Fragmento de Nigredo, de Conde De Boeck
Al conventillo donde vivíamos le llamaban todos “casa de pensión”, a fin de evitar el mal augurio de esa otra palabra miserable. Pero bien que era un conventillo con todas las letras, una catacumba enorme que ocupaba la totalidad de una manzana ya de por sí irregular en el trazado de la ciudad por su gigantismo amorfo. En medio de un barrio truculento, se podía acceder a él por múltiples callejuelas, y la gente que vivía en las cuadras aledañas decía: “¡Qué vizcachera! ¡Qué antrejo de malandrines!”. Y el patio, oculto entre los laberintos de ese caserón inmenso y oscuro, era quizás, el cuadrante más avieso de todo el edificio. Allí colgaban los vecinos las ropas rotosas alrededor de un pozo cubierto con una tapa mohosa, y las familias descaradas se arrancaban los pelos para disputarse la propiedad de esos trapos innobles. Algún viejo decía que el agua del pozo estaba picada y que producía la demencia en las familias cuyas piezas miraban hacia el patio. Qué ralea de gente, capaz de pelearse y descalabrarse las jetas y decir los peores insultos de entre dos o tres idiomas por un pedazo abombado de carne de res.
Pero yo prefería una y mil veces embodegarme en ese barco de filibusteros agregados al país, antes que pisar el umbral panteonesco del colegio al que para mi mala fortuna me hicieron entrar por concurso. Diez hijos de zafios podían entrar a ese colegio por año, y yo me saqué el número. No era colegio de ricos, todo lo contrario, pero tampoco había muchos hijos de prole extranjera. Se trataba de un espantable instituto en la declinación de su fama donde asistían los retoños de familias patricias empobrecidas, ramas negras de castas segundonas cuyos apellidos fulguraban en los baluartes de la nación. La mayoría eran niños locos, criados por resentidos progenitores: madres que se habían desquiciado reclamando honras, reconstruyendo genealogías en caserones chusos del sur, semi derrumbados, que otrora recibieran en sus zaguanes coloniales las visitas de ministros, y los padres de estos chicos se habían degradado a vulgares fiacunes, a holgazanes de manual, que ventilaban el apellido en cafés y lenocinios, mendigando invitaciones, mendigando casi que les pagaran un trago, y contando qué sé yo qué épica rufianesca de algún abuelo militar que se había dedicado a desollar indios en el desierto o que había violado tropecientas guaraníes en el Paraguay.
Ese colegio era una desgracia y funcionaba como un loquero. Los profesores eran la mitad curas depravados, que tenían los dedos marrones y los dientes filosos, la otra mitad maestruchos míseros como ratas que para aparentar elegancia se remendaban el traje todos los días y estaban a un paso de exprimirse la gomina del pelo para usarla al día siguiente.
¿Qué decir? Los pasillos de ese colegio me sugerían los más extraños sueños. Sudoroso en mi camastro, al lado de mi hermana que dormía con la respiración imperceptible de un gato, me soñaba unos íncubos acongojados que le hubieran enfriado la piel al diablo, pero que a la luz gris de la mañana invernal ya no podía retener en la cabeza. Siempre, sin embargo, eran sueños donde yo caminaba por los pasillos irreales del colegio, y alguien me perseguía. Pasillos que se alargaban y se curvaban de manera imposible, hasta generar escaleras vertiginosas y balcones que daban al vacío, y los corredores armaban una sucesión tan atravesada que ningún mapa podría facilitarla. En algunos sueños, de los pocos que retengo mejor, me perseguía un chico deforme cuyo cuerpo era una silla de madera. El “chicosilla”, le llamaba yo. Y caminaba como un centauro, haciendo el ruido feísimo de quien corriera con cuatro patas de palo.
Uno de mis maestros era particularmente odioso y me infundía terror. Se llamaba Talabartia. Era un mengano altísimo y ojeroso, pero, a diferencia de mi padre, era delgado como una grulla. Las piernas eran larguísimas. Amarrocaba tanto los mangos que se hacía él mismo la ropa, que parecía, siempre negra para disimular las manchas y apolillamientos, la que llevaría el enterrador del peor collado del mundo. Delgado y fuerte como un halcón, su cabello largo y anaranjado peinado hacia atrás, al transcurrir la mañana, se iba secando de la gomina, y entonces se paraba en las puntas traseras hasta parecer el penacho de un pingüino emperador. Los anteojos eran redondos y pequeños, y tapaban del todo sus ojillos malignos.
Yo le temía por dos razones de peso. Primero, porque me pegaba con sus cuatro duras extremidades, cada vez que tenía algún pretexto. A veces me golpeaba con las cuatro extremidades a la vez. Segundo, porque era un brujo malísimo y poderoso, o esa convicción tenía yo, capaz de adivinarme el pensamiento apenas se me imprimía en la mente. Mil y un ejemplos tendría para contar, episodios en los que me leyó de seguro el pensamiento, y me lo demostraba tácitamente.
Más pobre yo que rapavela, y hambreado como una rata, me dormía todo el tiempo, en cualquier parte. De parado, en la escuela, trabajando con mi padre… Curiosamente, mi voluntad temerosa debe haber mantenido mi cuerpo andando, porque me despertaba siempre en otra parte, con las manos ocupadas en alguna tarea. Incluso parecía que en esas circunstancias sonambulísticas caía bien a cuanto gandul me hubiera cruzado, que me elogiaba con palabras admirativas: “Bien estuviste, che”. Yo, con los ojos despavoridos, imagínense, no tenía idea a qué se refería. ¿Qué voluntad atorrante o señorial me habría guiado en esos hiatos de consciencia un poco inquietantes (al menos para mí)? Luego, en otros períodos de mi vida, conocería más que bien esa voluntad.
