algún familiar que había viajado hasta el lugar donde Néstor había decidido refugiarse.
La mujer sabe que él me espera, porque se acerca amablemente y llamándome por mi nombre me pide que entre en la casa.
—Usted es Federico. Hace días que está esperando que usted llegue. Noté cierta inquietud en su persona, abandonó ciertos hábitos y repentinamente volvió a hablar de la vida en la ciudad.
—Señora...
—Regina.
—Regina, le agradezco.
Entramos en una especie de comedor y me ofrece que me siente en unos sillones oscuros enfrentados al color blanco del paisaje. El suelo está cubierto de pieles de animales. Las piñas arden en el fuego. Al amparo del hogar, su chisporroteo es ahora un sonido natural. Las sombras inclinadas de los ciervos se incendian entre las llamas.
— ¿Piezas de caza? —le pregunto a Regina.
—Donaciones. Trofeos. El es tan amable que no puede negarse. Aun aquí la gente no termina de olvidarse de él. La casa está llena de animales.
— ¿Tantos?
—Hay una pieza entera llena de ellos. Puedo regalarle una... Disculpe, no quise ofenderlo.
—No me ofende, lo que sucede es que nunca se me ocurriría tener en la pared una cosa así.
—Si uno se acostumbra a las personas, ¿por qué no habría de hacerlo a esas formas inofensivas?
—Es cierto. Aunque aquí todo parece tan inmóvil, demasiado muerto, salvo sus flores. Tan vivas que sobreviven hasta a su propio color.
—Sí, ellas siempre ahí. Parecen marchitarse, pero al acercarse el final de la estación siempre florecen. No lo distraigo más. No quiero demorar este encuentro. Voy a buscarlo. El está en la pieza de arriba, escuche, ya me está llamando.
Mientras Regina sube la escalera, aún me siento conmovido por haber escuchado la voz de Néstor. Podría decir que con los años se ha mantenido intacta. Esa voz que mantuvo en vilo a toda la familia. Ese pariente lejano, casi desconocido, que vino desde el sur para hacerse un porvenir en la ciudad. Ese destino artístico que eligió y que suscitó en los demás una mezcla de admiración y de rechazo. Fue así como poco a poco su voz trascendió el ámbito familiar hasta llegar a dar las noticias por la cadena nacional. Anónima y personal a la vez. El prestigio que habría de adquirir a partir del acontecimiento de aquella noche desde la cual habían transcurrido casi treinta años, cuando la voz de Néstor interrumpió nuestra intimidad para sacarnos del sopor en que nos había sumido esa muerte.
Temo encontrarme con un Néstor farsesco, envejecido, cubierto con un abrigo de piel, descendiendo operísticamente por la escalera, haciendo gestos ampulosos, impostando la voz, maquillado de manera grosera, defendiendo su piel hasta el último resquicio del frío y de la muerte. Cubriendo su garganta con un pañuelo de seda gitano de modo que al verlo no se pudiese evitar pensar en su garganta tomada por la enfermedad. Imponiendo una senilidad perversa para dominar teatralmente la situación y, como hace años e imitándose a sí mismo, pronunciar aquella frase que le otorgó celebridad.
La voz de Néstor, la que escuchó Agamenón en su sueño anunciarle el destino de Troya. Cuando el caballo de madera todavía era un artificio lejano en la memoria de los hombres. Su voz sentenciosa imponiéndose entre los hombres y los héroes. ¿Con qué parte de ese Néstor me encontraría en el instante en que descendiese al escenario del mundo interponiendo su figura a mis sueños, interrumpiendo bruscamente mi adolescencia perdida? Quizás nunca sabré lo que estuvo primero, si la muerte de esa mujer o la voz de Néstor anunciando su muerte. Sumidos en la perplejidad por un desenlace que se prolongaba demasiado tiempo. Atónitos ante esa crueldad que se ensañaba con ese cuerpo bello y delicado. La voz de Néstor sacándonos del trance que nos produjo aquella muerte para sumirnos quizás en un trance más profundo hasta que la realidad nos arrojó de golpe hacia los restos de aquella mujer. Después fue una ceremonia rutinaria que oíamos durante la cena. Los días se iban sucediendo unos a otros y el recuerdo de aquella muerte se iba reduciendo a un aniversario. Cada vez que oíamos la voz de Néstor se reinstauraba, aunque fuese por un instante, todo el duelo y el fasto de aquel día. Por eso yo esperaba secretamente ese tono fúnebre y épico a la vez que desmentía esas voces familiares entusiasmadas por el fervor de una derrota momentánea. Murmurando a espaldas de Néstor la infamia, el escarnio y el impudor. Tentado ahora de preguntarle cuándo fue la última vez que lo dijo, ignorando si le podría exigir a su memoria la precisión de una fecha.
