FELICIEN RAEGGE
Yendo por las calles desiertas de Ginebra, Félicien Raegge tuvo la intuición de la naturaleza invertible del tiempo; le proporcionó la clave una frase de Helvetius, que no tenía nada de original: «Los antiguos somos nosotros.» Que por tácita convención casi todos los pensadores y estudiosos estuvieran de acuerdo en llamar antiguos a los primeros hombres —paleóntropos a los primerísimos— y nuevos a los polvorientos y decrépitos contemporáneos, quería decir obviamente una cosa: que el tiempo de la tierra, o sea el tiempo de la raza humana, corre al revés de cómo pretende hacer creer la lengua popular. O sea, del presente al pasado, del futuro al presenté.
El inglés Dunn, el español Unamuno, el bohemio Kerça, ya habían insinuado dicha inversión: Unamuno, para limitarse a sacar de ella una buena metáfora en un soneto; Kerça, una comedia que comienza por el final y acaba con el comienzo; Dunn, la idea por otra parte implícita en la oniromancia de que los sueños son en realidad recuerdos de un futuro ya sucedido. Sobre dicho tema el pensador inglés había escrito también un tratado, que recogió amplio consenso pero nunca acabó de convencer plenamente a nadie de que el auténtico destino de cada hombre es el de llegar a niño, que los días del sabio corren hacia la ignorancia y que siendo los llamados recuerdos del pasado solamente un sueño, el único y auténtico sueño, no podemos en absoluto saber quiénes somos, ni cuándo hemos nacido porque aún no hemos nacido.
Estos y otros especuladores que se han aproximado al tema, sólo lo han rozado, podríamos decir, para alejarse inmediatamente después, preocupados por la escasa transitabilidad de sus consecuencias; o bien se han adentrado dentro de él como alguien que se aventura por un pantano, completamente unido por cuerdas y cabrestantes a la tierra firme, de modo que se pueda retirar en el momento oportuno. Nadie que haya escrito un ensayo o un libro de ese tipo lo ha escrito con la sincera convicción de estar borrando un texto que lleva siglos de vida, con el único objetivo de hacerlo desaparecer finalmente del todo de la circulación y encontrarse a sí mismo unos meses más joven y con un poco menos de experiencia que antes. Como sucedería si el tiempo corriera al revés. Este fue, en cambio, el mérito de Raegge: el de aceptar hasta el fondo las consecuencias de la propia teoría, y vivir de acuerdo con sus implicaciones.
No se hace teoría sin voluntad de comunicarla. Humano, simplemente humano, también Félicien Raegge compuso su libro, previsiblemente titulado La flèche du temps, menos previsiblemente impreso en Grenoble en 1934. Consciente, sin embargo, conviene insistir, de estar derrocando de manera irrevocable la mejor explicación existente hasta aquel día del carácter retrógrado del tiempo. Le reconfortaba, insinúa, la idea de que todas las ideas están destinadas a desaparecer: basta esperar el momento de su aparición; un instante después, en el flujo retrocediente de los siglos, la idea se esfuma. El hombre se convierte realmente en antiguo, alcanza estadios de magia banal, y finalmente un día se descubre mudo, tal vez balbuceante.
La inversión del tiempo lleva casi fatalmente a una especie de determinismo: si el sueño de lo que llamamos pasado es un sueño auténtico, mucho de lo que sucederá ya es sabido: saldrán de las veintitrés heridas de un cadáver en el foro de Pompeyo las espadas de unos famosos conjurados, y hablando latín al revés conversarán el muerto y Cicerón. Sucederán otros hechos todavía más determinados: puesto que ahora existen las tragedias de Shakespeare, un día en Londres un hombre cada vez más desconocido deberá abolirías, una a una, del final al comienzo, con la pluma; después de lo cual el teatro será un arte diferente, mucho más pobre. Y otro día, todavía lejano, alguien se alzará de la tumba de Teodorico, y vivirá un tiempo como rey de Italia, hasta que no la habrá conquistado (perdido).
De estos ejemplos y muchos otros semejantes está hecho el libro de Raegge. Un libro coherente, un libro honesto: sobre el futuro no tiene mucho que decir, siendo el futuro la inmensa masa ignota de lo que ya ha sucedido, que el presente borra como una esponja. Cuando la esponja llegue al pasado, también éste será borrado. El destino último del hombre es la perfección primigenia, al balbuceo estúpido y auroral de la creación. Hacia el final de su libro, el autor no deja de advertir que el hecho de invertir la flecha del tiempo no añade ni quita nada al universo temporal, tal como lo conocemos y percibimos. Como después escribió (como ya había escrito) Wittgenstein: «Llamadlo un sueño, no cambia nada.»
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