Comparto el texto que abre el libro Historia de la soledad (1969), de José Edmundo Clemente (ya he posteado sobre esta pequeña gran obra, acá y acá). El primer olvidado es Demódoco de Corcica, creador del mito del caballo de Troya.
1. Demódoco de Corcira (José Edmundo Clemente)
El principio. En el principio fue el mito, porque en el principio fue la imaginación. Los días repetidos, el tedio de las horas iguales, la incertidumbre cotidiana; la noche y el rayo. La muerte. El pasado sin pasado. La soledad. Todo lleva a la vacilante imaginación del hombre primitivo a buscar refugio en un mundo habitado por seres fuertes, irreales, libre de los temores vulgares de la tierra. Nace el mito como desesperación de la mente ante la pobre realidad que circunda la vida inicial; como angustiosa proyección del instinto de no morir. Religión o filosofía. O como esa perduración más inmediata a su voluntad, la del arte. El arte es la inmortalidad del sentimiento; eternidad de la imaginación. Los pueblos sin mitología son pueblos sin cultura, porque son pueblos sin imaginación ni conciencia de soledad. Imaginación y soledad forman aquí un coincidente arco conceptual, no una frase apoyada en simple arquitectura decorativa. Las palabras buscan su vértice gótico por necesidad interior. Sin imaginación no hay cultura; la soledad ya es una sensibilidad de la imaginación.
La preponderancia del mito en el origen de la cultura sirve para abrir otra historia antigua, la de la ingratitud. Olvidar el nombre de su creador parece ser la esencia del mito, como si el anonimato fuera su verdadera estirpe fantasmal. De ahí que nunca sorprenda la falta de autor en la portada de epopeyas y leyendas mitológicas; cuando mucho, por complacencia, admitimos una imaginación creadora colectiva a fin de aminorar la culpa de este descuido. Obras de extensión orgánica que denuncian un trazo único y personal, carecen de identificación. La vieja historia egipcia de Sinuhé, la epopeya del héroe sumerio Gilgamesh, nuestro español cantar de Mío Cid, son algunos monumentos al “autor desconocido”. Con rara fortuna, Homero escapa a esa oscura categoría, sin que, naturalmente, falten escépticos profesionales discutiendo si su nombre traduce un apelativo generalizador ('Omero: ciego; recitador ambulante). Aun hoy, cualquier defensa o crítica fanática despierta partidarios o detractores. Yo deseo evitarme dudas innecesarias; preocupa a mi Historia de la Soledad el nombre de un poeta menor, escondido en la interminable discusión sobre el creador de la Ilíada y que, paradójicamente, lo representa a menudo. Me refiero a Demódoco de Corcira y a su divulgada leyenda del caballo de Troya, leyenda que sintetiza con frecuencia la ilustración gráfica del poema homérico y acapara unánime la inspiración de artistas e historiadores. La documentación siguiente tiende a llamar la atención de los arqueólogos literarios y a recuperar del olvido a este solitario de la mitología.
Muchos creen haber leído en la Ilíada el pasaje que describe la introducción en la ciudadela troyana del enorme caballo fabricado por Epeo y cuya astucia se atribuye a Ulises. El abultado diccionario Espasa (t. 64, pág. 1072) cae en la alucinación popular al describir la hazaña ocurriendo en la Ilíada. Ilusión tipográfica. Cualquier lector puede comprobarlo revisando los XXIV cantos del poema. Salvo breves alusiones en la Odisea, impugnadas de interpolaciones al texto original, poco dice Homero de los soldados escondidos en el incómodo caballo. Solamente el recitado del aedo de Alkinoo, Demódoco, atiende la narración prolija de este hecho, decisivo en esa larga guerra. ¿Por qué, entonces, el pasaje ausente de la Ilíada llegó a representarla con insistencia casi testaruda? ¿Será esta la verdadera misión del caballo de Troya: entrar subrepticiamente en la ciudad, en nosotros, en nuestra confianza, y luego dominar nuestra imaginación y someterla? ¿Será esta, al cabo, la metáfora más alta y valedera de la mitología?
