sábado, marzo 30, 2013

En la zona (sobre Glaxo de Hernán Ronsino)


Glaxo de Hernán Ronsino (Eterna Cadencia, 2009) es una gran artefacto novelesco y funciona de forma efectiva por dos razones básicas: por un lado, la estructura del relato; por otro lado, el tono de las voces. 
En cuanto a la estructura, basta mirar el índice para notar que la historia se focaliza desde cuatro perspectivas subjetivas y temporales: "Vardemann, Octubre de 1973"; "Bicho Souza, Diciembre de 1984"; "Miguelito Barrios, Julio de 1966"; y "Folcada, Diciembre de 1959". Al elegir esa estructura, Ronsino se acerca a Cicatrices de Saer y construye una historia múltiple en donde una única verdad se ausenta y los puntos de vista interpretan los acontecimientos de recelo, traición, amistad y poder que se tejen en la novela. Sin embargo, a diferencia de la novela de Saer, el período temporal se expande hasta cubrir 25 años y lo que desde la voz de los personajes parecía ser una historia personalísima se vuelve una historia colectiva de un pueblo y su desguace (en ese punto, el espacio cobra vigor y la desertificación que anuncia la tapa de Glaxo se extiende con el correr de los años, el cierre de la fábrica homónima y la desaparición de la estación de tren). Así, Ronsino elige la estructura ideal para su artefacto: una construcción narrativa pendular que va de la subjetividad a la sociedad y viceversa. 
En este punto, la estructura se toca con el estilo: Ronsino se alinea con escritores como Miguel Briante y con algunas obras de Saer por la definición de una zona geográfico-vital que remite a la vida en la provincia, lejos de la capital y con las problemáticas de un pueblo donde los rumores y las charlas de café, la relación centro-periferia y la llegada de forasteros marcan el ritmo narrativo (después de Ronsino, una novela como Blanco nocturno de Piglia continuó en esta línea que parecía destinada a la desaparición, típica zona de la literatura argentina de los '60). Para rematar este aspecto, Glaxo habría que leerla menos en la estela de Operación masacre, que parece ser la excusa para comenzar la narración, y más en la línea de "Fotos" o "Cartas", que parecen ser, junto a los cuentos de Miguel Briante, sus antecedentes en términos de clima y estilo. En este sentido, leer a Ronsino puede ser la excusa para releer a Briante y a Walsh (los cuentos de Los oficios terrestres, los de Un kilo de oro) pero también a Juan José Hernández y a Daniel Moyano (la referencia a la fábrica Glaxo trae ecos del cuento de Moyano, "La fábrica").
El otro aspecto destacable de Glaxo es el tono de las voces de los cuatro narradores que componen este relato coral. El tono que imprime Ronsino a las voces va del fraseo cotidiano, simple y preciso, a la percepción poética. Así, por ejemplo, Vardemann nos cuenta su trabajo en la peluquería pero se permite mencionar cómo las llamitas de los tachos corcovean para sobrevivir a la lluvia. En este sentido, las voces no están trabajadas desde un realismo estricto que pretenda imitar el habla real sino que hablan escandidas por imágenes poéticas que horadan lo real, desde un fraseo saeriano que extiende y enrosca las frases o a partir de la repetición de fragmentos textuales que funcionan como mantras u obesiones. Esa calidad de las voces narrativas de la novela de Ronsino se une a la elipsis como procedimiento básico: los personajes eliden información que el lector podrá recuperar a lo largo del relato, tras recorrer las perspectivas de los demás, y solo reponiendo esa información tendrá un cabal conocimiento del hilo que une las subjetividades.
Glaxo es una hermosa y contundente novela, tardé en leerla pero me habían recomendado tanto su lectura que más vale tarde que nunca. Ronsino es un hábil narrador y recupera una tradición de la literatura argentina que parecia perdida, esos relatos que recorren el espacio interior de nuestro país para develar en historias mínimas pueblerinas las declinaciones de la historia nacional y las pasiones de los sujetos.

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