Esta entrevista de Néstor Sánchez a Jorge Luis Borges salió publicada por primera vez en la revista ARTiempo, n°6, abril/mayo de 1969. En julio de 2004, en el n°4, la revista Lezama la recuperó con un artículo introductorio a cargo de Lautaro Ortíz (de cuyo blog copio la entrevista en cuestión). El encargado de la recuperación fue Rafael Cippolini.
Es llamativo el contraste que se genera entre entrevistador y entrevistado: las preguntas de Sánchez se inclinan hacia su perspectiva de una literatura atravesada por el esoterismo, de la vida puesta en la escritura, de la búsqueda de un sentido; en cambio, las respuestas de Borges evaden al entrevistador, lo hacen pisar en falso, lo conducen por sus propios carriles hacia una "entrevista ejemplar", "idéntica a sí misma".
En fin, disfruten de este des/encuentro entre Sánchez y Borges.
Borges igual a Borges (entrevista de Néstor Sánchez)
La primera virtud de Jorge Luis Borges se experimenta casi al mismo tiempo de entrar al salón incalificable de la Biblioteca Nacional donde atiende a todos los que necesitan entrevistarlo, sin excepción alguna. Deja las manos sobre una mesa de tamaño casi tan irreal como el salón, y a partir de allí dispone de todo su tiempo: Borges no es un hombre ocupado.
Poco más tarde necesitará saber con qué tipo de periodismo se topará una vez más su prestigio de hombre de letras. Lo cierto es que Borges necesitará forzar su nueva entrevista hasta volcarla hacia los hábitos de una entrevista ejemplar, casi una entelequia, a la que parecería responder desde hace muchísimo tiempo. Y la sensación de tiempo detenido en el tiempo de hablar no es la segunda virtud de Borges, es a lo sumo el clima obligado de aquella entrevista idéntica a sí misma que él reinstala con un par de movimientos sonambúlicos de sus manos.
Sin embargo, a los pocos minutos entrará en juego otro viejo compañero suyo: el viejo humor. Y hasta parece justo que él lo sepa justo. Inicia entonces una especia de parábola antiperiodística (anti-entrevista periodística) basada aparentemente, en su desconfianza física ante todo interlocutor desconocido: “Hace muchos años trabajé durante algunos meses en el Diario Crítica –recuerda casi sorprendido- fui el peor periodista del mundo. Fíjese, yo he conocido –eran los años veinte- mucha gente que debía muertes. Claro, en aquella época en que todavía funcionaba el cuchillo se hacían casi comunes los que debían dos muertes; se trataba de personas interesantes, cordiales; se podía estar horas con ellos y hasta cultivar su amistad sin que las muertes pesaran en ningún momento. Sin duda eran mejores que los periodistas”.
-¿Quién de los dos Borges contesta generalmente un reportaje?
-Yo trato por todos los medios que sea el primero, pero generalmente no puedo evitar que el segundo, el Borges literato, se entrometa. Es muy entrometido.
-¿Antes de identificarse con el ultraísmo, tuvo alguna oportunidad de ser influenciado por jóvenes como Guillaume Apollinaire y Blaise Cendrars?
-En realidad, no. Creo que en mi obra (no hay otra manera de llamar a lo que he escrito) no hay influencias. En todo caso hay desmedro de todo aquello que me ha tocado de cerca, que ha significado algo para el escritor en mí.
-¿Cree que esa falta de contemporaneidad real de su juventud se vincula al hecho de que sus poemas aparezcan como de menos interés en relación con sus cuentos y prosas de cámara?
-Pienso que mis poemas y prosas no difieren esencialmente. El verso libre es un asunto tipográfico. Todo lo que escribo son atributos o adjetivos míos, yo diría diversas facetas de un mismo fenómeno.
-Usted fue incluido en el desopilante libro de Powells pero alguna vez se refirió, entre otros a Pedro Ouspensky. ¿Cree deberle mucho al auténtico esoterismo occidental, desde Pitágoras a Gurdjieff?