Néstor se encuentra envejecido. Casi diría con un aire de ligero cansancio, producto de un desvelo reciente. Me parece que sus días han tomado el color de la flor marchita. Su voz, aunque no es la misma, no ha perdido su antiguo esplendor.
—Te he mandado a llamar para contarte una historia. Me enteré por tu madre de tus reproches y tu rencor.
—Me sorprende, Néstor. No sé por qué el reproche y el rencor. Pero debo admitir que siempre estuve interesado en saber la historia de aquella flor oscura.
— ¿Qué flor?
—Esa que usted llevaba en la solapa de su saco y que una noche de Navidad obsequió a mi madre.
—Ya no la recuerdo.
—Tal vez no haya nada que recordar. Quizás para usted sólo fue un acto de galantería. Estaba un poco alegre y decidió entregarle aquella flor.
— ¿Y por qué tanto interés?
—Por la forma en que lo hizo delante de todos, sin importarle los que lo rodeaban. Se miraban a los ojos como si solamente estuviesen ella y usted. Después con los años volví a encontrar esa flor, ya marchita, en un libro de mi madre. Para mí usted era sólo una flor, un baile y una voz que junto con mis hermanos esperábamos volver a escuchar. Usted marcaba una extraña temporalidad, una regularidad perfecta, un orden sólo comparable al orden de una naturaleza divina.
—Y con eso construíste una historia. Parecés proclive a construir historias. Tu madre me escribió contándome que escribiste acerca de aquella otra historia. Fue por eso que te mandé llamar.
—Es verdad. Pero ignoraba que mantuviese una correspondencia con mi madre.
—Escribirnos, mantener una correspondencia, me parecen términos muy presuntuosos que no se ajustan a la realidad. Esporádicamente, alguno de los dos, interrumpe un silencio, digamos, poco saludable. Supongo que tu historia incurrirá en esa misma presuntuosidad.
—Fue poco lo que inventé. En realidad fui fiel al relato familiar.
—Es verdad, escribiste esa versión que yo conté de cómo Eva me descubre. Es verdad que conté que la primera vez que me encontré con ella le dije: "Desde que la vi en aquella película, La pródiga, siempre sueño con su sombrero y su pelo rubio, detrás hay unas montañas o tal vez sólo son sierras". Entonces ella decide mi destino y su suerte con una frase que ahora me parece extremadamente retórica: "Su voz ya es para la causa y creo presentir que forma parte de mi destino". Nada de eso fue cierto. Lo sucedido fue producto del azar. Yo no la conocía, no la había visto nunca.
— ¿Por eso me mandó llamar?
—Sí, para que escucharas la verdadera historia. Tal vez para que escribieras otra o para aliviar mi conciencia.
— ¿Cuándo inventó esa historia?
Inventé la historia después de su muerte y con los años le fui agregando detalles. Yo sólo la vi cuando ya estaba muerta. En el cajón. Donde mi voz no podía alcanzarla. Fue por eso que musité un murmullo que era una oración. La primera vez que hablé para que no me escucharan, o quizás sólo hablé para ella, no fue un rezo, no fue una oración fúnebre, fue un sueño. A ese cuerpo de cera muerta me atreví a contarle un sueño. Pensé que la muerte no la profanaría, porque a ese cuerpo no lo alcanzaban las profanaciones, aunque la trasladasen como una muñeca por todo el mundo. Ella se acerca caminando. Nos separa un río. Ella está en la otra orilla. Es un río cenagoso y estrecho de tal manera que un bote que está atravesado horizontalmente ocupa todo lo ancho del río. A los costados hay malezas y piedras. Me llama desde el otro extremo del río. En ese momento me doy cuenta de que estoy desnudo; avergonzado, corro a ocultarme detrás de los arbustos. Mi única preocupación es recordar dónde he dejado la ropa. Miro hacia un extremo del río y me doy cuenta de que éste comienza a crecer. Es época de inundaciones. Ella está con un vestido floreado. Tiene estampadas todas las flores del mundo. Al menos las que le gustan. Magnolias, jazmines y violetas, y en ella estaban todos los perfumes del mundo. En un momento deja de llamarme, se da vuelta y se marcha. La veo alejarse sin poder hablar. Los remos del bote yacen abandonados en una de las orillas como manos inútiles. Igualmente, en ese río no hubiese podido remar. Tampoco nadar. Leo el nombre del bote, o puedo descifrar lo que está escrito. Recuerdo que era un paisaje gótico. Un yermo borrascoso. Sólo que del otro lado del río. Como si en todo el sueño hubiésemos estado en paisajes diferentes. El río se ha vuelto navegable y el bote está aguardándome. Los remos se hunden con dificultad en ese río pantanoso y palúdico, hasta que una nube de mosquitos me envuelve con un sonido de aguijones. Me despierto.
—Pero ¿por qué? No puedo entender por qué.
— ¿Por qué habrías de entender en un instante algo que a mí me llevó muchos años? Si fuese así, creerías en las revelaciones. También yo, a mi manera, escribí una historia. Montones de hojas que fui rompiendo a medida que me daba cuenta de que no encontraba la razón principal. Me llevó tiempo esbozar una explicación consistente, no por falta de meditación, sino tal vez por haberme excedido en ella. Primero podría decir que no fue por motivos políticos que inventé esa historia. En ese momento debía ser una de las pocas excepciones que un puesto de esa naturaleza no estuviese ocupado por una persona con fe partidaria. Quizá mi carácter siempre ha sido muy afable. Tal vez el tono de mi voz. Nunca desconocí que tenía un efecto cautivante, podría decir que su encanto residía en ese tono neutro, desapasionado, eso fue quizá lo que me salvó.
—La voz justa para anunciar un hecho de esa naturaleza.
—Sí, algo de eso pensé. Pero para mí no fue una oración. Tampoco fue algo que estuviese exento de emoción. Podría decir que sólo fue un comunicado.
—Sí, pero el peso de la historia... Los acontecimientos que sobrevendrían después de su muerte.
—Nada de eso tuvo importancia para mí. Es verdad que de todo lo que fue pasando nada tuvo que ver con el momento exacto en que pronuncié aquellas palabras. La pesadilla comenzó después. Con el correr de los días, de los años. Creo que fue hace poco, cerca de la muerte, cuando descubrí la razón de esa pesadilla. No era un secreto porque no se trataba de nada oculto, no significaba para mí un instrumento de poder. Tampoco es una confesión. Aquello que se entiende estrictamente como una confesión. No espero, ni quiero, absolución alguna. Primero lo adjudiqué a una lógica supersticiosa, lógica a la que soy proclive, y a partir de esa perversa causalidad quiero explicar el mundo. Yo odiaba lo que esa mujer representaba. Ni siquiera por razones políticas; podría decir, sin riesgo a equivocarme, por cuestiones estéticas. Una aversión exagerada, demasiado apasionada, seguramente producto no de mi juventud sino de mis lecturas.
—Pero ¿y su sueño?
—Es obvio que en el sueño ella aparece como una heroína de Cumbres borrascosas. Al menos ése es su paisaje. Bueno, quizá nunca dejó de serlo. Pero esto último me parece una frivolidad que hoy no puedo decir sin que me pese. No creo en el pecado sino en las consecuencias del pecar.
—En todo caso tenía a la Iglesia de su lado. Hubiese encontrado un viático espiritual en cualquier confesionario.
—Tal vez la historia me llevó a eso. Cuando digo la historia, quiero decir que no fue el arrepentimiento. No se trata de una cuestión estrictamente filosófica. Quiero decir que fueron dos momentos diferentes. En el primero, la frivolidad me empujaba a rechazar ese estilo para mí degradante; en el segundo, la ética se impone a la frivolidad. Simplemente, quizá no por la belleza de mi voz, sino por los rigores del cuerpo. Cuando se ha vivido en medio de vacilaciones tan profundas, la vejez se vuelve cruel, deja sentir todo su peso. Sería preferible incluso que uno hubiese sido un idiota todo el tiempo. Pero esa vacilación a la larga inclina la balanza hacia uno de los extremos.
