ARAM KUGIUNGIAN
Innumerables han sido los creyentes en la transmigración de las almas; entre ellos, no son pocos los que han demostrado ser capaces de recordar sus encarnaciones anteriores, o, al menos, algunas de ellas. Pero sólo hay uno que sostenga no sólo que ha vivido, sino que vive en ese momento en muchos cuerpos. Previsiblemente, la mayor parte de estos cuerpos pertenecían a personas conocidas, con frecuencia conocidísimas; cosa que le hizo especialmente famoso en los restringidos círculos esotéricos canadienses.
Se llamaba Aram Kugiungian; siendo niño, había escapado de la Armenia turca en compañía de su padre, el cual debía unirse a un hermano más bien acomodado en la Rioja, Argentina, pero que por un fortuito encadenamiento de circunstancias había ido a dar, en cambio, con un tío pobrísimo, prácticamente un vagabundo, en los alrededores de Toronto. El tío les había montado encima de un carro de verduras que se dirigía a la ciudad, y, una vez llegado a la ciudad, el padre de Aram había comenzado inmediatamente a hacer de zapatero remendón, lo mismo que en Erzerum.
En aquellas regiones, los zapatos eran tan diferentes del modelo turco, que casi la única cosa del oficio primitivo que le calificaba para ejercerlo también allí era la costumbre de estar sentado delante de un zapato. El señor Kugiungian tenía una idea limitada de las reales dimensiones de América, pero no tardó en cansarse de preguntar qué tren debía tomar para llegar a la Rioja. Ambos aprendieron un simulacro de inglés. Aram quedó desconcertado ante el hecho de que la gente pudiera creerle, al mismo tiempo, hebreo, turco y cristiano. Este estupor, de agnóstico que era en un principio, le llevó hacia la teosofía. La pluralidad que los demás le atribuían echó en él unas raíces que un día germinaron en ramas inesperadas. Mientras tanto, frecuentaba el círculo «La Rueda del Karma» («The Karma Wheel») de Toronto.
En la acera de una calle miserable que descendía hacia el lago Ontario, una tarde de abril de 1949, Aram Kugiungian se dio cuenta por primera vez de que era también otra persona, de que era muchas personas. Entonces tenía veintitrés años, aún no había terminado de aprender el inglés y las chicas ya pretendían que hablase el francés: no cabía duda de que América era un continente adecuado para ser diferentes personas al mismo tiempo.
Su padre sólo conseguía ser su padre, entregado a acumular pequeñas cantidades de dinero en el interior de un viejo fonógrafo de manivela que guardaba bajo la almohada cuando dormía; el tío de su padre, en cambio, había elegido no ser nadie, más exactamente no era nadie, hasta el punto de que en los últimos diez años no se había dejado ver.
En cuanto a él, Aram Kugiungian, la rueda de su karma había comenzado a girar, al parecer sin freno, tal vez para llegar antes al término fijado; el hecho es que aproximadamente cada dos meses Aram nacía de nuevo, sin dejar de seguir viviendo en los otros cuerpos. Es obvio que la aritmética no sirve para los espíritus, un espíritu dividido por mil da siempre mil espíritus enteros, de la misma manera que el Aliento del Creador dividido por tres mil millones da tres mil millones de Alientos del Creador. Aram sabía que era el muchacho armenio a que nos hemos referido: quiso saber quién era además.
Pidió consejo a sus amigos del Karma Club. Aclaró que no se trataba de un caso de doble o múltiple personalidad; él no sabía nada de sus otros yo; sólo que a veces, viendo un nombre o una fotografía en un periódico o en un anuncio publicitario, tenía la clara sensación de ser también aquel otro, quienquiera que fuese. La cosa ya le había sucedido de pasada con una joven actriz, tal vez inglesa, llamada Elizabeth Taylor; con un arzobispo católico de Nueva York de visita en Quebec, con Chang-Kai- Shek, que debía ser un chino. No sabía si ponerse en contacto, aunque sólo fuera epistolar, con aquellas personas, y explicarles que eran otras tantas de sus reencarnaciones.