-Yo también, como mucha gente interesada en el tema, tenía idea de que Powells no era otra cosa que un charlatán; pero cuando lo conocí en Europa me di cuenta de que era como yo, un agnóstico. El no estaba seguro respecto de la cuarta dimensión, de la trasmigración, de la transmisión del pensamiento; todas esas posibilidades más allá del positivismo. Almorzando con él lo encontré muy simpático y afín a mis dudas, me habló de su “espíritu borgeano” y nos hicimos amigos. Por otra parte puedo decirle que nunca pase, en estos temas, de una actitud de curiosidad intelectual. Mi madre católica a la manera Argentina, sin mayor fervor; mi abuela protestante; y mi padre discípulo de Spencer, un libre pensador. El clima familiar en que me formé no pasó de una discordia amistosa. Mi literatura no es fantástica para asombrar al lector, todo eso corresponde a estados del alma que he tenido. Es una literatura fantástica pero no irreal. Incluso hay un poema mío en un puente de Constitución que bien podría relacionarse con una búsqueda mística. Yo creo que se trató de un estado poético, nada más.
-¿Entonces su pasión por la metafísica no fue nunca más allá de una actitud filológica?
-Nunca. A lo sumo nunca de un modo trágico como lo ha elegido Unamuno, por poner un ejemplo.
-¿Siente haber exagerado la figura de Macedonio Fernández?
-No, creo que es el hombre más inolvidable que he conocido a lo largo de mi vida; eso lo sentimos todos sus contertulios. Le voy a hacer nombres de muertos y vivos: Santiago Dabove, Enrique Fernández Latour y Manuel Peyrou. Claro, la grandeza de Macedonio estaba en el diálogo más que en lo escrito por él. Fíjese que a pesar de ser un conversador brillante era lacónico y tímido. Si bien no desaconsejo la lectura de sus libros tampoco puedo negar que se trata de un hombre que nunca se entregó enteramente a ellos. Era un hombre de genio, pero su instrumento fue el diálogo, como en el caso de Sócrates (y para poner un ejemplo que no sea polémico). Macedonio fue amigo de Lugones, Ingenieros, J.B. Justo, Molina y Vedia, de Jorge Borges, mi padre. Sin embargo, después de muerto empezaron a aparecer (y todavía siguen apareciendo) todo tipo de gente que asegura haber frecuentado su amistad; y esto no favorece su recuerdo. Pero siempre pasa lo mismo con hombres notables una vez que están muertos.
-¿En algún momento de su vida necesitó alcanzar un aliento más riesgoso que el cuento? ¿Lo intentó?
-Nunca. Bastante trabajo me da hasta el final de mis cuentos. En la actualidad pienso en algo que va a ser menos una novela que un cuento largo y que se va llamar "El Congreso". Por supuesto que este título no tiene nada que ver con una alusión de tipo político.
-¿Cuál es el cuento suyo que más quiere?
-¿Puedo vacilar? Bueno, hay un cuento que se llama "La intrusa", y otro "El sur".
-¿Y el que menos quiere?
-Sin duda "El hombre de la esquina rosada"; yo no lo escribí como cuento realista y, sin embargo, todos se empeñan en leerlo como tal. Un desafío no se hace de esa manera, un compadre auténtico no habla de esa forma. La película es mejor que el cuento. En realidad, si publicar un libro es una gran emoción, ver un film hecho con un argumento propio la supera con creces. Es como si se carnalizaran un grupo de fantasmas que brotaron de uno.
-¿Algún escritor argentino, alguna vez, llegó a decir algo inteligente sobre usted y su obra?
-Casi todos, argentinos y extranjeros, que han hablado en alguna oportunidad sobre mi obra resultaron más inteligentes que yo: o si prefiere más imaginativos.
-Por momentos ¿se ha sentido tan solo como su obra entre la gente de la revista Sur?
