“La ciudad donde nací y me crié. La ciudad donde todo ocurrió. Me escapé, pero no se puede huir del paisaje de nuestros sueños. Mis pesadillas todavía ocurren en las calles de…”
Ross Macdonald: The chill
Los niños extasiados ante una proyección de diapositivas advertirán tarde o temprano la textura, por más fina que sea, de la pantalla donde se posan esas visiones fugitivas de pagodas, fiordos y beduinos. Su fascinación ante estas maravillas fugaces no ha de sufrir porque reconozcan la superficie plateada que permite a la luz reflejarse en formas y colores siempre cambiantes. (Poco importa si, en vez de la trama sintética o tejida de una pantalla, esa textura es la superficie lisa o granulosa de una pared: en ella, los accidentes de pintura o papel pueden poner de relieve, más dramáticamente, la naturaleza del soporte.) El reconocimiento de intervalos enceguecedores o sombríos entre una diapositiva y otra equivale a una caída feliz del estado de gracia, a una bienvenida en el reino del conocimiento.
Nacimos en una ciudad llamada Buenos Aires y allí vivimos muchos años. La ciudad es, según la ley, un distrito federal y la capital de la Argentina, una república en el extremo sur de América del Sur, cuya tendencia endémica parece ser la de vivir por debajo de sus medios, así como la de su capital es vivir por encima de los suyos. El crecimiento desmedido de ese puerto mercantil; su irritación ante los dispares territorios reunidos en un país, al que de todos modos no presta demasiada atención; su sensibilidad para las modas importadas y el prestigio de la simple distancia: todos estos rasgos de su carácter han sido reconocidos tanto por hombres de letras como por políticos tránsfugas. Ahora que ya no tenemos que soportar sus ataques de desvalimiento y arrogancia, cuando pensamos en la ciudad advertimos que, si ese divorcio realmente existe, entonces somos hijos de Buenos Aires y no de la Argentina. Porque es el gusto a cloro del agua de la canilla, el urbanismo salvaje y la locuacidad confianzuda de su gente lo que nos formó; no la vacía inmensidad de la pampa, ni los cristalinos lagos de montaña, ni las selvas lujuriosas.
Durante casi un siglo y tres cuartos, una variedad de ficciones políticas y sociales fueron proyectadas, como tantas diapositivas, sobre la pantalla argentina: despotismo ilustrado, baño de sangre folklórico, democracia liberal, depredaciones militares y populistas. Lo único que tenían en común era la índole frágil de una ilusión óptica. Calles, provincias enteras cambiaron de nombre pero sus habitantes no desecharon su escepticismo. Las constituciones, promulgadas o anuladas, fueron variablemente ignoradas. Alguna gente se hizo rica, otra fue asesinada. Cuanto menos firmes sus convicciones, con mayor vehemencia un nuevo gobierno invoca tradiciones, un estilo de vida, ética y religión; la gente parece abandonar un minuto su atareado sonambulismo para asentir, y luego vuelve a ocuparse de lo suyo.
Pocas veces se advertían los intervalos entre estas diapositivas históricas. No eran como grietas súbitas en un maquillaje laborioso, no revelaban arrugas espantosas ni piel marchita, sino algo más temible, más inaceptable: la mera ausencia, la luz sobre una superficie vacía. Si lo llegábamos a notar, no nos sentíamos superiores ni más sabios (aunque ese conocimiento, si no petrificaba, podía liberar). De pronto, teníamos conciencia de haber estado tomando una ficción por realidad, y ni siquiera los que más encarnizadamente procuraban vivir a la altura de sus sueños deseaban un papel en una obra que no habían elegido.
Así fue como, velozmente o con engañosa despreocupación, cuentos de hadas y novelas realistas, repartos multitudinarios y kammerspiel visitaban la pantalla: para desvanecerse, todos, dejando a su paso un regusto de complicaciones fantasmales, un persistente sabor a nada. La Historia no le importa a nadie, soplaba el invisible apuntador, y es cierto que la impermanencia parecía ser su único atributo duradero. Al final, la indiferencia vegetativa protege a los vegetales vivos, los monstruos prosperan con la monstruosidad y los sueños matan a quienes los sueñan.
