El superhombre punk de
Nietzsche (más
vale Nietzsche en mano que cien volando) (Alberto Laiseca)
“Ahora que ya no hay nada viene de todo”.
(Profesor Federico Chopus; premio Nobel de Literatura, 1984).
Pese a los brillantes adelantos de la Tecnocracia, tanto en materia edilicia como en lo referido a bienestar social, había muchos que insistían en seguir viviendo en el cementerio. Y resultaba lógico: ningún lugar era más barato y tranquilo. Bien podía decirse que la necrópolis fue el Barrio Latino de la capital tecnócrata. Allí transcurrían sus existencias los fronterizos, los poetas y los orgiastas. El derecho de cada uno a irse a vivir al camposanto se respetaba escrupulosamente en aquel país.
La Carabela era el principal de los cementerios de Monitoria, la capital de la Tecnocracia, y el más concurrido. Al atardecer empezaba la festichola. Las águilas funerarias de los monumentos, de alas plegadas, marcaban largas sombras. Parecían Dioses cansados que, luego de arduo trabajo, sólo se permitieron disciplinadamente esos bloqueos de luz como única manifestación física de agotamiento. Se observaban planchas de tierra con trincheras de cipreses a ambos lados. Dentro de un macizo de árboles —entre tumbas colosales y estatuas monstruosas— que se encontraba situado a la derecha del camino, borboteaban reflejos sangrientos. Eran los destellos de una enorme fogata que alguien había encendido. Se escuchaban, desde ese lugar, ruidos y gritos horrísonos. El titánico grupo de vegetales, con hoguera como centro y corazón, recordaba a una especie de hiperbórea verde y escarlata. Pero el cazador de fantasmas se hubiese llevado un chasco, pues al llegar al claro de la espesura funeraria y divisar las cosas que se movían alrededor de las llamas de tres metros de altura, habría comprobado con horror que no se trataba de muertos resucitados, como esperaba, sino hombres y mujeres bailando y que se refocilaban entre vodkas y canciones rusas.
Muchos bardos tenían la costumbre de dormir en el fondo de las criptas. Alumbrados por velas escuchaban discos con sus amigos, unos a otros se leían sus trabajos, etc. Entre ellos estaba el escritor Camilo Aldao Iseka, quien se hizo famoso por su poema reventado: Nena, ¿por qué no querés venir a vivir conmigo al cementerio? Por cierto, pese a que hacía rato que ellas estaban instaladas en ese lugar, negábanse a curtir con él de la manera más firme y terminante. Decían: “Este pibe me gasta. Su poesía mata pero él es un seis. No me interesa su dibujo. Yo estoy en otra película. Sus transas siempre terminan en pálidas. Estás curtiendo lo más bien, sin mala onda, y de repente se pone el cucuruchito maléfico de sombrero. Siempre en órbita pero mal, ¿viste?, con mano negueta. No es que yo lo quiera mandar al pozo, ahí donde hace frío, pero es que larga átomos de seis. Es la antigloria. Como el culo de la vaca o jamón de chancho gigante supercerdo. Su viaje me parece una pirueta absurda. Polifétido con 500 megaciclos por segundo”. Así hablaban muchas de ellas, aunque no todas; porque como muy bien dijo Dostoiewsky: “No existe hombre que sea tan malo o tan feo, que no encuentre por lo menos una mujer que lo quiera”. Por eso nunca faltaba alguna que, de ultima, se le unía: ¡Liebe macht blind! (¡El amor es ciego!). Lo que le dio justa fama, diré por otra parte, no fue el referido poema, sino su novela en 14 tomos titulada El pterodáctilo se comió la manteca.
A veces los artistas borrachos salían por entre las tumbas, en procesión de antorchas, con el propósito de hacer toda clase de barbaridades. Rompían los vidrios, rajaban las lápidas, dejaban los techos de los mausoleos llenos de trastos, se jugaban las mujeres a las cartas, etc. Andaban en moto sobre los canteros, caracoleaban por entre los cipreses y perdía aquél que se rompía la crisma. Después se arrepentían y ayudaban al cuidador a limpiar las inmundicias, pegar las losas, revocar las paredes de los panteones, y los escultores dejaban como nuevas a las agudas de alas plegadas y estatuas yacentes. En realidad fundían tanto los níqueles estos poetas, que era un milagro que el Monitor —que así se llamaba el súper de los tecnócratas— no llamase a sus ejércitos acantonados en Nubia para exterminarlos.
Paralelepipedinsky era el más grande de todos los músicos de la Tecnocracia. Existía desde muchos años atrás un aparato llamado pirófono, dotado de innumerables tubos de vidrio, los cuales le daban el aspecto de un órgano. Se basaba en los efectos sonoros que provoca el fuego al pasar por cilindros de distinto largo, diámetro y espesor. Tal máquina, por razones que Paralelepipedinsky no podía comprender, jamás había salido de los gabinetes de física donde los profesores, con fines didácticos, experimentaban con ella ante sus alumnos. Él sería, pues, el primero en utilizarla en el reino de la música. Construyó, como cabía esperar de un tecnócrata, un órgano enorme con tubos que iban desde los dos metros de largo hasta los veinticinco. Invitado por los bohemios decidió dar un recital de rock punk en el cementerio de la Carabela. Allí estrenaría su aparato.
