El 6 de marzo de 1950, a los diecinueve años, Sara imaginó desde “San Pedro” una aventura literaria poco común, testimonio de su sensibilidad hada un mundo invisible y operante y versión larvada de lo que sería su fuerte cuestionamiento de las enseñanzas recibidas.
Recibí tu carta que papá me trajo junto con unos libros de filosofía; también me llegó tu telegrama ¡gracias!
Pero no he podido estudiar en todo el día por los nervios de una cosa que me pasó anoche y que nunca me vas a creer si te cuento.
Estaba durmiendo profundamente cuando me despiertan unos golpecitos en la ventana y una especie de cuchicheo que me decía que fuera al monte.
Papá no estaba, Miguel en una guitarreada, mamá arriba. Voy al cuarto de papá y agarro el revólver, me envuelvo en un poncho, y con los dientes castañeteando, digamos que de frío, entreabro un postigo del escritorio.
La luz de la luna inundaba todo. Asomo la cabeza y oigo en el monte un rumor como de voces.
Ahora vos, que has vivido aquí, hacete una idea de las cosas que me pasarían por la mente: un confuso tropel de ideas sobre el Vasco Elso, Nerita y otros entes me cruzó por la cabeza.
Desde luego que lo primero que decidí fue volver a cerrar con llave, confiar en las rejas de las ventanas y meterme a tiritar en la cama.
Mientras te escribo vuelvo la cabeza repetidas veces hacia la ventana, recordando mi miedo.
Pero en ese momento se me presentó el cuadro de las circunstancias: mamá arriba, recién llegada, con Dorotea, profundas, Marta profunda, Jorgito profundo, y lo mismo en la cocina.
¿Iba yo, después de alimentarme del Cid y de Homero, a meterme en la cama como si tal? Volví a asomar la cabeza, y comprobé estupefacta que el rumor de las voces del monte no eran como de hombre, sino finitas como de unos chiquitos.
Me encomendé a todos los santos y avancé revólver en mano por el sendero del monte.
La luz de la luna pasaba entre los árboles en chorros desiguales, mi corazón latía con saltos desiguales y yo tropezaba en las desigualdades del camino. Conque mirá vos.
Y llegué al medio del monte, donde hay un viejo paraíso con una cueva al pie y el tronco cubierto de musgo, y unos talas retorcidos se sostienen unos a otros.
¡Y pensar que no me vas a creer Isabel! ¡Y pensar lo que vi!
Estaban sentados en el suelo, y en los troncos de los árboles. ¡Ah! si no tuviera la prueba aquí sobre la mesa, te aseguro que yo creería que he soñado.
Tienen el largo de un dedo de tamaño y vuelan sin alas, como empujados en el aire por una fuerza invisible. Yo los veía por primera vez.
Uno me dirigió la palabra, y parecía ser el más importante de todos.
“Siéntate sobre la raíz” me dijo, y te aseguro que yo no sabía si tenía frío, y no me acordaba del revólver.
Confusamente tenía ya ganas de que todos los de casa estuvieran allí mirando.
“Porque ya nadie cree en nosotros, es que estamos aquí” me dijo el rey, y el rumor como de abejas que hacían los demás paró de golpe.
Voy a tratar de describirte lo que yo veía, aunque no me va a salir bien, y aunque ya sé que estás pensando que soy una macaneadora. De todos modos quiero escribirlo aunque nadie me crea.
Había una multitud de los duendecillos de los cuentos, como personitas, esbeltos, frágiles, sutiles y de ojos verdes. Se vestían pareciera que con pétalos de flores y pieles de laucha, pero no lo puedo asegurar porque yo estaba muy turbada, y la luz de la luna engaña mucho.
Al pie del paraíso, en la boca de la cueva había un montón de gnomos, tal como uno se los imagina, pero más chicos de lo que yo creía que son.
En las hojas yo veía que algo se agitaba y después supe que eran silfos, que viven por los árboles, y son como verdes y traslúcidos.
Yo no podía creer.
El rey dijo de repente: “Habla”, y una vocecita como un pitito dijo: “Vengo en representación de las sirenas verdes y lustrosas del océano y de las sirenas de ojos azules y largo pelo de oro del Mediterráneo. También de las náyades que viven en los ríos, y las ninfas que corren por los bosques. Ellas no pueden llegar hasta aquí”. Era un duendecito vestido de amarillo.
En mi fuero interno empecé a desear que volviera Miguel de la guitarreada y nos pescara así.
El rey me dijo: “¿Has creído alguna vez en la existencia de todos nosotros?”.
“Sí”.
“¿Porqué dejaste de creer?”.
“Me probaron que no existían...”.
“¿Quién te probó?”.
“Los sabios”.
“¿Qué te enseñaron?”.
(Por mi mente pasó un confuso montón de recuerdos de la filosofía tragada estos días).
“Me enseñaron que hay seres espirituales y seres materiales. Los espirituales: el alma humana, los ángeles y Dios”.
Un coro de risas como de un cristal golpeado por la uña resbaló entre los árboles.
“¿Nada más?” dijo el rey.
“No entiendo” contesté ¡tuctus!
“¿No te enseñaron que Dios puede todo?”.
“Sí”.
“¿Y que al principio de los tiempos del mundo, creó unos seres de una materia distinta y los puso en el mundo junto con los árboles, los hombres y lo demás?”.
“¡¡¡!!!”.
“¿No te basta el testimonio de siglos de humanidad que decían que existíamos? ¿No creíste después de vernos en los capiteles de las catedrales y rodeando las tumbas de damas y caballeros medioevales, retratos en la piedra? ¿Tus sabios, lo saben todo acaso?”.
“Casi todo; ¡mucho!...”.
“¿Te han dicho tus sabios quiénes mueven las cortinas cuando no hay viento, porqué suenan las arpas y violines solitarios?
“¿Te han dicho qué historias de naufragios y sirenas cuentan los caracoles al ponerlos en tu oído; saben qué escriben las gotas de lluvia cuando caen; saben ellos el idioma de los pájaros y de las flores? ¡Vamos a ver! ¿Te han dicho eso? ¿Lo supieron?”.
(Yo aplastada).
“Dios mismo les dijo, y Vds. lo repiten a diario, que deben ser semejantes a los niños”...
“¿Porqué me llamaron a mí entonces?”... dije en un arranque de elocuencia.
“¿Acaso no has dudado a veces de tus sabios? A los niños no les creen, quizás a tí te crean”...
(Estuve a punto de musitar un “¡difícil!” al estilo de Manuel [el hermano mayor de Isabel], pero no me animé.
“¿No has creído oír que te llamaban por tu nombre mientras estabas sola? ¿Mientras mirabas el mar no creíste ver sirenas fugitivas? ¿Acaso serían tus sabios los que nadaban?”.
(Otra carcajada general. Yo estaba boleadísima porque la ironía del rey era algo que dejaba la mía reducida a un poroto).
“Cuando te metes el tenedor en la boca y está vacío ¿quién crees que sacó la comida y la puso sobre el plato?”.
“Bueno, bueno, ya creo, ya veo que son verdad, ¡no saben Vds. cuánto me alegro!”.
“Algunos sabios nos conocieron —sugirió el rey en tono más conciliador—, son los modernos de hace 3 o 4 siglos los más tontos. En los antiguos mapas, ¿no viste dibujadas las sirenas?”.
“Cierto”...
“Bueno, niña, ¿te creerán las gentes cuando les expliques?”.
“No sé... este... señor... trataré por lo menos”...
(En ese momento pasó una idea “ventajita” por mi cerebro).
“Quisiera pedirle algo” le dije.
“Habla”.
“¿No podría aprender yo todo lo que Vd. me dijo antes: lo que escriban las gotas de lluvia, los cuentos de naufragios y todo eso?”.
El rey hizo una sonrisita y me contestó que hay que querer para poder y buscar para encontrar, con lo que me quedé medio desconcertada. Después me miró y me dijo:
“Adiós. ¿Te olvidarás de nosotros?”...
Yo brutísima le pedí un recuerdo de ellos y me dio unas florcitas chiquititas que tenía en la mano. Son amarillas y así: [el dibujito les da menos de tres centímetros], de ese tamaño.
Las tengo a mi lado ahora.
Se fueron, unos por las hojas, otros por el tronco y entre el pasto; yo me paré aterida y el revólver resbaló por mi camisón y cayó al suelo.
Lo levanté y trayendo en una mano mis florcitas y en la otra el arma, volví a la casa.
Todo estaba igual, todos dormían. Me acosté. Al despertarme esta mañana pensé haber soñado el sueño más extraordinario de mi vida, pero en la mesa de noche estaban las florcitas.
¿Te has convencido? Yo desde luego.
El viernes volveremos y te veré.
Gallardo, Jorge Emilio (2008). Geografía de la infancia, Buenos Aires, Idea viva, pp. 124-128.
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