En 1836, mientras el inglés Andrew Crosse realizaba uno de sus experimentos eléctricos, tuvo la agradable sorpresa de asistir al nacimiento, a partir de una mezcla de minerales triturados, de una cantidad de diminutos insectos. Esto es lo que vio Crosse al microscopio: «El día décimocuarto del inicio del experimento, observé en el campo óptico varias excrecencias blanquecinas, pequeñas, como pezones, que surgían del material electrizado. El día décimo octavo estas protuberancias habían crecido, y sobre cada uno de los pezones habían aparecido seis o siete filamentos. El día vigésimo primero las protuberancias se habían hecho más claras y más largas; el día vigésimo sexto cada una de ellas asumía la forma de un insecto perfecto, erguido sobre el ramillete de pelos que constituye su cola. Hasta aquel momento había creído que se trataba de formaciones minerales, pero el día vigésimo octavo observé claramente que aquellas criaturas comenzaban a mover las patas, y debo decir que me sentí bastante atónito.»
Así vio nacer centenares de mosquitos. Apenas habían nacido, los mosquitos abandonaban el microscopio y se iban volando por la habitación, a esconderse en los lugares oscuros. Puesto al corriente del acontecimiento, otro investigador microscopista amigo suyo (un tal Weeks que vivía en Sandwich) quiso repetir el experimento y también él obtuvo millares de mosquitos. Los detalles del sorprendente experimento pueden leerse en los Memoriales de Andrew Crosse, recopilados por una pariente en 1857, en la Historia de la Paz de los Treinta Años, de Harriet Martineau (1849) y en Extravagancias: Una cosecha de hechos sin explicación (1928), del comandante retirado Rupert T.
En 1927, en su laboratorio privado de Andover, el inglés Morley Martin cogió un pedazo de roca arqueozoica y lo calcinó hasta reducirlo a cenizas; de estas cenizas, mediante un complicado y secreto proceso químico, obtuvo a continuación una cierta cantidad de protoplasma primordial. Evitando cuidadosamente que fuese contaminado por el aire, Martin sometió la sustancia a la acción de los rayos X; poco a poco vio aparecer en el campo óptico del microscopio una cantidad fabulosa de vegetales y animales microscópicos, vivos. Sobre todo pececitos. En escasos centímetros cuadrados el estudioso llegó a contar 15.000 pececitos.
Esto quería decir obviamente que dichos organismos habían permanecido en estado de vida latente durante al menos un millón de años; es decir, desde la era arqueozoica hasta 1927. El sobrecogedor descubrimiento fue hecho público en un opúsculo titulado La reencarnación de la vida animal y vegetal del protoplasma aislado del reino mineral (The Reincarnation of Animal and Plant Life from Protoptasm Isolated from the Mineral Kingdom, 1934). El escritor Maurice Maeterlinck dedicó un capítulo de su libro La Grande Porte (1939) a ese descubrimiento; el librito de Martin es actualmente casi inencontrable, pero en el volumen de Maeterlinck se puede leer una descripción del notable experimento:
«Aumentados bajo la lente del microscopio, se veían aparecer unos glóbulos dentro del protoplasma; en estos glóbulos se iban formando unas vértebras, estas vértebras constituían después una columna, luego aparecían claramente los miembros, la cabeza y los ojos. Las transformaciones eran habitualmente muy lentas, requerían varios días, pero a veces se desarrollaban bajo los ojos del espectador. Un crustáceo, por ejemplo, apenas se le desarrollaron las patas, abandonó el portaobjetos y se fue. Estas formas, pues, viven, a veces se mueven, y crecen mientras encuentran nutrición suficiente en el protoplasma que las ha originado; después de lo cual dejan de crecer, o bien se devoran mutuamente. Morley Martin, sin embargo, ha conseguido mantenerlas con vida, gracias a un suero secreto.»
El descubrimiento de Morley Martin, aunque irrepetible, fue bien acogido por los teósofos, entre otras cosas porque contribuía a confirmar la teoría de Madame Blavatsky sobre los arquetipos de vida primordial salidos en el período del fuego y de los vapores de la tierra, de los cuales acto seguido el proceso evolutivo hizo desarrollar las formas hoy conocidas. Unos años después, siguiendo los pasos de Martin, Wilhelm Reich descubría en la arena caliente de Noruega miríadas de vesículas azules, también vivientes, henchidas de energía sexual, que denominó biones. Estos biones forman racimos y finalmente se organizan en protozoos, amebas y paramecios, hechos de solo deseo, pulsadoras de libido (Wilhelm Reich, Biopatía del cáncer, 1948).
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