Resulta curioso que los fragmentos ajenos hayan impreso fuerte carácter guerrero a un texto de obstinada motivación femenina. El rapto de una mujer provoca la expedición de los aqueos contra las distantes murallas de Troya; diez años de penosas batallas solamente por el nombre de Helena. El argumento arranca con la célebre “cólera de Aquiles”; cólera encrespada porque Agamenón obliga al de “los pies ligeros” a entregarle la cautiva Briseida, favorita del héroe; humillación impuesta por el aterida porque, a su vez, Aquiles le instó antes en público a devolver a los padres de ella a otra cautiva hermosa, a Criseida, a la que se aficionara demasiado el rey micénico (“La prefiero a Clitemnestra, mi legítima esposa”). Enfurecido, Aquiles abandona la lucha y deja a sus compañeros a merced de los troyanos; ninguna súplica patriótica ablanda el enojo del amante dolido. Al promediar la lectura de la Ilíada sabemos que estos cruzados mitológicos no pretenden liberar una tierra santa, conquistar ni defender mercados: únicamente quieren rescatar a la joven y bella mujer de Menelao y sacar provecho de la ofensa de Paris. (“Nadie se dé prisa por volver a su casa antes de haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida y los gemidos de Helena”.) El rostro femenino ocupa constantemente el impulso argumental; de un bando, Helena, Briseida, Criseida y Clitemnestra; de otro, Hécuba, en el papel dramático de madre de los vencidos; la altiva Casandra, resignada a su ínfimo destino de botín de guerra; Andrómaca, protagonista de uno de los momentos más elocuentes y patéticos del poema: la despedida de su esposo Héctor. Ni los dioses escapan a la preponderancia femenina; la decisión de Zeus a favor de los troyanos sucumbe ante la desobediencia tenaz de su esposa Hera y de su hija Atenea, simpatizantes de los argivos, pese a la doméstica advertencia del supremo marido: "No te valdrán cuantos dioses hay en el Olimpo cuando te ponga las manos encima". La Ilíada termina con los funerales de Héctor y nada cuenta del ilustre caballo capitaneado por Ulises. En la Odisea, Ulises esta más ocupado en sortear la continua red de intriga sentimental que lo demora del ansiado retorno a Ítaca, donde tiene mujer, hijo y casa. Desde la apasionada ninfa Calipso, la persistente Circe, las subyugantes sirenas, la encantadora Nausica, a la ya desfalleciente fidelidad de Penélope, corre la línea anecdótica de la Odisea, cuyo plano temático destaca los trabajos de un Don Juan venturoso que añora la tranquilidad repetida y sin sorpresa del hogar. Las pocas alusiones al caballo de madera (libros IV, VIII, XI) serán luego el motivo principal de este ensayo. Ulises arriba a Ítaca, recupera lo suyo, y Troya y la guerra de Troya se pierden en la suavidad del recuerdo. Helena había vuelto a compartir la felicidad sin rencores de Menelao, tal vez con cierta nostalgia de su malogrado y apuesto raptor. En el reverso de este complaciente final feliz, otra mujer, Clitemnestra, trama la muerte de su marido, el vencedor de Troya, el temido Agamenón, rey de reyes y protector de su pueblo. La sombra de la textualmente sacrificada Ifigenia pretende justificar las manos sangrientas de su madre.
Tres veces se menciona en la Odisea al famoso caballo, con menos de 46 versos en total en un poema de 12.110. La primera, durante el viaje del hijo de Ulises al reino de Menelao, a quien encuentra satisfecho junto a la dispuesta Helena. Telémaco se entera allí de la hazaña de su padre y de los aqueos en el interior del “caballo de pulimentada madera” (Od.; IV, 271-289). Casi la mitad de este breve pasaje fue atribuida a Arctino de Mileto. Victor Bérard, considerado el escoliasta moderno de mayor autoridad en Homero, va más lejos: opina que todo el recitado (Le voyage de Télémaque) “es de fecha anterior (a la Odisea) y de manos, como de valor, muy diferentes” (La Résurrection d’Homere; pág. 229). La segunda mención, a cargo del protagonista Demódoco, describe la simulada partida de los aqueos de las playas de Troya y la introducción del gigantesco caballo en el ágora teucra, así como la posterior acción de los argivos sembrando confusión y muerte en la ciudadela confiada e indefensa (Od.; VIII, 502-521).