-No, nunca, ¿por qué solo? La señora Victoria Ocampo me hizo el honor de invitarme a colaborar en su revista. La revista Sur ha sido generosa conmigo, nunca me fue rechazado ningún original. No me sentí nunca solo; la señora Victoria ha sido muy buena conmigo. A ella se debió la idea de que yo fuera postulado como director de la Biblioteca Nacional, a ella junto con Esther Zamborain de Torres. Cuando me lo propusieron les contesté que jamás me iban a dar un cargo semejante, me quedaba grande. Por mi parte les propuse la biblioteca de Lomas de Zamora, era un sitio que siempre me ha gustado. Sin embargo, el mismo general Lonardi, en persona, justo un 17 de octubre de 1955, me entregó el nombramiento.
-Usted ha tenido, casi siempre, conciencia de nuestro provincianismo cultural y ha deslizado algunas bromas al respecto. Eso de que “el genio de Joyce era puramente verbal lástima que lo gastó en la novela”, incluido en su breviario de literatura inglesa ¿se relaciona con la misma actitud?
-No es broma. Creo que la novela no requiere un estilo tan trabajado como el suyo, un estilo que ofrece tantas dificultades de lectura. Cervantes y Tolstoi fueron grandes novelistas y no necesitaron recurrir a tanta complejidad formal.
-¿Quién ha sido el autor de influencias más perdurable en su formación de escritor?
-En primer término debo reconocer que todos los libros leídos y todas las personas con que cambié alguna palabra han influido decisivamente en mí. Pero comprendo que la pregunta exige una definición casi categórica. Entonces tengo que nombrar a Chesterton, a pesar de que no profeso sus opiniones religiosas. Y esto no significa que para mí Chesterton sea superior a Bernard Shaw, pero en alguna medida me siento indigno de Shaw. Uno no puede elegir a sus maestros. A Chesterton lo considero más imitable.
-Sin embargo, uno de sus libros claves, Historia universal de la infamia rezuma la influencia de Marcel Schwob.
-A pesar de que la idea general de Vidas imaginarias de Schwob, me pareció estupenda desde el primer momento, cuando encaré su lectura atenta me sentí, si se quiere, defraudado; otro tanto le pasó a Bioy Casares, él tampoco podía llegar al final. Sin embargo, a pesar de que me costara tanto trabajo su lectura, la idea general del libro empezó a interesarme vivamente. Pensé que se podía hacer algo mejor con esa idea. Sin duda el ambiente general del libro de Schwob fue lo que motivó Historia universal de la infamia.
-A los treinta años, me parece, la idea de la muerte sólo admite una pregunta ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué sucede a los setenta?
-Hace bastante tiempo estoy tentado en escribir un poema sobre eso. Podría hablarle, a grandes rasgos, de la serenidad que trae la vejez, de esa apacible resignación que incluye la tristeza, pero de una manera muy diferente. A los treinta años, eso sí, cultivaba desdicha, necesitaba ser cada día más desdichado, más profundamente desdichado. Aquello ya no cuenta para mí.
Después Borges, repentinamente jubiloso, hablará de Invasión, un film próximo a estrenarse en Buenos Aires, y cuyo argumento escribiera “sobre esa misma mesa” en colaboración con Bioy Casares. En Invasión, entre otras cosas, se canta su "Milonga del condenado a muerte" con música del legendario Aníbal Troilo: “fíjese que dos días después que la compuse, Hugo Santiago, el realizador del film, me dijo que a la milonga le ponía música Troilo; y yo le pregunté ¿a qué milonga?, pasa que me había olvidado, las milongas son temas populares y la métrica el octasílabo, y a mí me salen tan fácil que una vez compuestas casi inmediatamente las olvido”.
Este año, aparte de traducir Walt Whitman en colaboración con su esposa y de entregar un libro de poemas a la imprenta, tiene en preparación otro argumento cinematográfico: Los otros, de corte puramente fantástico. La acción se va a central en una librería de la calle Corrientes cerca de Rodríguez Peña. Borges se pone de pie y consulta el reloj: el mundo, desgraciadamente, es real; él, desgraciadamente es Borges.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario