En otros 24 de marzo, recuperé un fragmento de El alimento de los héroes, de Antonio Marimón, el relato pulp "Cacería sangrienta o la daga de Pat Sullivan", de Humberto Costantini, y un texto ácido y genial de Osvaldo Lamborghini titulado "Se equivocaban de departamento". En este verano tuve la oportunidad de descubrir a una autora platense destacada pero también un poco olvidada: Amalia Jamilis. Si bien me hubiera gustado recuperar otro relato de su libro Parque de animales (1998) (pienso en "Hydrolagus Purpurescens") por falta de tiempo no llegué, comparto un relato interesante "Ciudad sobre el Támesis" del libro homónimo de 1988. En la trama el clima de dictadura se entremezcla con las clases particulares de un niño, su especial propensión a los crucigramas y el mito del minotauro. Me pareció un acercamiento original a un tema que en otros casos ha caído en la oscuridad o en el lugar común. Vaya, entonces, este cuento de Amalia Jamilis para este día de la memoria.
Ciudad sobre el Támesis (Amalia Jamilis)
Quizá, en ese momento, el sol, de un melancólico color morado, tiña la habitación, ilumine la mesa, profusamente tallada, como la tarde en que se sentó por primera vez ante el chico, entretenido en desgarrar el cintex adherido al envoltorio de los cuadernos.
—No sé qué hacer con él —le había confiado la mujer, deprimida—. No estudia, se pasa el día leyendo revistas y haciendo crucigramas.
La ventana estaba entreabierta, con la persiana baja hasta poco menos de la mitad, para impedir la entrada del calor y de la luz. Sin embargo, en la sombra, se distinguían los muebles de falso estilo imperio que llenaban la habitación. Eran muebles pesados, severos, pero, en alguna medida se establecía cierta coherencia entre ellos y las paredes, tapizadas con un papel de un lacre desteñido, sobre las cuales distintos
paisajes y naturalezas muertas de colores vivaces, colgaban, enmarcados en cedro oscuro.
Mientras escuchaba a la mujer y miraba al chico, que maniobraba ahora con los cuadernos, raspando el extremo de un lápiz contra la espiral de alambre, se dio cuenta de que experimentaba un sentimiento de abyecta complacencia, como si esa impersonalidad fuese un rasgo tranquilizador.
Sobre la gran mesa, junto a una lámpara en forma de bola, se veía un diario abierto en la página de los crucigramas y al lado un bolígrafo azul.
—También mira mucha televisión, pero no lo puedo culpar. —la mujer acarició sin convicción al niño, mediante un gesto que consistía en retirarle el pelo de los ojos.— Estamos todos muy nerviosos a causa de mi marido.
—¿El capitán? ¿Puedo preguntarle por qué?
—Ya casi no atendemos el teléfono y colocamos burletes por todas partes. Desde mañana tendremos custodia.
Él se sintió afectado y observó que, sobre la mesa, había una zona hermosa, mordida por la bruma color morado, un bello círculo, un poco más pálido que el resto.
Le explicó a la mujer que comenzarían repasando Ciencias Naturales y Matemática, que el plan sería: marchar de lo conocido a lo desconocido, por medio de lo semejante y vio, del otro lado de la mesa, al
chico, con la barbilla entre las manos, mirando el diario de soslayo.
—¿Cómo andan los crucigramas? —le preguntó cuando la madre los dejó solos. Del otro lado de la mesa, un rostro pálido, vagamente desdichado, se levantó hacia él.
—Bien —contestó, pero se lamentó de no poder llenar dos casilleros: ciudad sobre el Támesis, siete letras, vertical, y héroe que dio muerte al Minotauro, cinco, horizontal.
Ahora, el niño estaba sentado a horcajadas en su taburete, que había hecho girar hasta colocarlo en forma perpendicular en relación a la mesa.
Trató de armar una respuesta breve, mediante la cual pudiera hacerle entender al chico que lo fundamental eran las Ciencias Naturales y la Matemática antes que los crucigramas, pero se dio cuenta en el acto de que el deseo de ganarse su estima lo desbordaba.