Los amigos estaban bien dispuestos a comprender un caso tal, aunque fuese el primero producido en Toronto. Le escuchaban con interés, con asombro, con el respeto que inspira lo sobrenatural cuando escapa de la habitual rutina de lo sobrenatural cotidiano. Le dijeron que si uno se escribe una carta a sí mismo, corre el peligro de quedarse sin respuesta; le aconsejaron, en cambio, que leyera con más frecuencia los periódicos para ver si descubría su propia identidad en otras personas, y hacer una lista de ellas, que publicarían en el boletín mensual del Club.
El boletín se llamaba igual que el círculo, «La Rueda del Karma»; en el número de octubre de 1949 apareció una nota entusiasta de un tal Alan H. Seaborn sobre la singular velocidad de rotación del espíritu de Kugiungian. La lista de sus anteriores encarnaciones —las siguientes le resultaban poco conocidas, se trataba, evidentemente, de chicos y chicas demasiado jóvenes todavía para la fama— incluía, además de las personas citadas anteriormente: Louis de Broglie, Mossadek, Alfred Krupp, Anna Eleonor Roosevelt, Olivier Eugéne Prosper, Charles Messiaen, Chaim Weizmann, Lucky Luciano, Ninon Vallin, Stafford Cripps, la madre de Eva Perón, Wladimir D'Ormesson, Lin Piao, Arturo Toscanini, Tyrone Power, Es-Saied Mohammed Idris, Coco Chanel, Vyacheslav Mijailevich Molotov, Ali Khan, Anatole Litvak, Pedro de Yugoslavia, John George Haigh, Yehudi Menuhin, Ellinor Wedel (Miss Dinamarca), Joe Louis y muchísimas otras personas hoy olvidadas (el vampiro John George Haigh había sido mientras tanto ahorcado en Inglaterra).
Los compañeros del Club le preguntaron muchas veces qué sentía al ser tantas personas al mismo tiempo; Kugiungian siempre respondió que no sentía nada excepcional, incluso que no sentía nada en absoluto, a lo más un vaga sensación de no estar solo en el mundo. En realidad, su multiplicidad corporal venía a refutar por primera vez in corpore vili la tesis llamada solipsista; pero Kugiungian creía que Berkeley no era más que un campo de cricket en los alrededores de Hamilton y el solipsismo una forma de vicio refinado. Algunos objetaban que no dejaba de ser extraño que todas sus reencarnaciones simultáneas fueran personas de relieve, pero Kugiungian respondía sensatamente que era muy probable que sus epifanías fueran frecuentísimas por lo que, al no tener ningún medio para indagar las poco conocidas, debía limitarse a las más vistosas.
Ante lo cual, un joven steineriano adelantó la hipótesis de que tal vez Aram Kugiungian fuese todas las personas del mundo, que en aquella época ya eran bastante numerosas. La idea era seductora, un espíritu sin freno puede realizar un elevado número de revoluciones por segundo, y Kugiungian se sintió muy halagado; pero en este punto tenía que enfrentarse con la decidida oposición de los restantes socios del círculo, casi todos ellos obstinadamente reacios a considerarse tanto una reencarnación como una preencarnación del armenio. Sólo una joven dama acogió favorablemente la propuesta; cosa que fue considerada por todos como lo que sin duda era, una torpe tentativa de iniciar un flirt, con la excusa del espíritu común.
Sin embargo, Kugiungian siguió reconociéndose en las fotografías de los diarios, y más adelante también en la televisión. Por unas declaraciones que concedió al «Journal of Theosophy» de Winnipeg, podemos deducir que diez años después, o sea en 1960, aparte de las personas antes citadas se había convertido asimismo en A. J. Ayer, Dominguín, Mehdi Ben Barka, Adolf Eichmann, la princesa Margarita, Cari Orff, Raoul-Albin-Louis Salan, Sir Julian Huxley, el Dalai Lama, Aram Kachaturian, Caryl Chessman, Fidel Castro, Max Born y Sygman Rhee.
Ahora vive en Winnipeg, en Manitoba, y pese a haberse multiplicado enormemente en los últimos años, nunca ha querido encontrar a ninguna persona de sus reencarnaciones; muchas de ellas no hablan inglés, otras están, por lo que parece, muy ocupadas, y a decir verdad no sabrían qué decirse.
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