miércoles, septiembre 30, 2015

La rata tullida en las redes pegajosas de la Historia

Ya no recuerdo siquiera la sonrisa azul de sus cadáveres ni sus nombres, ni nada. Sentado en el último apestoso escalón, les indico el camino, señalo la Rosa de los Vientos y mastico lentamente el espesor del Destino. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
El hermano Aldo ya no está. Todos se han ido. Edith apareció anoche para decirme cosas que no entiendo.
Pongan la vista al frente y sigan el viaje de esta bazofia humana.
Si todo final está al comienzo, el asunto se inicia en la cola de ese bicho maldito y condenado por generaciones, que cae de pronto en las redes pegajosas de la Historia. Una rata completa, tullida y macrocéfala, de bigotes amarillentos. Te la menciono porque tuvo, como cualquiera de nosotros, participación destacada en los acontecimientos aún por narrar ocurridos allá, en las cunas vacías de una civilización ensangrentada, sin duda tan importantes como los narrados en presente.
La veo correr atropelladamente sobre sus patitas elásticas, atisbando sin descanso, maliciosamente, los caminos del cielo y del infierno: un par de ojos bailarines y astutos que en realidad nadie apreciaba. Inteligente y cagona, chillaba por igual frente al peligro que ante las alegrías salvajes de la vida.
Era capaz de defecar mientras huía o de practicar el amor en lugares inverosímiles. Sus hermanas de raza no le daban mucha bola. En esta época es una rata saludable pero solitaria, cuyos orígenes se pierden en la oscuridad de los siglos asiáticos.
Emergiendo de los tentadores retretes del patio, atravesó enceguecida el ruidoso salón polvoriento, serpenteando entre piernas vivas y patas de madera, y por puro placer rozó el talón de Alfredo que apoyaba en ese momento tres dedos de su mano izquierda sobre el paño verde. Después, con la eléctrica intrepidez del susto, se hundió de cabeza en el único agujero al pie del mostrador.
Me llamo Alfredo.
Con el índice y el pulgar formó un arito arriba. El palo se deslizó suavemente de ida y vuelta. Ahora pensó en su hermana y se distrajo. La imaginó aplacando la sed en las vertientes de Kant, con ese esfuerzo mental que la obligaba a entrecerrar los ojos y morderse la lengua. La punta-lengua-azul titubeó un instante, retrocedió realizando varios amagos histéricos hasta pegar sin fuerza en la bola blanca que tocó apenas el flanco de la bola roja para terminar agonizando humillada en un rincón de la mesa.
Así comienza el asunto, pero nunca hay que fiarse de las apariencias.
El muchacho irguió el cuerpo mirando a su compañero, un desconocido con quien había jugado varias veces. Éste hizo un gesto como restándole importancia a la pifiada, pero Alfredo adivinó su profunda incomodidad. Tal vez, se dijo malhumorado mirando de reojo hacia la calle (donde momentos antes había creído ver movimiento de policías), todo el optimismo del tipo, hasta el fin del día, dependiera exclusivamente de ese juego.
Los hombres de la pareja contraria, ambos escogidos al azar, arrugaron sus frentes apenados sin poder controlar ciertos tics de satisfacción; enseguida parecieron más alegres. De este modo se cocinan las ilusiones. Todo esto lo percibió él, maravillado, en menos de un segundo, pensando que debía concentrarse. En caso contrario, la mínima acción, un temblor repentino, la palidez, hablar en voz alta, lo delataría.
Uno de aquellos rivales contingentes había estado contando chistes insoportables durante los primeros veinte minutos, sacudiendo el salón con sus risotadas, para caer luego en un pozo y permanecer silencioso, quizás dedicado a rumiar algún sordo rencor o soportando una situación tirante en un lugar despreciable del cual no podía desprenderse por falta de personalidad. También la fatalidad se ensaña con insignificantes presas. Ahora, observó Alfredo, el tipo tornaba menos vigorosamente a ser sociable. ¿Qué dispositivo mental prepara la trampa para que un infeliz se inyecte dosis de putrefacto optimismo? Lo consideró con vago interés desde la silla en que se había sentado, junto a la mesita, el taco entre las piernas, un vaso de ginebra al alcance de la mano.
Enderezó el cuello. Tenía humedecida la frente. El dolor de la nuca no había desaparecido del todo. Observar es acortar el tiempo; sólo transpiran los desocupados. La transpiración del miedo huele a meada. Nada que ver con el sobaco del campesino. El olor a hombre de trabajo le producía un odio violento unido a cierta envidia. Eran atractivas las camisas de los hombres rudos. Tenía imágenes tan precisas que temió ser descubierto. Como las observaciones formales suelen pasar de largo, repitió por tercera vez:
—Hoy sí me voy a acostar temprano.
Nadie interpreta estos comentarios mientras juega, pero quizás un día, más tarde, en el momento oportuno, se verían obligados a recordarlo.
El otro rival apoyaba las manos sobre el paño: la intensa luz resaltó su fofa blancura. Un anillo inicialado apretaba la grasa. En mi ciudad los anillos son el lujo de las bestias, su patente de tránsito, una grosera aspiración al Absoluto (Filiberto tenía esa misma papada estropoveteada por el roce del cuello almidonado).
Un cura incursionista, imaginó, animado de redención y de fáciles erecciones reprimidas, confundiéndose en el mar de los ahogados, para probar.
No obstante, en este muestrario (según había determinado) salvaje e impúdico de la Humanidad Obsecuente, quien más le llamaba la atención era su propio compañero de juego. Como solía ocurrir en estos casos, le encontró un remoto parecido con su padre (quizás fuera su padre, metamorfoseado por los secretos poderes de taumaturgo que poseía —era imposible saberlo, sobre todo cuando la mayoría de los hombres mayores de cuarenta años encerraban esa posibilidad). Éste debía tener cincuenta años o más, la piel color aceituna. Cada vez que realizaba un movimiento, el olor a nicotina saliendo de los poros, confundido con la humedad del alcohol, abanicaba el aire. Provenientes de las pestañas, una que otra gotita se balanceaba en el extremo de su nariz antes de caer sobre el paño. A veces, con el objeto de desprenderlas, realizaba bruscos movimientos de cabeza o restregaba la jeta en el hombro, cerca de la axila.
Se la olía. Alfredo observó que a pesar de su permanente ansiedad el tipo parecía un muerto: aquellos ojos color ceniza estaban apagados, desmintiendo cierta desenvoltura postiza, un intento curioso de ser simpático. Era casi calvo, con cabellos distribuidos a los costados, aplastados por la gomina y ligeramente enrulados en los bordes. Esto le confería un aspecto poco higiénico, acentuado por los oscuros filos del cuello de su camisa y la ausencia del primer botón. Primer descubrimiento: la inminencia de los grandes actos inclina hacia las minucias. ¿Será verdad que Eichmann se puso desodorante minutos antes de subir al cadalso? También Kaliaiev limpió la nieve de su bota al pie de su cruz.
Catania, Carlos (2015 [1978]). Las varonesas, Buenos Aires, Las cuarenta, pp. 17-20. 

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