La mayor debilidad de las películas de Saw (El juego del miedo) es que no producen miedo. Es decir, sí, hay escenas impactantes con juegos perversos que llevan a sus desafortunados jugadores a límites intransferibles de dolor pero no es miedo lo que generan esas escenas, es otra cosa, llamémosle asco, por ponerle un nombre. Saw tiene un problema: quiere jugar en el extremo del género de terror pero se pasa para otro terreno, uno en el que se explora la tortura y el dolor, pero no lo inquietante, lo sugestivo, lo que horroriza.
Este año, los muchachos de Caja Negra han editado Relatos de un bebedor de éter de Jean Lorrain y es en sus páginas, en ese puñado de cuentos, donde podemos reencontrarnos con el terror. Lo que los efectos especiales de Saw no pueden generar (insisto: estas películas no generan terror, generan asco, impresión), lo pudo hacer en el siglo XIX, un escritor francés, decadentista, toxicómano.
Y es que en los relatos que recupera este libro las alucinaciones que los personajes viven por la ingestión de éter son espeluznantes. Lorrain es un maestro de la sugestión, así lo demuestra un relato como "Reclamación póstuma", en el que un pie visto debajo de una cortina, en una habitación vacía y silenciosa, logra ser el elemento aterrador, aquel que desencadena la desazón del protagonista y el miedo. En este relato, aparecen los dos o tres procedimientos que usará Lorrain en sus cuentos para lograr el efecto buscado: en primer lugar, el ambiente cerrado y solitario, recargado de objetos, en el que el protagonista se encuentra con sus propias alucinaciones, con sus propios fantasmas (véase, por ejemplo, "La casa siniestra": brujería y ruidos detrás de las ventanas); por otro lado, el narrador en primera persona, en cuyas palabras sentimos la impresión que causan las apariciones y las visiones, una voz de la que es difícil despegarse y que produce en el lector la empatía necesaria para transmitirle la turbación y la conmoción (léase, por ejemplo, "Los orificios de la máscara": carnaval y espectros); y por último, el detallismo de la prosa de Lorrain cuando se trata de describir las apariciones, un nivel de detalle que nos vuelve real lo que, tal vez, fuera imaginario (degústese "La habitación cerrada": un invitado y un voz nocturna). El primer procedimiento logra la atmósfera, fatalmente necesaria en el género de terror; el segundo, la transmisión de sensaciones y de ambigüedad ante lo que ocurre (¿esto no es real? ¿es sólo fruto del éter? ¿el sueño de la razón produce monstruos?); y el tercero, le da verosimilitud y contundencia a las apariciones (están ahí, pueden parecer irreales, pero están ahí y vienen por mí).
A la par de los relatos de fantástico y terror, este hermoso libro (en su confección, en su contenido) recopila dos o tres relatos que rompen con lo clásico dentro del género y se desbordan hacia otros límites. Es el caso, por ejemplo, de "El poseído", un relato en el que el discurso paranoico cubre la percepción de la sociedad y los hombres y mujeres se van animalizando (uno de los cuentos que más disfrute; cuando lo leía, no podía evitar pensar en Cortázar y su bestiario). Pero también es el caso, por poner otro ejemplo, del relato más melancólico del libro, el último, "Oración fúnebre".
Cierro: leer Relatos de un bebedor de éter de Jean Lorrain me produjo lo que no me producen las películas de Saw, es decir, incomodidad, miedo. Un miedo clásico, tal vez lejos de Lovecraft, cerca de Bierce, pero un miedo al fin, de esos que te hacen escuchar atentamente los golpes del viento en la persiana, ese pliegue extraño en la cortina, ese rostro de un paseante que parece una máscara vacía.
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