Una vez, mi padre —que, si algunos andan encorvados por cavilaciones, él andaba siempre bien erguido de pura ignorancia— emergió de la lóbrega covacha para ir a buscarme a la escuela. Una iluminación le había germinado en la testa desde temprano, reforzada por el café alquitranado y astringente que se habría arrojado al gollete apenas revivido de la catrera: que yo estaba consentido por la escuela principesca a la que asistía y que, en cambio, él me arrancaría de esa prodigalidad para arrastrarme a la realidad de la fagina, al reino verdadero de los fardos, las máquinas golpeteantes y las manos sarmentosas y engrasadas. Entonces ocurrió un suceso que, como todas las grandes tragedias explosivas de la vida, pareció desplegarse y resolverse en sólo cuestión de instantes, a la vez que, mientras duró, pareció un ícono estático de duración infinita. Mi padre irrumpió en el aula como una mula, en camiseta, con el frondoso vellocino del pecho que se le fusionaba en su cerrazón con la lija mal afeitada de la carota. Me llamó sin comedimiento y en horrendo idioma. Todos mis compañeros estallaron en una sola carcajada de sorna. El maestro Talabartia estaba allí y, por el gesto de pasmo indignado, entendí que se iniciaba allí mismo una puja: ambos tenían autoridades soberanas y despóticas sobre mí. A ninguno de los dos les importaba si me moría yo desjarretado en alguna calleja, pero en ese momento, ambos se apoderaron de mí, uno de cada brazo, y reclamaron sus potestades: la solemne e institucional del magisterio, la atávica y casi mineral de la paternidad. La rencilla era inminente: yo, anémico, era sacudido como un muñeco de guignol. Talabartia y mi padre eran caracteres demasiado opuestos: la sola cercanía los precipitó en la gresca. El motivo era mezquino, sin duda, hoy lo sé, pero un extraño dolor del corazón se apoderó de mí al ver combatir a mis dos guardianes terribles. Como dos gárgolas, se trenzaron, arrojándome a un rincón, donde quedé arrebujado y zaherido en mi orgullo frente a mis compañeros, que festejaban el advenimiento de ese caos. Yo cubría mi rostro atufarado de llanto. Mientras tanto, maestro y padre se propinaban golpes poderosos, cuyos efectos destruíanlo todo. Las extremidades largas de uno, los brazos macizos del otro, se movían impiadosamente; unas como las armas de un pulpo, los otros como pistones que azotaban con fuerza tal como para instalar una viga y dejarla clavada allí para la posteridad. Vestidos de músculos, las manazas no se detenían y los estruendos eran tan fuertes que parecían chasquidos agudos.
Se mataron mutuamente. Finados, eran irreconocibles. Todos los niños los rodearon: como cuando se mata a una araña, ambos cuerpos se veían empequeñecidos. Parecía mentira que sus iras bíblicas hubieran hecho caer hasta tal punto la mampostería interior del aula.
Las cajas de pino donde los velaron, ese mismo día, bajo una lámpara espectral, parecían cajones de un aparador dentro del cual fueran a guardar los cuerpos. Los velaron en el mismo club, porque ambos pertenecían al mismo siniestro partido político (casualidades de la vida). Contrariamente a la primera impresión, ahora, en sus ataúdes, se veían gigantescos. Supe al verlos allí, misteriosamente juntos, como sólo hubieran podido aparecerme en un sueño, que aún después de que bajaran a la tumba, seguiría escuchando sus voces, probablemente entrelazadas en un dueto satánico.
Un organillo sentimental sonaba en la calle, lo cual hacía de la escena algo como un sueño de alcohol, repulsivo, algo que hizo espetar a los allegados circunstanciales, de falsas lágrimas, comentarios dispares. Uno: “Barrio federal, barrio federal”, y trompeteó la nariz en el pañuelo, conmovido hasta el tuétano; otro: “Días extraños estos. Días muy extraños”, y quedó como iluminado, mirando hacia una ventana. Otro más: “¡Qué canallada!”, aunque a saber de quién era tal canallada, o quién el canalla. No estaba claro, por cierto.
Vi los cadáveres: las caras como de cera, los ojos como canicas. Parecían más bien máscaras. Temí que todo fuera una suerte de maquinación. Que fueran muñecos y ambos mastodontes, padre y maestro, estuvieran en realidad contemplando detrás de alguno de los cortinados bordó que oscurecían la estancia. Contemplando mi reacción, juzgándola y preparando castigos acordes a mi desamor. Espaventado, con el ánimo delirante, arremetí sobre los cajones y lancé un llanto desconsolado, oteando a los costados, aunque malditas las ganas que tenía de llorar: reír me dictaminaban en cambio las entrañas, reír. Las mujeres emitieron un quejido de ternura, pero mi madre me arrancó de allí con un sutil retorcimiento de toda mi oreja.
Mi madre… No dijo nada, pero se tiraba de los cabellos que salían del velo negro. Era tan mísera que, junto con la madre del maestro, paupérrima también, pagaron una misma tumba y pusieron un cajón encima del otro.
Referencia: Conde De Boeck, Agustín. Nigredo, Río Cuarto, Editorial Nudista, 2022.
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