En El antiguo alimento de los héroes de Antonio Marimon, hay una serie de textos bajo el título de "Héroe rojo" que reconstruyen la vida política de un narrador que comienza a comprometerse en la militancia hacia 1968 y que descubre, en paralelo, el lugar que la poesía y la literatura podrían ocupar en la revolución y en el nuevo orden de cosas deseado. En esa reconstrucción, que va del acontecimiento a la metaescritura, aparece como motivo, como arquetipo dolorosamente humano, Ricardo, el héroe rojo. En su figura, y a lo largo de estos textos, Marimón intenta acceder al núcleo de la ideología y de la experiencia que significó el compromiso de izquierda, sindical y revolucionario en Córdoba desde la dictadura de Onganía hacia la última dictadura. Esta es el primer relato de la serie.
El sol se ocultaba y para mí era como si una mano tapara una herida. El alivio posterior me permitía detener los ojos en un paisaje que no abandonaba cierta extrañeza áspera de telón teatral, de naturaleza animada por alguna fuerza más sólida que en cualquier otro rincón del mundo. Sólo al atardecer yo admitía en sus formas una dimensión amable, cuando las lámparas iluminaban el césped, sobre el muro de tezontle brillaban enredaderas y buganvillas de colores rosa o morado, y tras la medianera iba ascendiendo una fronda de palmeras cuyo olor se confundía con la humedad. Desde la escalinata del porche, el jardín bajaba hasta la puerta de rejas, antes de la calle. Era pequeña la casa de Héctor. Todos los sábados repetíamos la rutina de la cena: Edith preparaba la ensalada y el pan, Héctor ponía a asar las costillas, a las niñas las llamábamos no bien estaba todo listo. No sé si lo que digo suene a una digresión o un comienzo, no sé si todo este relato sea más que una suma de digresiones y, sobre todo, de comienzos que se han quedado truncos. Sin que me abandone la duda, me parece injusto omitir lo que ocurría en la sobremesa: Héctor y yo, solos, mirábamos la noche cerrada, con los sillones hundidos ligeramente en la tierra blanduzca —a dos pasos del escalón de la galería— y los altos vasos de ron entre los dedos. Entonces, nada detenía las ganas de hablar de él, del Gordo Ricardo, o de revivir aquella siesta en que fue conocido en Córdoba. Según contaban, la más pequeña de los Jury —eran tres hermanos— abrió la puerta cancel y lo encontró: estaba en mangas de camisa, con los botones desprendidos y una campera plegada en el brazo; dentro de una valija dura y descascarada llevaba el resto de sus pertenencias.
El sol se ocultaba y para mí era como si una mano tapara una herida. El alivio posterior me permitía detener los ojos en un paisaje que no abandonaba cierta extrañeza áspera de telón teatral, de naturaleza animada por alguna fuerza más sólida que en cualquier otro rincón del mundo. Sólo al atardecer yo admitía en sus formas una dimensión amable, cuando las lámparas iluminaban el césped, sobre el muro de tezontle brillaban enredaderas y buganvillas de colores rosa o morado, y tras la medianera iba ascendiendo una fronda de palmeras cuyo olor se confundía con la humedad. Desde la escalinata del porche, el jardín bajaba hasta la puerta de rejas, antes de la calle. Era pequeña la casa de Héctor. Todos los sábados repetíamos la rutina de la cena: Edith preparaba la ensalada y el pan, Héctor ponía a asar las costillas, a las niñas las llamábamos no bien estaba todo listo. No sé si lo que digo suene a una digresión o un comienzo, no sé si todo este relato sea más que una suma de digresiones y, sobre todo, de comienzos que se han quedado truncos. Sin que me abandone la duda, me parece injusto omitir lo que ocurría en la sobremesa: Héctor y yo, solos, mirábamos la noche cerrada, con los sillones hundidos ligeramente en la tierra blanduzca —a dos pasos del escalón de la galería— y los altos vasos de ron entre los dedos. Entonces, nada detenía las ganas de hablar de él, del Gordo Ricardo, o de revivir aquella siesta en que fue conocido en Córdoba. Según contaban, la más pequeña de los Jury —eran tres hermanos— abrió la puerta cancel y lo encontró: estaba en mangas de camisa, con los botones desprendidos y una campera plegada en el brazo; dentro de una valija dura y descascarada llevaba el resto de sus pertenencias.
