En el clima frívolamente cristiano de retorno al paganismo que acompañó en toda Europa las conocidas vicisitudes políticas y sociales de la Revolución Francesa, Aurelianus Götze recogió la todavía vaga hipótesis, ya propuesta por el joven Kant en su Historia natural universal y teoría de los cielos, del nacimiento del sistema solar como resultado de la condensación de una nebulosa originaria girando en torno a la estrella madre; sólo que en la versión neoclásica de Götze los objetos condensados no eran exactamente los que hoy entendemos por planetas sino los propios númenes titulares de cada una de las sedes.
Esta sutil herejía científica, expuesta por el inspirado e inmediatamente olvidado tratado Der Sichtbar Olymp oder Himmel Aufgeklärt, impreso en Leipzig en el auroral 1799, sólo merece una alusión de pasada; al igual que aquellas cajas cuyo contenido es ligeramente monstruoso, no excluye la curiosidad, pero exige que, apenas entrevisto el contenido, la tapa regrese inmediatamente a su lugar, para evitar cualquier posterior difusión. Eran los años de los incroyables: permítaseme incluir entre esos increíbles a Götze y su tratado.
Inventado por Immanuel Kant en 1755, el vocablo nebulosa era demasiado sugestivo como para que alguien no lo recordase; y era, además, lo suficiente nebuloso como para admitir cualquier significado. Según Götze, la nebulosa originaria estaba enteramente constituida por voluntad de Júpiter (Zeus' Wille); voluntad teleológica que, sin embargo, no excluye el capricho, a partir del momento en que, en lugar de crear el universo, hubiera podido crear cualquier otra cosa (obviamente también en Leipzig, en coincidencia con el paso del siglo de las luces al siglo del humo, el freno teológico se había, como mínimo, aflojado). El más relevante, para nosotros, de esos caprichos se produce precisamente cuando la voluntad de Júpiter comienza a girar, se condensa, se convierte en el Sol, Mercurio, etcétera, hasta que entre los objetos del etcétera encontramos al propio Júpiter, concreta y convenientemente resumido en el más grande y majestuoso de los planetas.
Aquí, para ser justos con el autor, debiéramos citar sus propias palabras, porque el concepto conductor es mucho más impreciso y metafísico de cuanto puedan expresar las nuestras; sin embargo, Götze es escritor prolijo, verboso y errático, y ninguna cita suya sobre un determinado tema, por muy ínfimo que sea, puede caber en pocas páginas sin serio menoscabo y sin, lo que es peor, traición. Peculiaridad genética, por otra parte, de los pensadores germanos: condensarlos es arruinarlos; transcribirlos, otro tanto. A lo más pueden ser comentados.
A riesgo de abolirlo al exponerlo a la luz, procuraremos aquí describir someramente lo poco que se vislumbra del interior de la caja de Götze; con la seguridad tranquilizadora, sin embargo, de que la caja será inmediatamente cerrada y devuelta al repudio de los siglos. Lo que más sorprende de esta visión, que ya hemos calificado de monstruosa, es la doble naturaleza atribuida a los astros. Estos adoptan desde el momento de la condensación sus nombres tradicionales, casi siempre en latín: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno y Urano; el sol, sin embargo, se llama Helios, la luna Artemisa y la tierra, tal vez por ignotas afinidades teutónicas, Ops.
Además de asumir los nombres de los dioses del Olimpo, o al menos de una parte del Olimpo, asumen también su forma física: Júpiter es un digno cabeza de familia, Venus una señorita, Marte el famoso soldado, y así sucesivamente. En este cielo inspirado en Tiépolo es de suponer que los dioses no se pasean desnudos; en efecto, sus vestidos o trajes emanan un gran resplandor, a excepción de Mercurio, que debido a su vecindad con Helios revolotea desnudo y, por tanto, aparece con frecuencia como un punto oscuro. De dichas formas la más especial es la de Saturno, consistente en una serie de anillos: «Lo que en ningún pueblo de la tierra» observa el autor «es compartido, y que, en cualquier caso, parece más propio de una señora que de un hombre». Mann, hombre, escribe Götze: lo llama exactamente así.
Helios está simplemente vestido de fuego. Todas esas personas, aun poseyendo brazos y piernas y otros adminículos divinos, son en realidad redondas, de piedra dura, y como la tierra, Ops, están habitadas por miríadas de animales, plantas, seres humanos, montañas, corvetas, nubes, inmundicias varias, nieve e insectos. Sólo Artemisa está despoblada, porque al ser virgen nunca ha sido fecundada. El sol compone poemas líricos y canta; los restantes, además de girar alrededor suyo, componen horóscopos y se ocupan con diligencia de sus tareas específicas, salvo en la propia esfera. Esto quiere decir que Marte puede provocar guerras en todas partes, excepto en Marte; por consiguiente éste es el único planeta que está exento de guerras. De igual manera, sobre Venus no existe la lujuria, Mercurio ignora la eficiencia, en Saturno el tiempo no se mide y la gente del sol no conoce el arte. La luna, en cambio, es un desierto de lujuria. A Ops le ha sido asignado el deber de asegurar la justicia por doquier, lo que, entre otras cosas, explica por qué precisamente entre nosotros resulta imposible.
La idea de que los astros fueran al mismo tiempo númenes espirituales y cuerpos materiales había sido implícitamente aceptada prácticamente por todos los antiguos; explícitamente, sin embargo, en el terreno científico y práctico, que es el terreno de la medición, ningún pensador de la Antigüedad conocido había jamás afirmado o pensado seriamente que Marte fuera más o menos resplandeciente según la coraza que endosaba. Sólo Götze, en el umbral del siglo XIX, aventura esta hipótesis cosmológica, en su divagación prerromántica. Hombre del Norte, no le resultaba imposible imaginar una esfera de dura piedra, sometida a las indiscutibles leyes de Newton, con ojos, brazos y piernas incorporados a su brillante redondez, y por añadidura trajes o vestidos, una lira o una hoz o una clepsidra, cabellos, voluntad, gracias femeninas, y el cuerpo concreto y compacto materialmente cubierto de miríadas de piojos humanos, portadores a su vez de piojos, y a flor de piel montañas y funiculares y globos aerostáticos y océanos, de hielo en Saturno y de fuego en Helios.
Sólo él tuvo la germana coherencia y esta precisión ahora decididamente novecentista de calcular en millones de toneladas el peso de Júpiter, padre de los dioses, de su hija Venus, del más obeso de sus hijos, el sol. Un grabado de Hans von Aue nos muestra en su libro a Artemisa cazadora encerrada en el propio globo agujereado por cráteres; otro, la nebulosa originaria con siete brazos en forma de espiral y los dioses arrastrados por el torbellino, siendo todavía niños.
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