En la tercera, Ulises visita a Aquiles en los infiernos y le cuenta el comportamiento valiente de Neoptolemo, hijo de Aquiles, durante la “operación caballo” (Od.; 523-533). Victor Bérard, en su monumental Introduction a l’Odyssée, considera La Visite aux enfers plagada de inserciones y de sobreinterpolaciones sospechosas (Ib.; t. III, pág. 268). Steuding corrobora las objeciones: "La Odisea fue seguramente concebida con un plan unitario y después ampliada. A estas ampliaciones pertenecen, sin duda, el descenso de Ulises a los infiernos, canto XI, así como la Telemaquía completa (I-IV)" (Mitología griega y romana; pgfo. 181). La desconfianza por los cantos IV y XI se reitera en muchas investigaciones. Yo quiero señalar un hecho evidente: la mención primera cuenta lo ocurrido dentro del caballo, sobreentendiéndose hechos anteriores —y exteriores— nunca narrados hasta entonces. Además, nótese la sospechosa simetría de los cantos IV y XI. En uno, el hijo de Ulises escucha de otro la hazaña de su padre; en la Visita, el padre de Neoptolemo escucha de otro la hazaña de su hijo. Volvamos al canto VIII, llamado “recitado en casa de Alkinoo”. Contiene dos narraciones notoriamente intercaladas en el guion principal: los amores adúlteros de Ares y Afrodita y la estratagema del memorable caballo. Están a cargo de Demódoco, poeta de la corte de Alkinoo, rey de Feacia, la de los hermosos jardines. La critica erudita separa “los amores”, sátira burlesca de la concupiscencia de los dioses, del resto, por ser “impropio del estilo de Homero” (Bérard; Int. a la Od.; II, cap. X). También Bérard advierte en las notas a su importante traducción al francés del poema (ed. Les Belles Lettres) que las andanzas del caballo de madera poseen “la oscuridad y la ambigüedad de las interpolaciones”. Quizás Homero nunca agregara estas narraciones a su obra, en particular la última, ajena e innecesaria a la trama del argumento principal de la Ilíada; encomio de Aquiles, no de la astucia de Ulises. Quizá en la antigüedad hayan estado bien marcados los márgenes de los fragmentos intercalados; luego, sucesivos “comedidos” borraron las esquinas a fin de dar a los versos unidad pedagógica, esa cómoda seguridad de yeso que tienen los materiales escolares. Lo cierto es que las junturas comienzan a separarse, según lo demuestran las apuntaciones revisadas.
Mi deslindamiento implacable de la Odisea aparenta caer en el entretenimiento negativo esquivado al comienzo. No se niega a Homero, se reconoce lo que le corresponde; además, los lectores saben que este revisionismo literario viene de lejos: ya Plutarco (Solón; X), Séneca (De Brevitate vitae; XIII, 2), Cicerón (De Oratore; III, 34, 137) y Pausanias (Descripción de Grecia; VII, 26, 16) se ocuparon de interpolaciones y de fundamentales dudas en los papiros homéricos. Restituir el nombre de Demódoco al frente de su recitado célebre, luego, no es tarea ociosa sino problemática y aventurera, pese a la honestidad del propio Homero, quien lo menciona con tanta evidencia que se lo toma más por un personaje teatral del poema, en vez de considerarlo ejecutor de sus propios versos.
Para ciertos doxógrafos conservadores, la ceguera del aedo Demódoco (“a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: privole de la vista, pero le concedió el dulce canto”) trasunta un evidente autorretrato de Homero. Otros toman mejores precauciones; Paul Mazon (Int. a la Ilíada; VII) alerta que la vinculación del ciego Demódoco con Homero es discutible. Yo diría con la supuesta ceguera de Homero, por cuanto las metáforas visuales del poema homérico no pueden haber sido imaginadas ni sentidas por un ciego de nacimiento. Recuérdese la comparación de las abejas que vuelan arracimadas sobre las flores primaverales con las familias de guerreros que acuden presurosas al llamado de los reyes (Il.; II, 85); la niebla “derramada en la cumbre de un monte” con la “densa polvareda levantada bajo los pies de los que se ponían en marcha y atravesaban con gran presteza la llanura” (Il.; III, 10). O esos primeros planos de la batalla que parecen filmados con la lente minuciosa de un teleobjetivo moderno. Ni que decir de la hermosa estampa del encuentro de Nausica con Ulises. G. Murray pregunta: ¿Por qué tiene que ser ciego Homero? “Acaso por esa vaga memoria de los tiempos primitivos en que todos los hombres útiles eran guerreros; los cojos, herreros y fabricantes de armas, y los ciegos, que no servían para otra cosa, meros cantores” (Lit. Griega; I). Hay quienes conciban las dos posibilidades opinando que Homero quedo ciego en edad muy avanzada. Aun así, cuesta imaginar al hacedor de la epopeya mayor de la literatura con este inmodesto elogio de sí mismo: “Demódoco, yo te alabo más que a otro mortal cualquiera, pues deben de haberte ensenado la Musa, hija de Zeus, o el mismo Apolo, a juzgar por lo primorosamente que cantas” (Od.; VIII, 487). O con la entusiasta información: "Canto el divinal Demódoco, tan honrado por el pueblo” (Odisea; XIII, 27-28). Creo más prudente suponer en estas alabanzas el testimonio de una admiración, antes que la confesión de una egolatría.
Según las escasas referencias obtenidas, Demódoco sería originario de Corcira, hoy Corfú, isla del mar Jónico; Automedes de Micena habría sido su maestro. La variante de la guerra de Troya, con el final del caballo, sería su obra principal. Sería, habría sido...; el modo potencial del verbo torna borrosa la biografía de Demódoco. Ello no asombra mucho, si recordamos que al famoso Homero varias ciudades le disputan todavía el honor de ser natales. Pocos indicios llevan hasta nuestro protagonista. Ovidio (Ibis; 272) habla fugazmente de Demódoco, y Plutarco (De la música; VI) cuenta que Heráclides (Póntico) en su Compilación de músicos notables asegura que “Demódoco, nativo de Corcira, fue un antiguo músico que escribió Las Nupcias de Afrodita y Hefesto y la Destrucción de Troya”; al último poema pertenecerían los versos 62-82 del canto VIII de la Odisea, donde se narra la disputa de Ulises y Aquiles, en presencia de Agamenón (Capello; III, pág. 261), y el famoso fragmento del recitado en la mansión de Alkinoo. Creo que la documentación encontrada colma mi tesis. La búsqueda ha sido ardua. Los especialistas en literatura griega prehomérica dedican una atención casual a Demódoco, y eso que las dudas sobre su existencia son cada vez menores. Nada impide creer que hayan existido realmente Demódoco y Femio. Homero no inventa; por algo Estrabón lo juzga mas fidedigno que Heródoto. Lo de inventar nombres para completar un cuadro de costumbres no es licencia compatible con aquella edad”, insiste Francisco Capello (Hist. Lit. Griega; III, pág. 198). Tampoco el autorizado helenista Alexis Pierron conviene “Que el nombre de Demódoco sea caprichoso y personaje de mera invención” (Hist. Lit. Griega; II). Pero, indudablemente, el mejor testimonio lo deja Homero, por omisión. En la estructura argumental de la Ilíada, lugar apropiado para el lucimiento de un relato de gran suspenso y atracción, como el del ingenioso caballo, nada dice de él. Termina con los funerales de Héctor, y ello basta para sugerir la derrota final de los troyanos. En cuanto a la Odisea, la breve intercalación ya analizada se pierde en el conjunto, por ser simplemente episódica, completaría Aristóteles (Poética; 1455, b. 15-24). Reivindicar a un poeta citado por Homero parecerá exceso de romanticismo a quienes niegan hasta la existencia de Homero. No pretendo retroceder a esa encuesta interminable e innecesaria. Me importa alegar que admitido Homero, debemos admitir a Demódoco. Seria vano alarde dialectico sospechar que ambos fueron solo "recitadores" de tradiciones populares, como si la forma y estilo —secuencia y manera— de la tradición de un pueblo no fueran también un aporte personal. Vuelvo al sentido positivo de mi ensayo. Mientras no se demuestre que otro escribió la Ilíada y la Odisea, Homero queda en ese lugar. Por ahora, propongo a Demódoco de Corcira para ocupar el suyo.
Demódoco de Corcira, antecesor de Homero, antecesor de la poesía; creador de mitos. Su fabuloso final de Troya persiste en la fantasía de la leyenda y en los libros de historia leyenda de eruditos— , que no pueden eludir ya al inventado caballo de madera. Persiste en los escritores y recitadores del ciclo aqueo-troyano; en Cineton Lacedemonio, Diodoro Eritreo, Testórides de Focea, Pisandro de Laranda y en el discutido Aretino de Mileto. Persiste en la toma de Troya del libro segundo de la Eneida; en la descripción de los frescos de Polignoto hecha por Pausanias; en la inspiración genial de Agesandro, Polidoro y Atanodoro, escultores del magnífico Laocoonte. Persiste en las frases y prevenciones populares como temido “presente griego”. Persiste con mayor fuerza aun que la trama principal de la Ilíada, y por ello la representa total en nuestra imaginación. Persiste en el símbolo universal de la astucia y de la sorpresa. ¡Demódoco de Corcira, poeta y citarista, solamente tu nombre no persiste!
En el comienzo fue el mito, porque en el comienzo fue el olvido, esa forma negligente de la ingratitud. Por eso liberamos al mito de indagaciones y fatigas. Actitud explicable con el mito religioso, cuya mejor gloria es la renuncia a la vanidad de la gloria. O con el mito filosófico; al cabo, la razón es un prejuicio intelectual que brilla y cambia como las estelas nocturnas de un artificio luminoso. Pero con la obra de arte estamos obligados a la averiguación del nombre creador. La obra artística es la única pertenencia temporal del hombre. Pertenencia sensual y afectiva, igual a la posesión de la mujer, al nacimiento del hijo. Reencontramos a Demódoco de Corcira solamente al reencontrar su obra. En el arte, la inmortalidad no es una frase abstracta y polémica; es una ambición cercana a cada uno. Subjetiva y táctil. La filosofía del arte es su presencia; su duración aquí y ahora. En el arte, como en la vida concreta de todos los días, la eternidad son los que quedan.
Clemente, José Edmundo (1969). Historia de la soledad, Buenos Aires, Siglo XXI editores, pp. 03-16.
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