sábado, agosto 20, 2011

Procedimientos (Juan Martini)

Aparte de sus novelas (de El agua en los pulmones a El cerco), Juan Martini escribió, allá por mediados de los 70, un puñado de relatos inscriptos en el policial negro que parecían anunciar el huevo de la serpiente que estaba quebrando su cáscara. Entre ellos, está "Procedimientos", un cuento que forma parte de La brigada celeste, libro que permaneció inédito hasta 1983. Con un estilo seco, violento y vertiginoso, Martini escribe un buen relato, como para reafirmar que puede existir el policial negro en Argentina.

Procedimientos (Juan Martini)

El piso de madera estaba mojado y olía a detergente. En las paredes, sin embargo, se notaban manchas de sangre. Cuando lo empujaron hacia el centro de la pieza, alcanzó a ver al tipo que encendía el reflector: giró la cabeza para mirarlo y la luz, de pronto, le dio en los ojos. Bajó la cabeza y se quedó quieto, con los brazos a los lados del cuerpo, espiando la puerta. Entonces apareció el otro y llamó desde la sombra al del reflector:
—Mono, vení.
El Mono se acercó y escuchó lo que el otro decía en voz baja. Era alto, encorvado y de brazos largos.
—Bueno —dijo.
Avanzó hasta penetrar en el círculo de luz. Tenía la piel aceitosa, un bigote renegrido cayendo sobre los labios y una mata de pelo rebelde aplastada con gomina. El otro permanecía atrás, en la sombra, y era imposible distinguir su cara: sólo la forma del cuerpo, más bajo y más gordo que el Mono.
—Desnudate —dijo el Mono.
El hombre levantó la cabeza, asustado.
—¿Para qué?
—Desnudate, te digo.
Los ojos del hombre, incrédulos, se dirigieron a la oscuridad buscando al otro.
—¿Por qué me hacen esto?
—Obedecé —dijo el Mono entre dientes, y descargó la culata de una escopeta contra el pecho del hombre.
Se fue de espaldas y se golpeó la nuca contra la pared. Enseguida el Mono estuvo a su lado, lo agarró del pelo y le sacudió la cabeza.
—Haceme caso, carajo.
Lo soltó y el hombre aspiró con avidez. Sin que se diera cuenta las lágrimas le mojaban la cara, se mezclaban con el sudor, caían sobre la camisa.
Se desnudó.
—Ahora saltá —dijo el Mono—. Levantá los brazos y empezá a saltar en puntas de pie.
Algunos minutos después el otro salió de la pieza. Seguramente había dicho algo que el hombre no logró escuchar, porque el Mono asintió:
—Sí, señor. No se preocupe.
Saltaba. Saltaba. Y al rato el sudor le chorreaba por todo el cuerpo como si recién saliese de una ducha.
—No aflojés, seguí saltando —dijo el Mono, sentado junto a la mesa que sostenía el reflector—. Más alto. Más alto.
Entonces se dobló un pie. Dejó de saltar. Levantó la pierna para frotarse el tobillo dolorido. Resbaló y se cayó. Quedó en el suelo apoyado sobre las rodillas y las manos. El Mono se paró frente a él.
—Levantate —dijo.
Descargó la culata de la escopeta contra los ríñones.
—No puedo —dijo el hombre, jadeando.
Con la punta del borceguí el Mono le pegó en las costillas y el hombre cayó de costado, ciego de dolor. Sintió la suela mojada de la bota aplastándole la boca.
—Dije que te levantaras.
La voz del Mono era grave y lenta.
Apoyó una mano en la pared y se incorporó.
—Ya está. Ya me paro —murmuró.
El borceguí volaba otra vez pero no pudo esquivarlo.
—Te voy a reventar los huevos a patadas si no te levantás —le tironeaba con fuerza los pelos de la nuca.
El hombre se paró. Los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en el techo, la saliva colgando de los labios, las piernas separadas. Se iba hacia adelante. Movía un pie y conseguía mantener el equilibrio.