—Buenas tardes. Soy Ricardo— dijo.
Así empezó su leyenda. Yo no necesito de un esfuerzo demasiado insistente para elegir la escena en que su leyenda se topa con mi vida, como un choque de gotas sobre un vidrio. Corría quizás el año 1968, con Héctor estábamos parados frente a la CGT, nos tocaba participar en un acto estudiantil pequeño y convocado quién sabe por quiénes. Todos los presentes coreábamos consignas de oposición a la dictadura de Onganía. No habría más de medio centenar de personas y la reunión ya terminaba delante del balcón cerrado, cuando vino él, se aferró a nosotros y empezó a gritar ¡ni golpe ni elección, re-vo-lución! ¡ni golpe ni elección, re-vo-lución!; daba saltos de poseso, golpeaba con las palmas abiertas, gritaba, volvía a tomarse de nosotros. De pronto yo cruzaba un brazo en el suyo, lo mismo hacía Héctor y los tres avanzábamos por el centro de la avenida, tirando de una marcha tan inverosímil que se dispersó antes de caminar cien metros. Esta es a mi juicio una buena instantánea de lo que era el Gordo Ricardo de esa época: sacaba chispas de los hombres y las cosas, como el anillo de un Saturno incandescente.
En verdad, duró varios meses nuestra costumbre, posiblemente varios años. Yo, solo o acompañado por Vera y nuestra hija, tomaba el ómnibus los sábados a media tarde. Bajaba en la glorieta y caminaba hasta la casa de Héctor. En cualquier esquina imaginaba el encuentro con un extraño riéndose, o veía las señales de un terror infantil anunciando desgracias. El sol me producía un malestar sordo, como el de una lámpara de mercurio que, poco a poco, envolviera a los objetos en su nitidez dolorosa, como una ebullición dorada a punto de concebir un dios. Los juegos a la par de las niñas y el asado hacían las veces de descanso y prólogo. Después, ya en penumbras, en la hora en que todos dormían y la lenta noche reverberaba tras los muros con una música de fiesta, o acaso con un tiro lejano — eco de otros tiros—, llegaba el pasado como una visita indeseable, como esperado por una suave tristeza.
— ¿Te acordás dé su primera casa?
— La de Achával Rodríguez.
— No. Era en Peredo.
Es cierto, era en Peredo, pleno Barrio Güemes. Tenía una fachada viejísima de adobe. Recuerdo el umbral, donde uno podía sentarse o resbalar al piso si venía en copas, después una puerta de chapa, el patio de tierra y una habitación o garage en que vivía un estudiante de arquitectura. A continuación estaban la cocina y otras habitaciones. Por doquier se veía polvo, paquetes de documentos del Partido. Al fondo quedaba el lavadero; decían que cuando lavaba su ropa, el Gordo Ricardo tenía que acostarse a esperar que se secara porque no poseía calzoncillo de repuesto. El único lujo brillaba en la cocina, junto a una pequeña ventana, rodeando la mesa llena de pocillos. Eran tres bancos, y quiero insistir: se trataba de tres bancos realmente excepcionales: constaban de sillín cromado, redondo, sin espaldar; de un largo y grueso resorte y de una base. El efecto del resorte era muelle y los sillones tan cómodos que uno se mecía en ellos como sobre un flotador. Me es difícil recordar el motivo por el que yo visité esa casa una mañana de 1970. ¿Me citó alguien? ¿Me citó tal vez el Gordo para impulsarme a escribir una nota en el periodiquito que sacaba entonces, y que había bautizado El Compañero? Una noche del verano anterior, con Ítalo, habíamos caminado por la Cañada y subido hasta allí, entre desganadas anécdotas de serenatas y entreveros a cuchillo. Fue a mediados del mes de mayo de 1970, si quiero ser preciso, si busco no equivocarme en este imposible retroceso de quince, de dieciséis años, cuando llegué una mañana —sin que sepa el motivo— a lo del Gordo Ricardo. Vi sentados a tres hombres: el dueño de casa, Héctor y Dolo —el mayor de los Jury. Comentaban un suceso extraordinario: desde casi tres días atrás los obreros ocupaban Perdriel; habían cerrado los portones, retenido a los gerentes franceses como rehenes y puesto tanques de tíner conectados por mechas en los techos de los edificios. Yo me iba enterando con asombro, ni siquiera sabía que "Perdriel" era el nombre popular de la fábrica de matrices de IKA-Renault. Tropas y policías cercaban la zona y a las doce, dijo la radio, los rebeldes darían una conferencia de prensa. Ricardo me miró fijo:
—¿Tenés tu carnet de periodista?
