Si la obra de Bernardo Kordon se lee poco, su libro de crónicas y viajes Manía ambulatoria (1978) directamente no se lee. Y sin embargo, entre las páginas de ese pequeño volumen publicado en plena dictadura militar por la editoria El Ateneo, se pueden encontrar textos hermosos y cautivantes como "Un rincón para vivir", "El día que comí perro" y "Expedición al oeste". Cierra el volumen la crónica que transcribo a continuación y que deseaba que fuera encontrable en el vastísimo mundo virtual. Lean a Kordon, lean todo lo que encuentren de este autor fascinante que siempre tenía una aventura y una mirada personal guardada bajo la pluma.
Función de cine en Auschwitz (Bernardo Kordon)
Entre barreras de nieve y hielo el tren se abrió camino de Varsovia hasta Cracovia. Castañeteando los dientes admiramos las murallas medievales conservadas en pleno centro de la ciudad. Esa noche hizo treinta grados bajo cero: el 62 fue uno de los inviernos más rigurosos que conoció Europa en este siglo.
Nos acompañaba Yolanda, traductora e intérprete de francés de la Unión de Escritores de Polonia. En ese momento la compadecía, porque en general compadezco a la gente que vive en países fríos. Creo que nadie se acostumbra totalmente al frío; siempre se sueña con el calor. Yolanda, por ejemplo, repartía las ilusiones en dos proyectos de viaje: visitar a París o las playas de Rumania. En este invierno olvidaba su vida dedicada al estudio del idioma y la literatura franceses para pensar en el verano rumano. Me describía un sol que nada tenía que ver con el que podía tomar en las playas del Báltico. Según ella, el sol rumano caía en vertical, ardiente desde el amanecer hasta el anochecer, con las implicaciones del vino abundante y los dulces que se comen a toda hora y en plena calle. Con treinta grados bajo cero, esas visiones mediterráneas o marnegrinas se convierten en verdaderas obsesiones: las cruzadas para rescatar los Sepulcros y la ayuda militar a los países árabes (y la invención de sus socialismos) pueden resultar simples pretextos para que los caballeros de las nieves puedan retozar en tierras calientes.
A Yolanda le debíamos muchas atenciones: le concedí pues el favor que pidió de no acompañarme a la visita a los campos de exterminio de Auschwitz. Tenía un familiar en Cracovia para visitar y, sobre todo, le resultaba muy deprimente recorrer el famoso campo de concentración. Una vez lo hizo en función de intérprete y por la impresión estuvo enferma un tiempo.
Al amanecer, un auto nos buscó en el hotel. El chófer hablaba polaco únicamente y ni intentó practicarlo, ensimismado en el peligroso manejo por la desierta y helada carretera, donde le resultó imposible evitar un par de vertiginosos trompos sobre el hielo. De vez en cuando aparecían algunas casas casi sepultadas bajo la nieve, pero ningún ser humano a la vista. En esos días de gran frío los niños no van a la escuela, ni tampoco se entierra a los muertos.
En los techos se veía a esos Cristos de madera, tan peculiares de los polacos, unas imágenes de madera talladas por los campesinos, donde Cristo, con la barba apoyada en la mano, reflexiona con patético desaliento.
El chófer abrió la puerta del coche y con un gesto me invitó a descender. Yo esperaba encontrar a esos guardianes y guías que no faltan en ningún lugar histórico europeo, pero aquí nada por ahora. Bien me habían prevenido que no era temporada de visitas, sin contar con que en tiempo de tanto frío se suspende casi todo el tráfico carretero. Inclusive en esos días Varsovia tiritaba desabastecida de carbón: muchos camiones estaban bloqueados por la nieve y el hielo en las zonas hulleras.
Quizás por precaución y disimulo (hasta el último momento trataban de esconder a los prisioneros que eran llevados al exterminio) el gran portón del campo de concentración parece la entrada de una vieja fábrica o de un parque particular. Letras góticas en hierro forjado proponen en alemán: “La libertad por el trabajo”. Al trasponer este portón los viajeros agotados o moribundos eran recibidos por guardianes y perros que comentaban la primera “selección” con el fondo musical de una orquesta integrada por los mismos detenidos. (En la película soviética “El destino de un hombre" la orquesta recibe a un contingente de prisioneros rusos con un tango de salón, seguramente resumiendo la refinada decadencia de Europa entre las dos guerras.)
El portón permanecía cerrado y el chófer avisó nuestra presencia con largos bocinazos, hasta que apareció una figura menuda y doblada por el viento helado. Era un ex detenido. Único sobreviviente de un grupo de judíos polacos que no se retiró nunca del campo de concentración, a fin de cumplir él también con el destino de toda su familia: morir en Auschwitz. Hablaba alemán y polaco, palabras de inglés y francés, y seguramente de muchos otros idiomas de esa cosmopolita Babel.