—Saltá. Vamos. Portate bien.
El Mono regresó a la silla, dejó la escopeta sobre la mesa y encendió un cigarrillo.
El hombre contaba los saltos. Creyó llegar a mil. No podía estar seguro. Seguía contando.
—Más rápido —dijo el Mono—. Más alto.
Se abrió la puerta y entró el otro. Afuera se veían una luz débil y amarilla, una pared verde, un armario.
—Está bien —dijo el otro.
—Está bien —repitió el Mono—. Pará.
Dejó de saltar. Pensó que las piernas no lo iban a sostener. Se cayó. Se retorció en el suelo, encogido, agarrándose los pies.
—¿Qué te pasa? —preguntó el Mono.
Protegió los ojos con una mano y lo miró. La boca abierta en una sonrisa, bajo el bigote tupido, y la piel oscura brillando a la luz del reflector.
—Calambres —murmuró—. Tengo calambres.
—Salí de acá, Mono —dijo el otro.
—Sí, señor —dijo el Mono.
Y se fue de la pieza.
El otro cerró la puerta y el bulto de su cuerpo desapareció en la sombra.
—Estire las piernas —dijo—. Así. Así está bien. Ahora haga fuerza con los dedos para atrás.
El hombre obedeció. Estuvieron un rato en silencio mientras la contracción aflojaba.
—¿Va pasando?
—Sí. Ya va pasando.
El otro dio dos pasos en la oscuridad y empujó la silla que cayó dentro del círculo de luz.
—Puede sentarse.
Se levantó y se sentó.
—¿Quiere fumar?
Dijo que sí con la cabeza.
—Tome —dijo el otro arrojando un paquete de cigarrillos y una caja de fósforos.
Fumó ansiosamente durante varios minutos.
—¿Quiere algo más?
—Agua.
Asomó la cabeza al pasillo y ordenó:
—Traé agua, Mono.
El Mono reapareció con un jarro de aluminio. Esperó que el hombre lo terminara y volvió a irse.
—Bueno, hable —dijo el otro.
—No tengo nada que decir, señor.
—Vamos, no me ponga en una situación difícil.
—No sé qué quiere que le diga, señor.
Trataba de localizarlo en la oscuridad. La luz del reflector lo encandiló y otra vez bajó la cabeza.
—Si habla se va enseguida. No se haga el héroe.
—Están equivocados, señor. No sé qué quieren.
Le pareció que el otro se movía en la sombra, que se alejaba de la puerta, que se desplazaba hacia la derecha. También se alejaba de la mesa, del reflector.
—Si sigue así, se la van a dar en serio. Hable.
La voz venía ahora del rincón. Entornó los párpados. Allí estaba, bajo y gordo, con un sobretodo o un piloto oscuro, las manos en los bolsillos, y nada más: imposible verle la cara.
—Están equivocados, señor.
—Te van a poner la máquina.
De pronto cambiaba el trato. La voz se hacía dura y amenazante en la oscuridad.
—Por favor, entienda lo que digo. ¡No sé nada!
—No te hagás el nervioso.
Se quedó callado. Miraba las rendijas llenas de agua entre las maderas del piso, sus pies, huesudos y largos, el pelo de las piernas. Cruzó los brazos y apoyó los codos sobre los muslos, cubriéndose.
—Escondelos, nomás. Ya vas a ver cómo te quedan cuanto te agarre el Mono.
Se estremeció. Alzó la mirada hacia la puerta. Del otro lado el Mono esperaba el momento de continuar el trabajo.
—Tengo que ir al baño —dijo.
—¿Para qué?
—Para orinar.
Creyó escuchar una risita, en el rincón.
—Es el miedo —dijo el otro—. Algunos vomitan, otros largan espuma por la boca, otros prefieren hablar antes de quedar estropeados.
—Déjeme ir al baño.
—Hacé acá. Total, después tiran agua.
Fue hasta uno de los rincones iluminados por el reflector. Se puso de espaldas al otro y orinó contra la pared. Por un momento sólo escucharon el ruido del líquido.