Estaba todavía preocupado por el extremo interés del chico ante su descripción de la isla de Naxos, del navío, con su vela negra, no totalmente desplegada, del rey Egeo, deshecho en lágrimas en el muelle, cuando la puerta de entrada se abrió y, erguido en el umbral, un poco despeinado, con aspecto friolento, evaluando el sentido de lo que tenía delante de sí, su peso, su densidad, su estremecimiento, su peligro, su olor, vio al capitán.
—Ustedes dos, por allá.
Uno de los hombres echó a andar con cuidado hasta la puerta verde. El otro, más joven, rubio, de ojos miopes, muy delgado, empezó a caminar a los tumbos, como si estuviera borracho. El cabo le puso la metralleta en las costillas y, al sentir su dura presión, el rubio trató de caminar derecho.
—Pero, ¿quién...? —empezó a decir el mayor de los dos hombres.
—El capitán quiere hablar con ustedes.
Estaba sentado en una silla giratoria y garrapateaba algo con una estilográfica, como quien juega, sobre un block. Cuando entraron los miró con odio. Muchas veces se había interrogado acerca de los motivos de ese odio y comprendía que se trataba de algo que iba más allá de los razonamientos y las fobias, pero no sabía qué. Ahora sentía crecer la furia en las aletas palpitantes de la nariz, en los ojos, enrojecidos, en las manos, como de mármol.
—Aquí están, capitán.
Los miró con una sensación de demencia, como si el cuarto hubiera estado lleno de voces que le susurraban en los oídos.
Con una señal de la cabeza hizo salir al cabo.
El aguacero de octubre redimía el calor de la tarde y los únicos sonidos provenían de los arroyos que corrían del otro lado de la ventana y de la voz monótona del chico, recitando su lección de Botánica.
—Los jueves voy a visitar a mi abuela. Tiene una enciclopedia donde, seguro, está la historia de Teseo —dijo de pronto, interrumpiéndose.
“Irá con su madre”, pensó él e imaginó a una vieja mujer en una mecedora, junto a un foco donde revoloteaban las mariposas de luz, antes de las tormentas. Miró los angostos riachos que corrían contra la ventana, casi silenciosos ahora, veloces. “Debe ir con la madre”.
—Papá y yo vamos a cenar todos los jueves. Mi abuela Leonor es la madre de mi papá. A mi mamá no le gusta ir porque juega a la canasta. En la enciclopedia de mi abuela voy a buscar la ilustración de Teseo matando al Minotauro.
No debió haberse sorprendido esa tarde cuando vio a los dos custodios junto a la puerta, pero igual se sorprendió ante lo incongruente de los dos hombres, allí parados, uno muy morocho, casi negro, con anteojos ahumados de armazón de metal, flaco, enjuto y con un aspecto curiosamente débil. Grande y gordo el otro, con unos hombros tan altos que parecían nacerle a la altura del mentón, los dos en esa calle de ocasionales mansardas, de portones verdes de cocheras, de azoteas planas con repentinas balaustradas de piedra, de sótanos de los que ascendía un leve hálito helado, de residencias de comienzos de siglo, decoradas con urnas y racimos.
—¿Y llegó a ser rey? —el niño se balanceaba, cabalgando sobre su taburete.
—Llegó a ser rey y se sentó en el trono de Egeo —le contestó él, pero no quiso entrar en disquisiciones y explicarle que, finalmente, había sido arrojado de la ciudad en llamas, al otro lado del mar, para ir a morir a la isla de Esciros.
Durante un rato miraron en silencio los ramajes, un poco disueltos por la lluvia, que se balanceaban proyectando sus rígidas sombras sobre la ventana.
De los dos, él fue el primero en regresar a la situación.
—Volvamos a lo nuestro —dijo.
—Yo no sé nada, capitán; se los dije de todas las formas, no sé nada, nada. Mátenme, si quieren, pero yo no sé nada.
