2 de diciembre
Esta tarde, por primera vez después de varias semanas de estar aquí, me animé a asomarme a la calle Florida. Sabía que se había convertido en un bazar sin pretensiones, sus manzanas perforadas por galerías comerciales, pajareras atestadas de cuchitriles que se llaman a sí mismos boutiques.Sin embargo, una vez más la perversa curiosidad de poner a prueba la memoria me hizo recorrerla tratando de identificar dónde había estado la librería Viau, dónde la Atlántida, dónde la galería Van Riel con el Instituto de Arte Moderno, dónde otras librerías que había frecuentado menos, como la tan anónima de Kraft, o la tan exclusiva de Janos Peter Kramer, dónde finalmente el Instituto Di Tella. Me sorprende que pudiese ubicar con exactitud tantos fantasmas, aun cuando hayan demolido o desfigurado sus viejas moradas.Otros fantasmas, también, vinieron a mi encuentro. Ante donde hubiese estado el hoy inexistente número 770 de esa calle recordé haber leído que, mucho antes de mi tiempo, allí había estado una dependencia del Círculo Militar cuya sala de esgrima tenía amplios ventanales sobre la calle. Ante ellos practicaba Lugones, los transeúntes lo reconocían y se paraban a mirarlo. El poeta predicador de la «hora de la espada» no podía ignorar que tenía un público. ¿Habrá aumentado su destreza, o las ganas de lucirla, el saberse observado? ¿Le habrá confirmado el papel de profeta que se había elegido, personaje que el Ejército iba a halagar primero, a descartar después?Estos recuerdos prestados tienen en mi memoria una presencia tan insidiosa como los vividos, si es que la distinción es válida, si es que lo leído no forma parte, también, y con qué fuerza, de lo vivido. Alfonso Reyes, recuerdo, visitó a Lugones en la Biblioteca Nacional de Maestros, frente a la plaza Rodríguez Peña, una tarde de otoño de 1926. En un momento de la conversación, le llamó la atención que la guía de teléfonos, sobre el escritorio de Lugones, no pareciera apoyada sobre la superficie. Fue a enderezarla y se encontró con un revólver. Por todo comentario, Lugones le dijo que estaba cargado y lo tenía siempre a mano. «Lo llamo el Poder Ejecutivo», añadió.Según Francisco Luis Bernárdez, también lo llamaba «la Nena».
Cozarinsky, Edgardo (2007): Maniobras nocturnas, Buenos Aires, Emecé, pp. 102-103.
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