Un país donde la Historia, lejos de ser reescrita, es prestamente escamoteada, sellada, momificada, puede terminar como un país sin historia alguna. Donde se evita la resolución, se le impide al pasado respirar el aire de la vida histórica. Sus conflictos y personajes se demoran, pululan desganadamente, como zombies amistosos, y el cuco de unos, el redentor de otros, vive eternamente. Cien años después de su muerte, el nombre de Rosas sigue siendo reivindicado e insultado en graffiti ubicuos. Cien años después de su muerte, el nombre de Perón insistirá desde las inimaginables paredes de una arquitectura futura.
Para los niños una vez sumisos de la caverna platónica, las sombras que se agitan sobre la pared pueden durar para siempre. Los que viven más cerca de la entrada son, desde luego, los primeros en sentir curiosidad por el mundo real de afuera. Pero lo imaginan según los deseos que esas mismas sombras suscitaron. Los films son los volubles pero eficaces alcahuetes de este conocimiento postergado. Retazos y migajas de realidad prestan solidez a su ficción, y aquellos que en la cueva sueñan con el espacio exterior hallan en el cine alimento siempre renovado para la fantasía.
Así llega el día en que dejan la caverna. El reino de los originales, como Vermeers reproducidos con demasiada frecuencia en la tapa de cajas de galletitas, nos golpeó simultáneamente con reconocimiento y desilusión. No sentimos en su presencia esa intensidad, esa urgencia que, nos habían dicho, son propias de la revelación existencial. Tampoco nos convertimos de golpe en actores, nuestro entorno un dócil decorado para la prueba largamente esperada. En casa, las paredes luminosas de la cueva siempre retrocedían ante el contacto impaciente de nuestros dedos; ahora, los volúmenes demasiado sólidos del mundo exterior, ya no partículas de luz y sombra, componen un vasto, indiferente museo, a la espera de los grupos de excursionistas que lo recorrerán. ¿Es demasiado tarde para lograr la metamorfosis de espectador forzado en actor regular?
Una vez afuera, el aire libre nos parece más seco que embriagador. Retrospectivamente, los años de vida vicaria y expectativas temerosas empiezan a parecernos el ensayo para un estreno que tal vez sea cancelado. O el paisaje, gastado después de un primer reconocimiento, se nos convierte en una segunda (ampliada, ilimitada) caverna. Más aún: todo lo que vemos nos recuerda no tanto su imagen denigrada por la reproducción mecánica como la catástrofe que debía destruir esa imagen.
Si miramos hacia atrás, la Argentina se nos aparece como una arena privilegiada donde la bancarrota de sociedades más sólidas fue puesta en escena más temprano y brutalmente. Allá lejos, los modales de una cultura imitada y las nociones prestadas de justicia cedieron más fácilmente. Las metrópolis reciben, hospedan, seducen, doman a los bárbaros. Los países periféricos son simplemente arrasados por su paso.
Para gozar de la excursión necesitamos no prestar atención a la advertencia garabateada en la pared, eco de un apocalipsis lejano, profético. O, si no, olvidar lo que los films nos prometieron y descubrir un placer sin nombre en la torre de petróleo a la entrada del fiordo, en el Rolls que el beduino maneja, en el dazibao pegado a la pared de la pagoda.
A cada cual sus bárbaros.
(1977)
Cozarinsky, Edgardo (2002 [1985]): Vudú urbano, pp. 56 - 61.
alguna vez, hace mucho tiempo, compartimos muy buenos amigos...
ResponderBorrarYo he compartido muy buenos amigos alli en Buenos Aires, aunque ahora a punto de partir hacia Africa desde Barcelona el paisaje se me hace completamente distinto...
ResponderBorrar