En 1972, la revista Macedonio, bajo la dirección de Juan Carlos Martini y Alberto Vanasco, publica su número 12/13 y lo dedica a Germán Rozenmacher (recordemos que el escritor de "Los ojos del tigre" había fallecido en 1971). El homenaje estaba formado por los siguientes artículos y textos: dos lecturas críticas ("Los cuentos de Germán Rozenmacher: un esbozo crítico"de Juan Carlos Martini; "La narrativa de Rozenmacher" de María Angélica Scotti), una semblanza ("Germán Rozenmacher: un testimonio") y dos textos del propio Rozenmacher recuperados (el cuento "El misterioso señor Q" y el artículo "Teatro argentino: nacionalizar a toda costa").
Hace unos años, muchos antes de que existiera la posibilidad de tener las Obras completas de Rozenmacher en circulación, recuperaba en este blog el cuento "El misterioso señor Q". Ahora, copio la hermosa semblanza que Jorge Lafforgue, amigo del autor, le dedicó en Macedonio. Entre la anécdota, la apreciación y la emoción, Lafforgue brindó mucha información para que las Obras completas fueran los más completas posibles. Lean y disfruten este texto conmemorativo de Germán Rozenmacher.
Las astucias de la vida no siempre logran el olvido de la muerte. Hay momentos en que nuestras comodidades —todas esas miserables respuestas que entretejen la rutina y el sueño— se declaran impotentes, muestran su espesor escuálido. Momentos en que la muerte nos sacude intempestivamente, en que nos recuerda su presencia mediante una mueca súbita, absurda y despiadada, atroz. Para no morir, en momentos así sólo cabe repensar la vida, sentir y volver a palpar su textura verdadera.
Pero alguien no podrá hacerlo. Hablo desde adentro, desde la vida. Alguien ha muerto: Germán. Me parece increíble, aun monstruoso, que pueda pronunciar su nombre, escribirlo, y no detenerme, y seguir adelante. Sí, literatura. Cuando ya me negaba a todo testimonio personal, los dedos agarrotados y la garganta, pensé en Germán Rozenmacher. En su trágica muerte. Más espantosa aún por Juampi, que murió con él, y por Chana y Lucas, que quedaron con nosotros. Pero pensé también en su vida, en la lección que aprendí, aprendieron todos quienes fuimos sus amigos y trabajamos a su lado. Lección de un hacer diario, sin énfasis rumbosos ni grandes palabras. Sin modorras. Literatura, sí. Como la entendía Rozenmacher: como un dolor. Escribir sobre aquello que nos preocupa, que nos empuja desde el nudo mismo de nuestros conflictos, que sabemos oscura, contradictoria y dificultosamente. Escribir, entonces, no es un adorno. No es lindo. Nada lindo. Ahora sólo persisten los recuerdos, demasiado raudos. Seco el canto. Nos vimos en el viejo local de la Facultad de Filosofía y Letras, en Viamonte al 400 (la lectura de algunos cuentos anteriores a Cabecita negra, una módica discusión —él prefería a Faulkner, yo a Hemingway— e incontables comentarios sobre los mutuos padecimientos del latín); en casa de un amigo común, en las barrancas de Belgrano (mientras escuchábamos unos discos de jazz, con las manos en la boca a modo de trompeta y una alegría que le brotaba de todo el cuerpo, espontánea e inconteniblemente, como un torrente, Germán conseguía sorprendentes imitaciones musicales); en la redacción de Así (donde, en mis esporádicas visitas, supe de su adhesión al peronismo y luego de la actitud que —sin desconocer en absoluto su condición de judío— había asumido en favor de los pueblos árabes ante el conflicto con Israel); finalmente, en la revista Siete Días (en la cual trabajamos escritorio por medio durante más de un año: allí descubrí al gran periodista —no de escalafón, sino de veras—, como lo prueban sus notas sobre la Patagonia, la Isla de Pascua o el Chaco, sus entrevistas, sus críticas teatrales, plenas de pasión y de observaciones agudas, que delinean un programa coherente para la escena nacional; y también volví a encontrarme con ese trabajador de la literatura fervoroso e incansable, que ya conocía). El recuerdo siempre traicionará estos largos meses de trato cotidiano, en los que tantas cosas se pusieron a prueba. Anécdotas: a raíz de un comentario de Tizziani, su arrebatada defensa de la narrativa de Arguedas frente a la de Cortázar; su desconfianza ante mis entusiasmos por Brecht y, en cambio, su enorme admiración por Michel de Ghelderode y Valle Inclán; su beneplácito o tácita aprobación cuando yo creía percibir un clima chejoviano en Tristezas de la pieza de hotel, pero su perplejidad o negativa a admitir parentescos dramáticos con Saverio-Arlt en El caballero de Indias, reconociéndole su descendencia de los grotescos discepolianos; la lectura o discusión —muy lejos de él la petulancia o la suficiencia de los condecorados burócratas de nuestras letras— de sus propias obras o de fragmentos o escenas recién salidas del horno. Pero otros hechos, otras palabras —el trabajo, los hijos— alimentaban tanto como la literatura nuestro trato cotidiano.
Como todos los hombres, este escritor no era perfecto. Como todos los escritores, este hombre tampoco lo era. Sólo que él, como muy pocos, hubiese admitido —sin desdeñarlas ni sobrevalorarlas— sus limitaciones. Indudablemente, cabe juzgarlo ahora como periodista, narrador y dramaturgo. Otros harán ese análisis. Yo sólo sé decir que "El gato dorado" o "Blues en la noche" se cuentan entre las mejores páginas que nos ha deparado la literatura nacional en estos últimos años. También, que su autor era un muchacho “feo, judío, rante y sentimental”; que las escribió en un país subdesarrollado, pero con fieros delirios de grandeza; que vivió hasta las heces sus contradicciones y las del país; que ese muchacho se llamaba Germán Rozenmacher; que era mi amigo; que él ha muerto. Nada más.
Fuente: Revista Macedonio, nº 12/13, Buenos Aires, 1972, pp. 39-41.
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