domingo, julio 31, 2022

Un fragmento de Nigredo, de Agustín Conde De Boeck

¿Desde qué época escribe Agustín Conde De Boeck? ¿En qué español? ¿Cómo se lee ese estilo exagerado y excesivo? En Nigredo, su primera novela publicada por Editorial Nudista, Conde de Boeck construye una voz en primera persona que parece abrir un agujero de gusano para este siglo XXI. Probablemente, el futuro esté en el pasado y no nos hayamos dado cuenta. ¿Será el nigredo el primer paso de la ansiada transformación metafísica del protagonista o es más bien la mueca ácida de una vida signada por la humillación y la mala fortuna? Edgar Allan Poe, Elías Castelnuovo y Alberto Laiseca sonríen desde donde quiera que estén al pasar las páginas de este curioso debut narrativo de Conde De Boeck. ¡Pasen y lean un fragmento!

Fragmento de Nigredo, de Conde De Boeck

Al conventillo donde vivíamos le llamaban todos “casa de pensión”, a fin de evitar el mal augurio de esa otra palabra miserable. Pero bien que era un conventillo con todas las letras, una catacumba enorme que ocupaba la totalidad de una manzana ya de por sí irregular en el trazado de la ciudad por su gigantismo amorfo. En medio de un barrio truculento, se podía acceder a él por múltiples callejuelas, y la gente que vivía en las cuadras aledañas decía: “¡Qué vizcachera! ¡Qué antrejo de malandrines!”. Y el patio, oculto entre los laberintos de ese caserón inmenso y oscuro, era quizás, el cuadrante más avieso de todo el edificio. Allí colgaban los vecinos las ropas rotosas alrededor de un pozo cubierto con una tapa mohosa, y las familias descaradas se arrancaban los pelos para disputarse la propiedad de esos trapos innobles. Algún viejo decía que el agua del pozo estaba picada y que producía la demencia en las familias cuyas piezas miraban hacia el patio. Qué ralea de gente, capaz de pelearse y descalabrarse las jetas y decir los peores insultos de entre dos o tres idiomas por un pedazo abombado de carne de res.

Pero yo prefería una y mil veces embodegarme en ese barco de filibusteros agregados al país, antes que pisar el umbral panteonesco del colegio al que para mi mala fortuna me hicieron entrar por concurso. Diez hijos de zafios podían entrar a ese colegio por año, y yo me saqué el número. No era colegio de ricos, todo lo contrario, pero tampoco había muchos hijos de prole extranjera. Se trataba de un espantable instituto en la declinación de su fama donde asistían los retoños de familias patricias empobrecidas, ramas negras de castas segundonas cuyos apellidos fulguraban en los baluartes de la nación. La mayoría eran niños locos, criados por resentidos progenitores: madres que se habían desquiciado reclamando honras, reconstruyendo genealogías en caserones chusos del sur, semi derrumbados, que otrora recibieran en sus zaguanes coloniales las visitas de ministros, y los padres de estos chicos se habían degradado a vulgares fiacunes, a holgazanes de manual, que ventilaban el apellido en cafés y lenocinios, mendigando invitaciones, mendigando casi que les pagaran un trago, y contando qué sé yo qué épica rufianesca de algún abuelo militar que se había dedicado a desollar indios en el desierto o que había violado tropecientas guaraníes en el Paraguay. 

Ese colegio era una desgracia y funcionaba como un loquero. Los profesores eran la mitad curas depravados, que tenían los dedos marrones y los dientes filosos, la otra mitad maestruchos míseros como ratas que para aparentar elegancia se remendaban el traje todos los días y estaban a un paso de exprimirse la gomina del pelo para usarla al día siguiente. 

¿Qué decir? Los pasillos de ese colegio me sugerían los más extraños sueños. Sudoroso en mi camastro, al lado de mi hermana que dormía con la respiración imperceptible de un gato, me soñaba unos íncubos acongojados que le hubieran enfriado la piel al diablo, pero que a la luz gris de la mañana invernal ya no podía retener en la cabeza. Siempre, sin embargo, eran sueños donde yo caminaba por los pasillos irreales del colegio, y alguien me perseguía. Pasillos que se alargaban y se curvaban de manera imposible, hasta generar escaleras vertiginosas y balcones que daban al vacío, y los corredores armaban una sucesión tan atravesada que ningún mapa podría facilitarla. En algunos sueños, de los pocos que retengo mejor, me perseguía un chico deforme cuyo cuerpo era una silla de madera. El “chicosilla”, le llamaba yo. Y caminaba como un centauro, haciendo el ruido feísimo de quien corriera con cuatro patas de palo. 

Uno de mis maestros era particularmente odioso y me infundía terror. Se llamaba Talabartia. Era un mengano altísimo y ojeroso, pero, a diferencia de mi padre, era delgado como una grulla. Las piernas eran larguísimas. Amarrocaba tanto los mangos que se hacía él mismo la ropa, que parecía, siempre negra para disimular las manchas y apolillamientos, la que llevaría el enterrador del peor collado del mundo. Delgado y fuerte como un halcón, su cabello largo y anaranjado peinado hacia atrás, al transcurrir la mañana, se iba secando de la gomina, y entonces se paraba en las puntas traseras hasta parecer el penacho de un pingüino emperador. Los anteojos eran redondos y pequeños, y tapaban del todo sus ojillos malignos. 

Yo le temía por dos razones de peso. Primero, porque me pegaba con sus cuatro duras extremidades, cada vez que tenía algún pretexto. A veces me golpeaba con las cuatro extremidades a la vez. Segundo, porque era un brujo malísimo y poderoso, o esa convicción tenía yo, capaz de adivinarme el pensamiento apenas se me imprimía en la mente. Mil y un ejemplos tendría para contar, episodios en los que me leyó de seguro el pensamiento, y me lo demostraba tácitamente. 

