miércoles, mayo 04, 2011

Pegando la vuelta (Elvio E. Gandolfo)


Ciriaco Yu se inclinó un poco sobre la tabla. El Paraná estaba demasiado picado, pero las olas venían bien, grandes, poderosas. Se encaramó en el lomo de una y un leve movimiento de la cintura y las piernas le permitió bajar por la concavidad del agua. Ahora movió todo el cuerpo, en medio del fragor ensordecedor del agua, y el eje de la tabla cambió en un ángulo recto. La ola iba rompiendo como si viniera frontal desde la isla misma de enfrente. Le salió perfecto: en cuatro segundos estaba adentro en vez de encima de la ola. Era como un tubo transparente, medio azul, con el agua que iba cerrándolo a unos cinco metros a sus espaldas, y él manteniendo la distancia mínima para que no lo tumbara en un estruendo de agua, tabla y huesos rotos. No pudo evitarlo: soltó una carcajada silenciosa, ahogada por el ruido de la espuma al romper. Mantuvo el equilibro a la perfección, y en un momento dado se agachó sobre la tabla, cambió el centro de gravedad y se fue apartando a gran velocidad del oleaje, en una línea transversal que lo iba acercando a la costa.
Llegó mucho antes de que rompiera aquella gran ola, tal vez la más violenta del día, calculó. Dejó que la tabla resbalara sobre la arena, bajó con un pequeño salto y la alzó. Ni se dio cuenta cuando el agua estalló detrás de él. Tenía ahora 24 años, y hacía 14 que se dedicaba a surfear frente a lo que en otros tiempos había sido la Estación Fluvial, ahora enterrada bajo toneladas de arena. Se fue cruzando con otros amigos del palo, con sus propias tablas, que le hacían el saludo de rigor: el índice y el pulgar extendidos, y los otros tres dedos doblados, sacudidos tres veces. Y siempre una sonrisa, a la vez franca y mecánica.
Cruzó sereno el Parque del Monumento. De toda esa zona lo que había quedado era la parte superior del viejísimo Monumento a la Bandera, que había pasado de forma fálica cuadrada a apenas un tocón bajo de cemento. Lo contorneó con paso rápido. Llegó al depósito de tablas y se la entregó a Funes Stompanato, que le dio la ficha para retirarla a cambio. Saludó con la mano a Isabel McCain, que siempre estaba como un fierro en la barra del boliche cercano. Fue trepando el declive suave de la antigua barranca, y ahora sí se dio vuelta. El sol estaba a pleno e iluminaba con nitidez las olas gigantescas, arrancándoles reflejos a contraluz. El espectáculo siempre lo llenaba de vigor, de ganas.
Muchas veces hablaba con su abuela, Mangaruyá Thompson, de aquellos tiempos en que la ciudad tenía un centro.
—¿Un centro cómo? —preguntaba.
Después dejaba que la abuela se perdiera en largas frases encantadas que describían calles de puro cemento, algo llamado "vidrieras", extraños recinto "bares" donde uno tomaba ¿“líquidos”? y comía ¿"sándwiches"?. La abuela le había explicado esta última palabra, pero nunca pudo entender qué eran.
Hacía treinta años había llegado todo junto: las catástrofes climáticas habían alcanzado tal nivel de brusquedad y violencia que las islas de Inglaterra e Irlanda habían desaparecido bajo las aguas de un día para el otro. Las represas gigantes de África, Brasil, Rusia y Estados Unidos habían reventado como cáscaras de huevo. El sistema eléctrico había quedado paralizado, en principio hasta nuevo aviso, después para siempre. Las bajas habían sido incontables, el tiempo empezó a ser medido de otra manera.
Por suerte todo había pasado seis años antes de que él naciera. Le resultaba imposible imaginar un mundo donde el oleaje tremendo del Paraná no rompiera contra la costa con fuerza salvaje, donde no hubiera una comunicación inmediata con el Atlántico, donde el antiguo Uruguay siguiera con su pequeña superficie.
A él que no le vinieran con historias sobre la época de "las computadoras", con nostalgia de los "celulares", con elegías sobre la época en que Buenos Aires todavía había sobrevivido a inundaciones enormes pero al fin y al cabo locales ("sudestadas", las llamaba la abuela Mangaruyá Thompson) antes de que la combinación del terremoto submarino y el tsunami consiguiente convergieran como dos azotes implacables, destruyéndola.
Llamó a Teresa Camus. La flaca tenía la voz cero kilómetro: antes de que se lo dijera, supo que ella también se había llevado la tabla al río-mar y había cabalgado un buen rato las olas.
—¿Hoy de noche salís? —preguntó con la voz nítida, riente.
Le dijo que sí.
—¿Adonde vas? ¿Bailás?
—Le dijo que no. Que iba a la Florida Garden, a ver salir la luna.