Cuando se daba vuelta el otro dijo:
—Por última vez: largá el rollo.
Avanzó en dirección a la silla, sin contestar. Sobre la mesa, junto al reflector, había divisado una forma larga.
—Me vas a obligar a llamar al Mono.
Pasó junto a la silla y siguió caminando. Uno, dos pasos.
—¿Adónde vas?
Calculó. Faltaban dos metros y la luz terminaba. Casi al borde de la oscuridad supuso que encontraría la mesa. Dio un paso más.
—¡Sentate allí!
Saltó. La mano izquierda chocó con la escopeta.
—¡Mono!
Se tiró al suelo, hacia la izquierda.
—¡Mono! —el otro gritaba desesperadamente, sin moverse del rincón.
El Mono entró en la pieza con movimientos rápidos y torpes. Contempló la silla vacía con la boca entreabierta.
—¡La escopeta, Mono!
El Mono miró hacia el rincón, sin entender.
—¡Tiene la escopeta!
El largo brazo del Mono bajó buscando la pistola. Giró sobre las piernas. Se inclinó. Entonces la escopeta hizo fuego y el cuerpo del Mono se alzó en el aire. Cayó salpicando sangre, con el pecho y el vientre destrozados.
Alguien se acercaba corriendo. Esperó. La figura quedó recortada en la puerta por la luz del pasillo. Tal vez el que llegaba alcanzó a verlo, echado junto a la mesa, porque movió la ametralladora en esa dirección.
La culata de la escopeta le pegó en el pecho cuando apretó el gatillo. La figura pareció saltar de la puerta: volteó el armario al caer, la cabeza ensangrentada, sin forma.
Pronto comprobó que no había nadie más en la casa.
—Siéntese allí —dijo entonces.
El otro apareció en el círculo de luz y se sentó. Tenía el pelo gris, escaso y bien peinado, un par de ojitos pardos, asustados detrás de los cristales con montura de oro. Estaba pálido, tembloroso, y se retorcía las manos entre las piernas.
Se vistió, recogió la ametralladora del pasillo y se llenó los bolsillos con cargadores. Antes de irse se asomó a la puerta. El otro no se había movido:
—¿Adónde va? —preguntó con voz débil.
—Por ahí.
—Usted no sabe lo que hace.
Apenas un susurro. No se trataba de una advertencia, ni de una amenaza, ni de un intento de evitar que se fuera.
—¿Usted lo sabe?
Pasó sobre el cuerpo del pasillo y salió a la calle. Había un solo auto. Subió y lo puso en marcha. Corrió por el camino de tierra dejando atrás una espesa nube. Desembocó por fin en una avenida y aceleró. Las luces de mercurio, rojizas, facilitaban la imagen de una ciudad extraña.
La avenida teminaba imprevistamente en un muro de ladrillos. A la izquierda nacía una callecita angosta y empedrada. Tomó por allí, reduciendo la marcha, hasta encontrar otra vez el pavimento.
Abandonó el auto en un basural y siguió caminando. Se pasó los dedos de la mano libre por los labios tumefactos. Miró el cielo despejado, las estrellas, y respiró el aire fresco. A medida que avanzaba las casas iban raleando y aparecían los primeros ranchos. Se internó por un sendero sinuoso. Trepó por una barranca.
Llegó y golpeó con fuerza. Pronto, salió un hombre medio dormido. Usaba un pantalón piyama y una camiseta de frisa.
—Dejame entrar.
El hombre se hizo a un lado mientras se refregaba los ojos con las palmas, hasta despabilarse.
—¿Qué hacés con eso?
Ajustó una lamparita para que diera luz. Se sentaron a la mesa y se miraron.
—No hago nada. ¿Cómo se usa?
El otro contempló la ametralladora.
—¿De dónde la sacaste, Negro?
—¿Cómo se usa?