El auto no detuvo el motor, seguramente para no helarse, y se volvió a Cracovia u otro lugar para buscarme más tarde. Quedé solo con el guardia y nos entendimos con palabras sueltas y gestos. Éramos dos hombrecitos en medio de un abrumador paisaje lunar que en verdad nada tiene de irreal: grandes edificios e inmensos patios expresan el carácter modernísimo y utilitario de Auschwitz.
Cuando nos encaminamos hacia los hornos de cremación, llamó mi atención una inmensa viga que atravesaba el patio principal e imponía su abrumadora fuerza contra el cielo gris oscuro. Recordé la frase con que David Rousset comienza su monumental testimonio (Les jours de notre mort): La potence était énorme. Se lo dije al guía y él exclamó:
—¡Potence, ya, galgen, tlié, szubienica! (Horca en francés, alemán, idish, polaco: en todos los idiomas de la cosmopolita Auschwitz).
Por libros, fotos y documentales yo sabía bastante sobre ese campo de concentración. Seguramente contemplaba aquello con cierto gesto de conocedor, porque el guardián sonrió con triste malicia y me llevó hasta unas celdas bajas, casi a ras del suelo y fuertemente enrejadas, como para contener los arrebatos de tigres y leones.
—Kannibalismus —me dijo suavemente, casi al oído.
Con los dedos señaló dos, tres, cuatro.
—Mann, frau, kindlein.
Hombres, mujeres, niños. Los encerraban en esas jaulas y, a través de las rejas, bajo pretexto científico, contemplaban los debates y los delirios del hambre, que terminaban en canibalismo.
He aquí los inmensos depósitos de cabellos cuidadosamente empaquetados para ser embarcados a Alemania para relleno de colchones de hogares arios. Montañas de zapatos usados, armaduras de anteojos, valijas sin dueños, aparatos ortopédicos, sillones de ruedas, piernas de palo, pálidas manos de madera. Sobrevivieron a sus dueños, se salvaron de los hornos crematorios, allí quedaron recuperados y debidamente inventariados. ¿Por qué se habla del milagro alemán como algo de los últimos tiempos? Auschwitz es todo un monumento a la organización alemana. Allí nunca obró el odio primitivo y ciego sino el más puro sentido de utilidad. Guardaban cantidades fabulosas de gastados cepillos de dientes, brochas inservibles, zapatos desfondados. Todo pasaba por minuciosas revisaciones de especialistas alemanes. Todo era desarmado, inspeccionado, hasta agotar las posibilidades de que el condenado lograse esconder un billete, una moneda, un recuerdo de hombre libre. No fuese que entre los millones de torturados y gaseados alguien lograse escabullir un alfiler o un recuerdo, ocultar cualquier valor material o espiritual al Poderoso Tercer Reich. El infierno de los vivientes puede convertirse en el paraíso de los burócratas. Hay interminables listas de todos los valores “recuperados”. Entre ellas descubro la anotación de dos monedas chilenas que pertenecieron a un sefardí detenido en Salónica, traído en vagón carguero para ser gaseado a miles de kilómetros de su Grecia natal.
Después de recorrer esos inmensos depósitos el guía nos condujo hasta un salón con un proyector de cine, y desapareció. El frío subía del suelo de cemento y parecía cortarme los pies. No pude dominar el impulso de saltar para separarme algún instante del suelo helado. Después inicié un movido zapateo para calentarme los pies. El guardián entró y sonrió al verme dedicado a este ejercicio (recordé que lo practicaron con entusiasmo los generales alemanes frente a las cámaras cinematográficas cuando se entregaron en Stalingrado). Traía varios rollos de películas documentales sobre Auschwitz, algunas tomadas por los mismos alemanes. En cuclillas sobre una butaca, alivié el frío de los pies. Y comenzó el gran desfile del campo en el día de su liberación: los semicadáveres que ya no podían moverse, las montañas de esqueletos, los grupos de detenidos que acorralaban m algunos verdugos que les imploraban perdón. Esa función de cine en Auschwitz resucitó vidas y muertes que llenaron la perspectiva fabril de inmensos depósitos e interminables listas que terminaba de transitar. Digamos una gran fábrica abandonada después de haber cumplido concienzudamente su producción, igual a esas usinas salitreras abandonadas y sus ciudades muertas que conocí en el norte de Chile.
Hay veces que en medio de la conversación más animada puedo internarme en un recóndito monólogo. Del mismo modo, la oscuridad de un cine me sirve para vivir mi propia película. Algo así me ocurrió en esa función de cine en Auschwitz. Sobre esas imágenes de cadáveres y vivientes, que tanto se parecían entre sí, comencé a reconstruir el rostro del judío que hasta el último momento conservó dos monedas de un país para él tan lejano como Chile. La burocracia nazi había borrado su nombre como también su cuerpo cremado, pero con la misma aplicación había registrado esas dos monedas recuperadas para el poderío del Tercer Reich. Sobre el fondo de la película no me resultó difícil reconstruir el rostro del sefardí: un judío que hablaba español. Igual que yo.
Kordon, Bernardo (1978). Manía ambulatoria, Buenos Aires, El Ateneo, pp. 131-136.
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