Mientras los dos hablaban, los habitaba siempre la seguridad de ser los Nuevos, los nacidos después de los desastres. Los que podían no trabajar en nada, preparándolos para la Nueva, aquella época que nadie sabía como sería. Los Adultos, los que pasaban de 50, vivían aplastados por la culpa, trabajando porque sí (con la energía del hidrógeno ya no hacía mucha falta), de puro curdas. Había excepciones, pero casi todos volvían un poco quebrados a la casa, se quedaban sentados sin hacer nada, extrañando los "televisores". Algunos eran bocones, y hablaban con ira de "estos tiempos de mierda". Los que tenían más de 90, en cambio, como la abuela Mangaruyá Thompson, no la pasaban mal, no odiaban aquel presente de bisnietos y bisnietas surfistas, maratonistas, contempladores. Y cuando hablaban de "aquellos años" no lo hacían con la nostalgia del lejano pasado, de aquel mundo "antes del Sacudón" como si se tratara de un paraíso, sino como quien rescataba de aquel entonces lo que tenía que ver con este presente.
Por su parte ellos no se aburrían nunca. Es más: a Ciriaco Yu le encantaba hacer rodar sobre la lengua el nombre-doble (según dictaba la Ley Nacional/Extranjero) de Teresa Camus. Un par de veces, mientras el agua de la ola quedaba domada por su arte de la tabla, sabiendo que el ruido del agua tapaba todo, no aguantaba el impulso, y cantaba a voz en cuello el nombre de Teresa Camus, alargando o acortando las sílabas, terminando en un grito que la abuela llamaba "zapucay" en el preciso momento en que se dejaba ir en diagonal para abandonar la masa de agua acelerada y acercarse a la costa.
Con Teresa Camus quedaron en encontrarse después de las diez, para ir a la costa.
Su hermano menor, Osvaldo Suleimán, lo acompañó lejos en las motitos, para elegir una tabla. Después del Sacudón, o el Vuelco, muchas plantas habían cambiado por completo. Una de ellas tenía una madera exacta, muy maleable y bien ancha, ideal para una tabla.
En el tiempo de Antes el hermano se habría llamado Osvaldo Yu. Pero los registros exigían siempre un nombre y un apellido distintos. Flaco, bien tostado, Osvaldo Suleimán usó el método normal: le pegó al árbol fuerte con los nudillos, en distintas partes. De pronto los dos sonrieron: la madera había sonado casi a cristal. No necesitaron hablar para saber: "Ésta, ésta es".
En las motitos llevaban las herramientas necesarias y se pusieron a trabajar en seguida. Al atardecer tenían la tabla en bruto ya preparada. Ciriaco Yu sacó una liviana estructura de metal y lona, con ruedas anchas, cargó la tabla encima, y la enganchó a su motito, para que lo siguiera. Bastaba con ir más despacio, para que no perdiera estabilidad. Después patearon el arranque de las motitos y pegaron la vuelta, para volver a la ciudad. Osvaldo Suleimán silbaba fuerte, satisfecho y enérgico. Atrás iba Ciriaco Yu, callado, sonriendo apenas, sabiendo lo que iba a hacer en las semanas siguientes: enseñarle todos los trucos de la tabla sobre las olas a su hermano menor.
Cuando llegaron a casa, la abuela Mangaruyá Thompson estaba hablando con Antonio Tupelé, su nieto, el padre de los dos. Bajaron de las motitos y le hicieron una pequeña reverencia de saludo. Después se metieron en el taller, prendieron la luz y se pusieron a trabajar en la tabla. A las diez Ciriaco Yu le dijo a Nicolás Suleimán que la seguían al día siguiente. Tenía que salir con Teresa Camus. Nicolás Suleimán le hizo un par de chistes pesados, apagaron la luz y se metieron en la casa. La abuela Mangaruyá Thompson se había acostado. El padre, Antonio Tupelé, estaba sentado en la cocina, con los brazos apoyados en el sillón, callado y mirando el aire. Lo rodearon sin hacer ruido, para no sacarlo del Trance. El Viejo era de los buenos, de los excepcionales: nunca se aburría.
Mientras bajaba a la Florida Garden en la oscuridad, reconoció al pasar la silueta alta de Carlos Paävo.
—Uno con la ola —dijo, sin levantar la voz.
Carlos Paävo alzó el brazo con el vaso de cerveza.
—Dos en el rebaje —dijo, y los dos hicieron al unísono los tres sonidos huecos con la mejilla.
Se sentía tan bien que aceleró el paso. Vio a Teresa Camus desde lejos, delgada, con el pelo largo un poco sacudido por el viento.
—Amiga en la tabla —la saludó.
—Tabla en la tempestad —le contestó ella.
Bajaron lo que quedaba de la loma con pasos ágiles y rápidos. No había mucha gente en la costa. A esa hora el río-mar estaba calmado: era el momento de la marea baja, y podía verse a lo lejos, enfrente, el perfil de la isla, que en otros días quedaba bajo las aguas.
Ciriaco Yu se sentó sobre un tocón de árbol, con Teresa Camus al lado. Dejaron escapar el aire, aspiraron con la boca cerrada, lo dejaron escapar de nuevo.
—China —dijo ella.
—Rusia —dijo Ciriaco Yu.
—Montenegro.
—Estados Unidos.
—Finlandia.
—Sudán.
—Canadá.
—Honduras.
Entre nombre y nombre, aspiraban aire por la nariz, con la boca cerrada, y lo dejaban escapar por la boca entreabierta, que de inmediato decía otro nombre. Al poco rato, la voz de los dos fue bajando, desapareciendo. La mano de Teresa Camus se apoyó sobre la mano fuerte de Ciriaco Yu. Los dos miraron ahora fijamente el agua cada vez más plateada sobre la que se iba elevando la luna.
—Mayo —dijo Teresa Camus.
—Mayo —contestó Ciriaco Yu.

Fuente: AA. VV. (2011): El futuro siempre estuvo aquí, Buenos Aires, CONABIP, pp.25-32.

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