—Sí — contesté.
—Vámonos para allá. Decí que soy tu fotógrafo.
Yo nunca había rozado un suceso semejante mi credencial era de cronista deportivo y hubiese sido impensable que el Gordo contara con una máquina de sacar fotos. No importaba. Viajamos a la fábrica, transbordando ómnibus: él, del lado de la ventanilla movía la cabeza y sus enormes ojos saltones se fijaban en las veredas como si los impulsara una desmesura interior. Yo meditaba en el vacío previo a todo acontecer desconocido, y en cómo disimular periodista a aquel hombre cuya cara era difícil de comparar a ninguna otra. Los uniformados se apostaban cincuenta metros antes de la planta, pero nadie nos detuvo. Sorpresivamente estuvimos frente a un alambrado, un gran panel de cemento pintado de blanco y una garita custodiada por hombres vestidos de overoles verdes. Mostré mi carnet; casi sin controlarlo nos franquearon el paso. Atravesamos rápidamente un pasillo y dos oficinas; tras una puerta que cerré yo mismo se alineaban los dirigentes. Eran cinco o seis hombres parados, tiesos frente a un escritorio, uno leía en voz alta un documento. Vestían overoles verdes. Entre ellos estaba el Tordo, entre ellos estaba también Andrés, aunque para mi fueran todavía unos desconocidos En el grupo de los periodistas encontré a Juanca y al Flaco Rey; sentados, apuntaban el mensaje de los obreros en sus libretas. Se oía el zumbido de una fumadora. Sin lugar a dudas, se me revelaba un mundo. Años más tarde, sabría distinguir las casamatas abiertas en esos actos un poco teatrales; sabría quienes eran los periodistas amigos, quiénes los neutros, quiénes los adversarios y los informantes délos servicios. Llegué a conocerlos cuando se agrupaban a Pablo en la larga mesa de reuniones de 27 de Abril, en medio de aquellas paredes color celeste con terminaciones de madera acanalada semejantes a una gran pecera llena de humo. Entonces las paredes eran marrón claro y por un ventanal entraba un sol radiante; el lugar, como un ser engañoso, tenía reminiscencias de gabinete contiguo a un jardín de invierno. El obrero continuaba su lectura: decía que iban a aguantar, que si los atacaban prenderían los tanques de tíner; proponía que la seccional del SMATA dirigida por Elpidio Torres, y la empresa francesa, reconocieran a los delegados elegidos por las bases sin trasladarlos, sin cesantearlos. De lo contrario, seguirían con "la lucha hasta las últimas consecuencias". El Gordo estaba a mi lado y nos miramos de reojo. Hubo pocas preguntas, la tensión del ambiente se medía por el silencio, por una ruda escasez de palabras. Empezaron a levantarse los reporteros cuando Ricardo se arrimó a uno de los dirigentes; primero le hablaba al oído, luego lo apartó a un costado de la pieza. No escuché el diálogo. Seguramente le daba ánimo y su interlocutor se sentó, los dos se sentaron en sillas que tenían pupitre, como las de un aula. Aquel hombre de overol verde abierto en el pecho era Andrés. Y ahora me detengo porque un desfile de grietas amaga arrastrar para siempre mis imágenes. El Negro Andrés, pienso: con sonrisa contagiosa, pinta de morocho vivo, voz ligeramente áspera y apagada que se afinaba como un pito en cuanto se le ocurría frasear "Garúa". Yo lo vi muchas, cientos de veces. Una sucedió en el escalón del monumento a Vélez Sarsfield, con un periódico haciéndose bocina para que lo dejaran hablar minutos antes de la quemazón del Viborazo; otra en un plenario de la CGT, dentro del salón Felipe Vallese, apenas a un parpadeo de que alguien empezara a bala limpia; otra más en un intervalo del Cine