La noche del concierto, Paralelepipedinsky apareció conduciendo su pirófono, al cual había dotado de motorización orugada, como la de los tanques, única forma de contrarrestar el enorme peso. Una bulliciosa multitud saludó su aparición alborozadamente con gritos escandalosos, silbidos y desnudeces. Las chicas punk tenían pelos de colores naturales pero les deux mamelle (las dos… pechugas, como quien dice) pintadas de violeta, naranja, fucsia o amarillo glotón. Otras, recatadas, habían cubierto sus pechos con blusas de seda, con flecos, pero mostraban verdes culastros a través de agujeros circulares practicados en los pantalones. Ellos, por su parte, protegieron sus cabezas con cascos de acero sobrantes de guerra, llenos de dibujos con símbolos tecnócratas, e inscripciones obscenas. Ello contrastaba con el pelo corto y la indumentaria convencional (trajes de casimir donde ni siquiera faltaba la corbata y el chaleco).
Paralelepipedinsky encendió la caldera del pirófono y efectuó algunas pruebas. Ya con los tubos calientes comenzó a tocar aquella música extraña, contradictoria, triste, agresiva, nihilista, feroz y, al propio tiempo, llena de esperanzas, que es el punk. El fuego, al principio, formaba cilindros de diferentes alturas, color anaranjado maíz. De pronto, con una convulsión, aparecieron los rojos, brillantes y en vivas densidades. Ese cromatismo variaba desde la tonalidad del amanecer hasta la del ocaso, con penachos triunfantes pese a su derrota. Reverberaban como la nieve, parecían sufrir viraje a través de grandes vidrios planos e invisibles. Cayeron muchas hojas de otoño. Las estatuas de los monumentos tenían sombras rojizas en las mitades de sus rostros. La música y el fuego del pirófono propagaron sanguíneos hirientes. Los caballos de piedra, subordinándose al punk, adoptaron tostaduras escarlatas sobre violáceos. Lagos de fuego eterno —como en las cumbres de las altas montañas— sobre losas de mármol transparente. Una espada de granito, a causa de un arpegio tocado por Paralelepipedinsky, se cubrió de óxido. Fue sólo un instante, pues luego el color cayó en escamas hasta el pavimento, surgiendo debajo el rojo de Prusia, con marcha militar. Hojas de gas subieron hasta los árboles, en inversa de otoño. Más incendios, en anaranjados fumes con refulgencia. Marrón vino por lo suyo: todos los senderos de acceso al recital cubriéronse con fuego base y azul indefinible. Cadmio de Van Gogh en los pechos de las mujeres, y pezones en verdoso punk. Castellanos cálidos desde los cascos de acero, luchando con frías tonalidades. Pesimismo en contradicción con alegría de batalla.
Paralelepipedinsky comenzó a cantar Estreptococos, su rock (letra de Camilo Aldao Iseka), con voz horrible y hermosa:
“Creí que pisaba una naranja/y era una nube de langostas. /Creí que pisaba un verde prado/y era un charco de sucia kriptonita. /C... fuego. Superhombre de Nietzsche. /Así como es arriba es abajo/el espejo de arena. /Ya me mandé a mudar y no lo sabes. /Hice la otra valija. /Loca good bye”.
Aquí el cantautor observó a una linda baska punk, con las pequeñas tetiláceas al aire, sentada en la primera fila de pasto. Le sacó la lengua groseramente a fin de conquistarla por medio del feísmo. Se habría salido con la suya pues ella dio señales de estar muy bien impresionada, en pleno cope ante el sugestivo hechizo: pero su compañero, que estaba al lado y comprendió la maniobra, con una sonrisa y sin enojarse en lo mínimo, tomó una lata vacía de Monitor cola y le pegó un latazo en la cabeza; como diciendo: “Te quiero pero no jodas”. Todo muy punk.
Sin dar señales de dolor o fracaso, Paralelepipedinsky continuó cantando:
“Doctor Jekyll and Miss Hyde, /la doble personalidad, /la eterna y p. . . división. /La Tierra es cúbica, /saguen!(*) /Así como arriba se pudre abajo /yeah! /yeah saguen! /- No me vengas con tus estreptococos analíticos. /Yo, ella y el analista /no more. /No me gusta el triangulo de las Bermudas francés. /Saguen saguen, viva saguen, /viva saguen y Odin-Rah. /Saguen saguen, viva saguen, /y las marchas militares. /Saguen saguen. viva saguen, /-viva saguen y Odin-Rah. /El rock y las marchas militares /son la única verdad. /Saguen saguen, viva saguen. /viva saguen y Odín-Rah”.
Tuvo un éxito infernal. Las tumbas se hundían. Hasta el architraidor Tofi (del cual hablaremos algún día) tenía ganas de salir de su fosa y sumarse a la batahola. Para nuestro amigo esa fue una noche extraordinaria, pues si bien fracasó con la punk levantó a su hermana, quien quedó seducida sola y de rebote, pese a que el gesto era para la otra (o tal vez por ello). El compositor sintió que estaba rehabilitándose y en más de un sentido.
Entre muchas y diversas cosas -diremos para resumir— tocó una extraña adaptación al rock del Funeral de Sigfrido y la obertura de su ópera Gran caída de los Nibelungos seis.
Luego se dispersaron, cada uno con lo suyo. Que fue mucho.
(*) Expresión sin sentido consciente. Sin embargo, suena como la pronunciación exacta de la palabra sagen (“decir”, en alemán), de lo cual se infiere que no por arbitraria es menos significante, como todo vocablo que propaga el inconsciente colectivo. Una traducción sería entonces: “decir”, “largar afuera lo que se tiene adentro”.
Fuente: Banana, n.° 2, diciembre de 1982.
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