El hombre estaba confundido. Movía la cabeza de un lado a otro, con la boca abierta como para decir algo. El Negro sacó los cargadores y los desparramó sobre la mesa.
—¿Me vas a decir o no me vas a decir?
—Sí. Negro, sí.
Con movimientos cuidadosos agarró la ametralladora y le enseñó a usarla.
—¿Viste que es fácil?
—Sí —dijo el Negro, cargando y descargando .
—Qué te pasó en la cara, decime.
El Negro levantó la cabeza y trató de sonreír. Le dolieron los labios y alzó los hombros.
—Me la dieron, Mudo.
—¿Por qué?
—Porque sí. Porque hoy me tocaba a mí.
—Yo sabía —dijo el Mudo—. Yo sabía.
Se paró, encendió un calentador y puso una pava con agua.
—Reventé a dos —dijo el Negro.
El Mudo volvió a sentarse.
—¿Cómo los reventaste?
—Con una escopeta.
El Mudo apoyó los codos en la mesa y se hurgueteó la oreja.
—¿Adónde te agarraron?
—Por ahí.
El Mudo preparó mate cocido y lo tomaron sin hablar. Después fumaron, sintiendo el frío húmedo de la madrugada.
—Contame —dijo el Mudo.
Y el Negro le contó.
A las cinco de la mañana el Mudo empezó a vestirse. Una camisa, un viejo traje de franela, un par de zapatos con suelas de goma y una corbata azul, brillante de tanto plancharla.
—Me quedo un par de días, Mudo. Hasta que se calmen.
—Bueno.
—Acá no me van a encontrar.
—No, acá no.
Se sirvió otra taza de mate y señaló la cama:
—Acostate y dormí un rato.
—Sí, voy a dormir. Estoy muerto.
Se echó en la cama, boca arriba, con las manos cruzadas debajo de la nuca, y cerró los ojos.
—¿Adónde vas, Mudo?
—A trabajar —desenroscó la lamparita—. Chau.
Se movía a oscuras, de memoria.
—Mudo.
El otro se detuvo.
—Si querés me piro.
—Dejá de joder —dijo el Mudo—. Dormite.
Llegó a la puerta. El Negro se incorporó.
—Dormí —le hizo un gesto con la mano, para que se acostara, y se fue silbando bajito.
Apoyó la cabeza en la almohada. Se quedó quieto. Pasó el tiempo. Pero no pudo dormir. Se levantó cuando clareaba y dio algunas vueltas alrededor de la mesa. Por una pequeña ventana veía la calle de tierra, los árboles cubiertos de rocío, el cielo ahora nublado. Encontró galletas y las comió con gusto. Tomó mate frío, sentado a la mesa, con la mirada vacía.
Escuchó el ruido, acercándose. Se paró y espió por la ventana. Vio cuatro autos grandes que se aproximaban despacio, sacudiéndose por la calle desnivelada.
Esperó. Los fue contando a medida que bajaban. Eran quince. Los observó desplazarse con cuidado. Venían con escopetas y pistolas. Esperó.
Sólo cuando estaban por llegar descargó la ametralladora. Le retumbaban los oídos mientras se agachaba para protegerse y cargar. Pisaba astillas de vidrio y de madera. Contaba con el tiempo de la sorpresa. Se asomó y disparó otra vez. Entonces, no alcanzó a cargar: en medio de las explosiones el rancho parecía desmoronarse, perforadas las paredes, saltando las maderas. Las tazas que habían quedado en la mesa se pulverizaron en el aire.
Esperó, aplastado contra el suelo, cargando su arma. En algún momento dejaron de tirar. Se arrastró hasta la puerta y la abrió. Aún no podían verlo. Salió corriendo, gritando desaforadamente, como un animal, disparando la ametralladora al montón.
Respondieron enseguida con una descarga larga, ensordecedora. Sintió que su cuerpo reventaba, que volaba, que caía. Logró verlos alrededor y murmurar con un ronquido:
—No sé nada. Están locos. No sé nada.
Un borbotón de sangre le llenó la boca.

(1974)

Martini, Juan (1983): La brigada celeste, Buenos Aires, Bruguera, pp. 331-343.

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