lunes, junio 13, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (VI)

THEODOR GHEORGHESCU

Desaconsejables lecturas y un exceso de fe indujeron al pastor evangélico Gheorghescu a conservar en sal una insólita cantidad de negros de todas las edades: se calcula que en los amplios y profundos estanques de su fazenda O Paraíso, colindante con la salina abandonada de Ambao en los alrededores de Belem, estado de Para, se han descubierto 227 cadáveres en diverso estado de putrefacción, pero todos ellos orientados en la dirección (presunta) de Jerusalén, en Palestina, cada uno de ellos llevando entre los dientes un arenque, al igual que el difunto, salado.
El motivo de que para sus experimentos de conservación el pastor rumano haya elegido una zona cerca del Ecuador, donde es mucho más difícil conservar los cadáveres, está pronto dicho: porque Belem es el nombre portugués de Belén, ciudad en la que se supone que nació el Salvador, y porque Gheorghescu ignoraba que los huéspedes de sus estanques fueran cadáveres, ya que cuando les había metido allí estaban vivos. Sólo les creía bautizados, como quería indicar el pez en la boca, símbolo de Cristo; bautizados en el momento de la inmersión y amorosamente conservados en vida latente.
Parece, en efecto, que el pastor jamás tuvo la menor duda acerca de la bondad de su acción, modesta y personal contribución a la general limpieza y decoro del Juicio Universal: sus negros, razonaba Theodor Gheorghescu, llegarían al menos a la presencia de Dios en buen estado; ni momias ni esqueletos ni carne en conserva ni cuerpos incinerados y laboriosamente recompuestos, sino hombres enteros, o niños, o matronas sin defecto, todavía vivos a todos efectos podría decirse. Como santo Tomás, Gheorghescu se había preguntado cuál sería el fin, en el momento del Juicio, de aquellos cuerpos humanos que habían sido comidos por otros hombres, y se habían asimilado al segundo cuerpo, y después ese segundo cuerpo, había sido comido, a su vez, por otro, y así sucesivamente; e intentaba imaginarse con amargura el intrincado destino final de ciertas tribus poco conocidas del interior cuyas costumbres son legendarias.
Sus protegidos eran, en cambio, todos negros: en sus estanques no había ni un solo indio, para evitar confusiones en el caso de que las leyendas tuvieran algo de verdadero. Tampoco blancos, ni mulatos, porque el pastor creía humildemente, como le había sido enseñado en el curso de misionero por correspondencia, que la negra era la raza superior. Trasladado en su prístina ignorancia europea de Constanza, en el Mar Negro, a Buenos Aires, había comprobado con estupor que la metrópolis austral, por enorme que fuera, e incluso infinita, no contenía negros, ni salvajes ni nada susceptible de ser convertido; más bien era él, rumano y pobre, quien corría el peligro de instrucción y conversión: desde el Albergue de los Inmigrantes le habían enviado a una Escuela Elementarísima para Inmigrantes, dirigida por un pastor mormón.
Disgustado, Gheorghescu no había tardado en trasladarse a Montevideo, ciudad menos importante pero casi igualmente inconvertible, al estar habitada, como la anterior, por gente hostil a cualquier religión, todos ellos funcionarios del Estado. Allí había oído hablar por primera vez de Para, que ahora se llamaba Belem, cuna por consiguiente de Nuestro Señor además de gente de todo color, del rojo al verde y al negro. Habían transcurrido veinte años: el pastor poseía ahora una iglesia, consagrada como él al Testimonio de Jehová, una gran empresa de import-export, un hipódromo, que jamás visitaba, y doscientas hectáreas de tierra roja, buena solamente para hacer ladrillos, junto a la salina. En su Biblia en español había escrito: «Y me verás, Señor, conducir la más perfecta de tus tropas, y será negra como Tú.»
Gheorghescu elegía sus candidatos para el Ultimo Espectáculo entre los parados que mataban el tiempo en los bancos del puerto, se los llevaba a Ambao en su Chevrolet amarillo naranja, les hacía apearse junto a los estanques de cemento, les daba a cada uno un martillazo en la cabeza, luego los bautizaba con agua salada, les ponía un arenque, les situaba junto a los otros encima de una delgada capa de sal, y finalmente los cubría con más sal. Con la humedad del aire, la sal no tardaba en convertirse en salmuera. El 23 de agosto de 1937, uno de sus criados, despedido por un hurto de arenques, le denunció a la policía brasileña. De este modo se supo que en uno de los estanques el pastor tenía también en conserva más de cuarenta bovinos, por muy controvertida que esté su coparticipación en la Resurrección de la Carne.

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