—Pero esa desaparición, ese retiro voluntario.
—Bueno, no únicamente por eso, ni tampoco absolutamente voluntario. A veces la historia ayuda a justificar una causa personal. Después de la caída todo tomó un giro inverso, hubo persecuciones. Mucha gente tuvo que dejar de actuar. Un cambio de política nos enfrentaba con nuestras posiciones. La política cambia una vida. El mundo tomaba un giro diferente al que hasta entonces había tenido. Sin embargo, la gente seguía conservando cierto espíritu, no se quebraba fácilmente. Quizá para mí eso tuvo el carácter de una revelación. Quizá sea un pensamiento un poco místico para disimular mi cobardía o tal vez la admiración que me despertaba el hecho de que hubiese cierta fortaleza de espíritu.
—Le quedaba su voz.
—Sí, mi voz hubiese podido salvarme nuevamente. Yo no estaba comprometido y tenía amistades entre los que habían triunfado. Sí, fue una cuestión ética la que me impidió seguir. No sabría decirlo. Ahora, sería otorgar a una decisión el peso que quizás en ese momento no tuvo. Siempre es difícil reflexionar sobre los actos del pasado desde un presente en que los años van modificando la razón de una decisión. Uno se siente más inclinado a otorgarle una razón determinada. Quiero decir que, a veces, se obra de acuerdo a la imagen que uno se ha hecho de sí mismo. Quiero decir que ya no recuerdo, que quizás hubo un poco de azar, que nada fue tan calculado, tan definitivo, sino algo que se fue sedimentando con los años. A veces pienso que sólo se trata de un juego perverso con mi propio pasado. Sabes que estamos cerca de la isla de los experimentos atómicos. Unas paredes cósmicas y lunares. Un sueño de grandeza. No puede haber un sueño de grandeza que no se acompañe de un paisaje majestuoso. La curiosidad y el tedio hacen que los turistas viajen hasta ella. Para mí es un viaje muy particular. Esas paredes heladas permiten una acústica casi perfecta. Estar en ese lugar me produce una sensación muy particular, incluso cierto temor. Siempre traté de explicar nuestro pasado desde un desierto seco, caluroso. Sin arquitectura, sin plantas y sin rocas. En el sur estaba la nieve, ella me trajo hasta aquí. Regina me acompaña. Me espera en el hotel. No puedo explicarle lo que siento. Porque la senilidad no me impide todavía no darme cuenta de que la voz no es la misma. Tampoco he perdido la razón para ignorar lo que hago. Al contrario, en ese momento me invade una lucidez absoluta.
— Pero, ¿qué busca?
—No busco nada, ni siquiera un eco. Sólo voy a repetir esa frase. Las veinte y veinticinco, hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad. No diría que la repito para mí mismo, sino para ese paisaje, para esa inmensidad que se abre ante mis ojos. Dicen las malas lenguas que ya me han oído y que hasta hay algunos que esperan mi viaje para poder espiarme. Para mí, no cambia nada, estoy absolutamente solo. Yo y el mundo en una extraña comunión.
—Eligió un lugar que es un símbolo. Tiene que ver con el pasado.
—Ningún símbolo, para mí sólo se trata de la acústica, las paredes heladas. Durante el viaje voy recordando cada detalle. Voy reviviendo las sensaciones que acompañaron a aquel hecho definitivo. Bueno, esto no puede resultarte extraño porque recordaste el perfume de aquella flor. Quizás en medio de esas paredes hay como un frío que llega hasta el alma. Una tumba de hielo donde podría, conservar mi voz. Para ir hasta la isla tardo un día. Primero tomo un tren. El resto del camino lo hago en automóvil hasta llegar al lago donde tomo una lancha.