El mayor de los dos hombres parecía animado por un valor efímero y la ansiedad le imprimía un acento tironeado, asmático, a la voz.
—Nosotros sabemos perfectamente que ustedes son dos infelices, que no tienen vinculación, ni encuadre con nada. Están acá, como todos los otros, por vender ballenitas. Pero ahora los mandé traer para preguntarles algo. Contéstenme a esto: ¿alguna vez, volaron? —El capitán sonreía con los ojos fijos, sin olvidar su propia geometría, la línea firme de la quijada, los ángulos delgados y precisos de la nariz, la
condición lineal de las cejas. Pero, como los hombres, perplejos, tardaban en contestar, comenzó a desmoronarse por la base: las mandíbulas parecieron hincharse, las mejillas se resquebrajaron en bolsas cuidadosamente rasuradas, la boca se volvió lisa, lívida, harinosa.
—Contesten, carajo.
—Yo volé una vez a Neuquén —dijo el más joven— pero hace mucho, era casi un chico —se veía que procuraba que su voz saliera firme, pero tenía los ojos amarillos, desorbitados, la boca abierta de terror.
—¿Y vos?
Había algo absurdo en la postura del mayor de los hombres, como si fuese a vulnerar en cualquier momento la ley de gravedad. El capitán advirtió con satisfacción el temblor en las rodillas del hombre. Tenía una pierna monstruosamente hinchada en el sector del muslo y la mano de ese mismo lado parecía un globo verde-violáceo a punto de estallar.
—Yo no. Nunca volé.
—¿Nunca? Pero, qué cosa. Esto no puede quedar así —la voz del capitán sonó extraordinariamente fuerte en medio del súbito silencio.
—La experiencia es todo en la vida. Vamos a hacer lo siguiente: esta noche van a subir a un avión, un avión sin puertas, que cruzará el Río de la Plata, pero al llegar a la mitad del viaje, una mano los empuja y ustedes, uuuommm, a volar. Y no me digan que tienen miedo, ¿eh? La pucha, gente grande, parece mentira. Un hombre sin coraje no vale una mierda.
Se miraron dentro del jeep, pero nadie habló. Él bajó y caminó lentamente hacia la esquina, sin perder de vista la fachada de la casa, con dos rectángulos de césped, atravesados por un angosto pasadizo. Pensó que se retrasaban demasiado y trató de imaginar a los que estaban aguardando en la camioneta, detrás del jeep. Allí eran ocho para rodear el auto, una vez que se detuviera, más los tres del jeep. En la oscuridad avanzó hacia la casa hasta que, adelantándose a otros vehículos que lo flanqueaban, el Ford, reluciente, dejó paso y se fue situando a la izquierda. Adelante iba el chofer y uno de los guardias, atrás el otro custodio con el chico y el capitán. Alcanzó a ver una fuente, en un ángulo del jardín, con ranas, querubines y tritones y una
especie de abanico de piedra, que protegía una herradura de flores, ya negras, en medio de la noche.
Primero bajó el custodio de adelante y fue a abrir la puerta del capitán. El chofer lo hizo después y aguardó al resto para cerrar. Cuando los que iban atrás pusieron los pies en la vereda, ya estaban rodeados. Antes de que los guardias alcanzaran a apuntarlos él se abalanzó y tomó al chico, que acababa de reconocerlo y se había transformado en una máscara despavorida, sin descripción ni forma, y corrió arrastrándolo del brazo y comprendió que estaba llorando con grandes gritos desesperados. En tanto cruzaban hacia la acera opuesta escuchó las primeras ráfagas, los vanos disparos, que constituían la respuesta de los guardias, y un último tableteo.
Mientras se agazapaba con el chico en el interior del jeep, que ya iniciaba la marcha, recordó, de golpe, el crucigrama sin resolver, el único casillero en blanco: ciudad sobre el Támesis, siete letras, vertical. Después partieron a toda velocidad.
Jamilis, Amalia (1988): Ciudad sobre el Támesis, Buenos Aires, Legasa, pp. 19-25.
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