Sombras, ya obrero sin trabajo, funcionario del Partido, pequeñoaburguesado. Fue mi amigo, fue dirigente, miembro del Comité Central, y al final se quedó en la organización cuando para mí seguir era imposible. A él y al Tordo los despidieron de Perdriel como flor y nata del movimiento obrero, terminaron en hombres de aparato político. Pero nada de esto me preocupa para lo que exactamente deseo narrar ahora: el Negro Andrés, mientras el Gordo le susurraba frases, apoyó los brazos en su pupitre, se pasó con suavidad una mano por los ojos. Y yo hoy veo que la mano no cesa de pasar por los ojos enrojecidos de Andrés, como si actuara sola, milagrosamente, en medio del espacio que armoniza, une y separa al aire en el aire, como si un conjuro la hubiese rescatado de la dispersión para hacerla símbolo en el polvo de nuestra historia. Salimos luego con Ricardo un poco rezagados, y en el pasillo que llevaba a la garita el Tordo gritó:
—¡Fuera todos los periodistas!
No exagero al afirmar que, tal como sucede en el trucaje de alguna vieja película, entonces dio vuelta una página de mi vida. Empezaba algo nuevo, un salto cuyo cierre tal vez sea este texto, o las sobremesas tortuosas de Cuernavaca, o un episodio todavía virtual en el tiempo. Durante la semana que siguió al triunfo de la toma de Perdriel, Ricardo me hizo una cita con el Tordo en la cocina de su casa. Tuve delante un hombre de rostro sereno y actitudes despejadas; con los años se arrugó su ceño, fue perdiendo el pelo. El Tordo transmitía vigor, rectitud moral; con los años, la rectitud sería intransigencia, acatamiento a las reglas del Partido. Para describir un proceso en su opinión encaminado a la izquierda, decía con dureza que era de color rojo-rojo; habló toda la tarde y yo tomé muchísimas notas: hizo un repaso pormenorizado de la ocupación de la planta, de las semanas previas, de los planes —algunos trazados sobre esa misma mesa junto a los sillines de acero cóncavo. Escribí un relato que ocupó la doble página del centro de El Compañero; se titulaba "Así fue la victoria". Era mi bautismo de fuego: supe que yo podía aplicar mi oficio con el lenguaje en aquella realidad de la política. En 1971 repetí la experiencia con Masera y Bizzi; salió un reportaje más largo, más complejo sobre los sindicatos de Fiat. No fue el deslumbramiento diáfano de una visión, sino una intuición sencilla que luego se iría complementando mediante capas de pensamiento teórico: los obreros de Perdriel habían logrado una coherencia entre hechos y palabras; sus dirigentes no mentían a las bases; todos ellos unidos demostraban que ni la dictadura, ni el aparato represivo del Estado, ni la patronal, ni los burócratas reformistas o negociadores eran invencibles. Mis ojos no me habían engañado, le decía a Vera, ésa era la verdadera violencia de clase, desde el corazón de la fábrica al tejido general de la política. Mil perdrieles serían como un congreso de soviets. Si hasta entonces una mitad de mi concepción no se alejaba del guevarismo, aquella mañana fue decisiva: era una locura la guerrilla, porque el núcleo de la lucha de clases estaba en la fábrica y en el sindicato, le decía a Vera. Por eso, exactamente por eso mi futuro político se iría uniendo al Partido: sus ideas más ricas servían para interpretar Perdriel, Sitrac, el Cordobazo, el SMATA. Ahora creo que fue como si un pequeño mito, circunscripto a nosotros, a nuestra ciudad, encarnara de pronto en una concatenación de sucesos dándonos la razón. Era uno de esos increíbles lapsos en que el deseo se encuentra con la historia y yo podía