domingo, diciembre 25, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXIV)

HENRY BUCHER

A la edad de 59 años, el belga Henry Bucher sólo tenía 42. Los motivos de su contracción temporal se leen en el prefacio a sus memorias, Souvenirs d'un chroniqueur de chroniques (Lieja, 1932): «Conseguida la licenciatura y habiéndome entregado con todo el ímpetu de mis verdes años al placentero estudio de la historia, no tardé en darme cuenta de que la tarea de buscar, traducir y comentar todo el corpus de los cronistas medievales —los oscuros precursores de Froissart y Joinville, del gran Villehardouin y de Commines— que me había fijado como compromiso absoluto y preeminente, superaba con mucho las medidas previstas: no me habría bastado una vida, tal vez, para llevarlo a término. Aun abandonando el trabajo de búsqueda de los textos extraviados, en gran parte ya realizado —y admirablemente realizado— por mi reverenciado maestro Hébérard De La Boulerie, la sola traducción del latín al francés (de un latín no pocas veces bastardo al elegante francés de nuestros días) me habría exigido el arco entero de los años que presumiblemente me reservaban todavía las Parcas; añádanse a ello las notas, las concordancias —pero en el caso específico sería mucho más justo llamarlas discordancias—, el trabajo de dactilografía así como las diversas tareas relacionadas con la impresión, corrección de galeradas, ensayos introductorios, respuestas polémicas, correspondencia con las diferentes Academias, etcétera e imprevistos, y entenderá el lector con qué embarazo y perplejidad el joven que yo era entonces, en el umbral de los veinticinco años, debía considerar la gigantesca fatiga que se le presentaba, y la urgente necesidad de un plan razonado de trabajo.
»Ya conocía y poseía el conjunto de las crónicas históricas que debía traducir y anotar, salvo nuevos descubrimientos entonces improbables aunque siempre posibles; por otra parte, me había impuesto una posterior limitación, la de ocuparme exclusivamente de las obras redactadas entre los siglos IX y XI. Del siglo XII ya se había apoderado, tal vez un poco demasiado brillantemente, mi colega Hennekin de Estrasburgo; y la Iglesia custodiaba avaramente en sus catacumbas (dans ses caves) las perlas más prometedoras del octavo. Aun así, aquellos tres escasos siglos me habrían exigido —según cálculos tal vez generosos por defecto— al menos treinta años de traducción; si a ello se añaden los restantes trabajos, no conseguiría coronar la obra antes de los ochenta años. Para un joven ambicioso e impaciente, la estática condición del octogenario puede en ocasiones aparecer, diría sin motivo razonable, escasamente atractiva, y sin brillo los laureles que indefectiblemente —pero no siempre— la adornan. Así me pareció entonces; elegí por consiguiente un procedimiento, si no de vencer el tiempo, sí al menos de retenerlo.
»Ya había observado agudamente que a una persona especialmente activa no le basta una semana para llevar a cabo las obligaciones de una semana; las tareas aplazadas se acumulan (contestar cartas, poner orden entre papeles y calcetines, revisar los textos para la voraz imprenta, sin olvidar viajes, matrimonios, defunciones, revoluciones, guerras y pérdidas de tiempo semejantes) de modo que en determinado momento haría falta poder detener la catarata de los días para ser capaces de atender correctamente las obligaciones dejadas de lado. Después de lo cual sería fácil volver a poner en marcha el tiempo, libre de atrasos: sueltos, resucitados, ágiles, sin lastres.
»Y eso fue lo que hice, con la ayuda de un calendario personal: un día cualquiera, supongamos un 17 de julio, terminaba, por ejemplo, de traducir el Tercer Libro de Odón de Treviri. Paraba la fecha; ipso facto era libre de pasar a máquina el manuscrito, de corregir las galeradas del Primer Libro, de participar personalmente en el Congreso de Historia de Trieste, de redactar las Notas del Segundo Libro, de dar un salto a la Sorbona para desenmascarar un Apócrifo, de poner al día mi correspondencia, de llegarme hasta Ostende en bicicleta; y todo esto manteniendo siempre fija la fecha del 17 de julio. En determinado momento, libre ya de compromisos u obligaciones, cogía el Quinto Libro y retornaba al trabajo. Para los demás, habían pasado casi dos meses, comenzaba el otoño; para mí, en cambio, seguía siendo julio, exactamente el 18 de julio.
»Poco a poco tuve la clara sensación, corroborada después por los hechos, de estar quedando por detrás del tiempo. Cuando los prusianos invadieron nuestras amadas provincias, cortando los senos de las mujeres embarazadas y, lo que es peor, los hilos de la corriente eléctrica, yo seguía todavía en 1905; la guerra del 14 concluyó para mí en 1908. Hoy que he llegado finalmente al 14, mi pobre patria ha llegado a 1931 y atraviesa, por lo que dicen, una molesta crisis económica; de hecho, me he dado cuenta de que cada vez que detengo el calendario; el precio del papel experimenta un considerable aumento. De cualquier modo, gracias a esta especial manera de administrar mi tiempo, no me he cansado; me siento joven, mejor dicho, soy joven; los historiadores de mi edad tienen casi sesenta años, yo recién acabo de superar el umbral de los cuarenta. Mi simple sagacidad se ha demostrado doblemente eficaz; diez, doce años más, y habré completado la obra, la edición conjunta en correcto francés moderno, con comentario no menos correcto, de las 127 crónicas de los tres siglos; con sólo cincuenta años conoceré, si no la gloria, el admirado estupor de mis colegas, y, ¿por qué no?, de las damas.»

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