A veces el agua del lago está helada y no se puede navegar. Entonces alquilo una pieza en un hotelito alemán y me quedo unos días hasta que el lago se vuelve navegable. Me gusta encontrarme en medio de esa colonia alemana. Los oigo hablar e ignoro lo que dicen. Es raro escuchar a alguien e ignorar lo que dice. Uno los mira desesperadamente a la cara tratando de adivinar qué es lo que están diciendo. Con el hombre que conduce la lancha solemos tener largas conversaciones acerca de la isla. El estuvo en la época de los experimentos y de la construcción mayor. Recuerda haber visto nubes púrpuras iluminando el cielo. Recuerda diez mil pescados muertos flotando en la superficie del lago. Casi se podía caminar sobre ellos. Le pregunto acerca de la geografía de la isla, sus animales, las piezas de las especies que se extinguen, el nombre de los árboles y las plantas. Mi intención es escribir un libro haciendo un relevamiento topográfico. Un libro donde lo científico forme parte de la memoria. Suelo quedarme algunos días en la isla. Me la paso tomando notas. Por la mañana me gusta leer las notas del día anterior, después camino hasta el lago. Muchos años busqué en el agua la clave de aquel acto por el que decidí abandonar mi profesión. No me resultó fácil. Tenía éxito, cierto dinero, un lugar social. Tampoco fue algo repentino. Fue una serie de pequeños sucesos que se fueron acumulando hasta llevarme a aquella decisión. No es que no intenté seguir. Pero no podía hablar. Olvidaba las letras. Todo me resultaba banal. Nada podía tener el peso de aquello que había dicho. Ni la misma solemnidad, ni la misma emoción. Los primeros días oía mi propia voz y me estremecía. Prefería oírla entre desconocidos. Entrar en un bar, en un lugar en que a esa hora inevitable se iba a oír mi voz. Ellos no me conocían. Yo estudiaba cada una de sus facciones. Desagrado, hastío, ternura. Algunos hasta apagaban la radio. Yo me volvía cada vez más anónimo. Viajé por la provincia de Buenos Aires. Ya era distinto, la voz tenía el mismo peso de la naturaleza. Casi venía del cielo. Si no la hubiese reconocido, hubiera dicho que era celestial. Era una ceremonia densa, parsimoniosa, como se hacen las cosas en el campo, con esa perplejidad donde a la vez parece que se dispusiera de todo el tiempo del mundo y por otra parte se tuviera conciencia exacta del tiempo. Cada minuto es ése y no otro. Eso fue quizá lo que me llevó a alejarme de allí. Mi voz era cada vez más pública y yo resultaba cada vez más anónimo. Me producía cierta extrañeza, yo no perseguía el éxito, era que esa voz ya no me pertenecía. Tampoco se trataba de la inmortalidad. Ella sí había entrado en la inmortalidad y mi voz se disolvía lentamente. No me asustaba el anonimato, es más, lo prefería. Lo que me hizo retirar lo descubrí muchos años después de que conté aquella historia. Yo estaba frente a las aguas del lago mientras veía cómo el hielo comenzaba a resquebrajarse. Mientras esperaba la lancha que me llevaba hasta la isla, me di cuenta de que en esa frase que yo le había adjudicado a Eva había algo de verdad, sólo que al revés, era mi destino el que ya nunca más habría de separarse del de ella. Mi voz habría de quedar para siempre ligada a aquellas palabras. Era como si llevase la inmortalidad en la voz pero estando vivo. Si hubiese sido actor, o tal vez cantor, habría podido decir otras letras, otros parlamentos. Esa frase la llevaba conmigo. Era como arrancarse un animal de adentro. La espina en la carne. Y ese día cuando arrojé una piedra y el hielo se resquebrajó, me di cuenta de que por más que la piedra rasgase la cortina helada la superficie pertenecía a otra más vasta y así sucesivamente desde la más ínfima laguna hasta el océano. Así era la relación de mi voz con esa frase: una piedra arrojada en un lago infinito.
Presiento que es el final de nuestra conversación. Néstor se dirige hacia un almanaque que está colgado en la pared y busca una fecha marcada con un círculo rojo. Como si se hubiese olvidado de mí, enciende la radio. Se oye música. Mueve la perilla de manera vertiginosa. Intuyo lo previsible, ahora busca su voz en el éter. Sin embargo me equivoco, oye el informe meteorológico. Probablemente espera que haya buen tiempo para viajar hasta la isla.
Fuente: Gusmán, Luis (1990): Lo más oscuro del río, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 108.
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