escribirlo: el reportaje constituía un momento de la acción. Entre ser periodista de la clase obrera, como lo define Lenin en el Qué hacer, y saber, como Artaud, que cultivarse equivale a devorar nuestro propio destino, no había oposición sino una misma emisión del aliento: la poesía entendida como búsqueda de algo que nunca está donde se lo ve. Entonces asumía aquellas tareas naturalmente. Había aprendido que la escritura es soberana, no servil de nadie: ni del héroe, ni del dirigente, ni del Partido. No es servil porque tal como supimos entenderla, no es nada, pertenece a la nada de los acontecimientos y no a su realidad, a la imagen y no al objeto. Como auténticos vanguardistas, no nos llamábamos —ni todavía podemos llamarnos— "poetas". La razón última de todos nuestros trabajos en la sociedad era un trabajo verdadero, el más verdadero sin duda para nosotros: cavar el verso. Pero esto es al mismo tiempo indecible, carente de positividad. Yo acepté que la mano que escribe, ella misma sombra de una mano, se desliza irrealmente hacia un objeto convertido en su sombra. Estoy seguro de que un hálito de dicho movimiento —y no sólo del oficio— debía latir en los rectos pasos que daba hacia la política concebida como el acto de expresarla en crónica, en volante o en panfleto de remotas secciones de fábrica a los que daría forma dentro de la oficina del sindicato, como un anónimo operador de representaciones ubicadas en la historia, y quizás vividas al modo de involuntaria pasión por la historia. No vale la pena ocultar aquí esa necesidad. Una o dos jornadas más tarde de aquella tan luminosa en Perdriel, el Gordo me llevó a otra empresa tomada. Bajamos del ómnibus, avanzamos para cruzar la ruta y la playa de estacionamiento. Al fondo estaban los portones de Fiat Concord y, a ambos lados, una verja enrejada; sobre los caños de la verja y las planchuelas de los portones, decenas de obreros golpeaban con mazas de fierro. Salía un ruido ensordecedor, con algo de salvaje, de rebelión largamente incubada en un campo de prisioneros. De hecho, las fábricas tienen un ritmo de prisiones temporales, con cámaras de tortura como los martillos de forja; las fábricas son el Averno de las ciudades. Llegamos hasta las rejas. Un hombre de baja estatura, con ojos pequeños y sonrisa elástica, como de soldadito de plomo, me entregó un comunicado de prensa. Caminaba ansiosamente desde una oficina interna hasta nosotros: era el Cuqui Curutchet. Sólo la lógica de las cronologías puede hilar sucesos tan desmedidos como un nacimiento. No sé si los protagonistas de esas eclosiones en los barrios industriales, no sé si el Gordo Ricardo, o quizás Héctor o Pablo —con quien empecé a trabajar un año después— fueran conscientes de que algo alumbraba como el resplandor de un sueño, estuvieran atentos a que se quebraba una sucesión: ya estaba vivo el clasismo, recorrería el país, atravesaría nuestra generación de una punta hasta la otra. Yo lo miré al Gordo con ojos de duda cuando me gritó:
—Te imaginás. ¡El día que dirijamos todo esto! —mientras ensordecían los mazazos.
Marimón, Antonio (1987): El antiguo alimento de los héroes, Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, 100-109.
Un gran libro olvidado por la frecuentemente necia industria editorial...
ResponderBorrarEl héroe rojo reconstruido por Antonio Marimón, que no es otro que el conocido como "El gordo Antonio", César Gody Álvare es el perverso acosador y violador descripto en "Héroe Rojo IV" ¿Ese es el modelo de revolucionario que pregonan?
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