Más pobre yo que rapavela, y hambreado como una rata, me dormía todo el tiempo, en cualquier parte. De parado, en la escuela, trabajando con mi padre… Curiosamente, mi voluntad temerosa debe haber mantenido mi cuerpo andando, porque me despertaba siempre en otra parte, con las manos ocupadas en alguna tarea. Incluso parecía que en esas circunstancias sonambulísticas caía bien a cuanto gandul me hubiera cruzado, que me elogiaba con palabras admirativas: “Bien estuviste, che”. Yo, con los ojos despavoridos, imagínense, no tenía idea a qué se refería. ¿Qué voluntad atorrante o señorial me habría guiado en esos hiatos de consciencia un poco inquietantes (al menos para mí)? Luego, en otros períodos de mi vida, conocería más que bien esa voluntad. 

Una vez, mi padre —que, si algunos andan encorvados por cavilaciones, él andaba siempre bien erguido de pura ignorancia— emergió de la lóbrega covacha para ir a buscarme a la escuela. Una iluminación le había germinado en la testa desde temprano, reforzada por el café alquitranado y astringente que se habría arrojado al gollete apenas revivido de la catrera: que yo estaba consentido por la escuela principesca a la que asistía y que, en cambio, él me arrancaría de esa prodigalidad para arrastrarme a la realidad de la fagina, al reino verdadero de los fardos, las máquinas golpeteantes y las manos sarmentosas y engrasadas. Entonces ocurrió un suceso que, como todas las grandes tragedias explosivas de la vida, pareció desplegarse y resolverse en sólo cuestión de instantes, a la vez que, mientras duró, pareció un ícono estático de duración infinita. Mi padre irrumpió en el aula como una mula, en camiseta, con el frondoso vellocino del pecho que se le fusionaba en su cerrazón con la lija mal afeitada de la carota. Me llamó sin comedimiento y en horrendo idioma. Todos mis compañeros estallaron en una sola carcajada de sorna. El maestro Talabartia estaba allí y, por el gesto de pasmo indignado, entendí que se iniciaba allí mismo una puja: ambos tenían autoridades soberanas y despóticas sobre mí. A ninguno de los dos les importaba si me moría yo desjarretado en alguna calleja, pero en ese momento, ambos se apoderaron de mí, uno de cada brazo, y reclamaron sus potestades: la solemne e institucional del magisterio, la atávica y casi mineral de la paternidad. La rencilla era inminente: yo, anémico, era sacudido como un muñeco de guignol. Talabartia y mi padre eran caracteres demasiado opuestos: la sola cercanía los precipitó en la gresca. El motivo era mezquino, sin duda, hoy lo sé, pero un extraño dolor del corazón se apoderó de mí al ver combatir a mis dos guardianes terribles. Como dos gárgolas, se trenzaron, arrojándome a un rincón, donde quedé arrebujado y zaherido en mi orgullo frente a mis compañeros, que festejaban el advenimiento de ese caos. Yo cubría mi rostro atufarado de llanto. Mientras tanto, maestro y padre se propinaban golpes poderosos, cuyos efectos destruíanlo todo. Las extremidades largas de uno, los brazos macizos del otro, se movían impiadosamente; unas como las armas de un pulpo, los otros como pistones que azotaban con fuerza tal como para instalar una viga y dejarla clavada allí para la posteridad. Vestidos de músculos, las manazas no se detenían y los estruendos eran tan fuertes que parecían chasquidos agudos. 

Se mataron mutuamente. Finados, eran irreconocibles. Todos los niños los rodearon: como cuando se mata a una araña, ambos cuerpos se veían empequeñecidos. Parecía mentira que sus iras bíblicas hubieran hecho caer hasta tal punto la mampostería interior del aula. 

Las cajas de pino donde los velaron, ese mismo día, bajo una lámpara espectral, parecían cajones de un aparador dentro del cual fueran a guardar los cuerpos. Los velaron en el mismo club, porque ambos pertenecían al mismo siniestro partido político (casualidades de la vida). Contrariamente a la primera impresión, ahora, en sus ataúdes, se veían gigantescos. Supe al verlos allí, misteriosamente juntos, como sólo hubieran podido aparecerme en un sueño, que aún después de que bajaran a la tumba, seguiría escuchando sus voces, probablemente entrelazadas en un dueto satánico. 

Un organillo sentimental sonaba en la calle, lo cual hacía de la escena algo como un sueño de alcohol, repulsivo, algo que hizo espetar a los allegados circunstanciales, de falsas lágrimas, comentarios dispares. Uno: “Barrio federal, barrio federal”, y trompeteó la nariz en el pañuelo, conmovido hasta el tuétano; otro: “Días extraños estos. Días muy extraños”, y quedó como iluminado, mirando hacia una ventana. Otro más: “¡Qué canallada!”, aunque a saber de quién era tal canallada, o quién el canalla. No estaba claro, por cierto. 

Vi los cadáveres: las caras como de cera, los ojos como canicas. Parecían más bien máscaras. Temí que todo fuera una suerte de maquinación. Que fueran muñecos y ambos mastodontes, padre y maestro, estuvieran en realidad contemplando detrás de alguno de los cortinados bordó que oscurecían la estancia. Contemplando mi reacción, juzgándola y preparando castigos acordes a mi desamor. Espaventado, con el ánimo delirante, arremetí sobre los cajones y lancé un llanto desconsolado, oteando a los costados, aunque malditas las ganas que tenía de llorar: reír me dictaminaban en cambio las entrañas, reír. Las mujeres emitieron un quejido de ternura, pero mi madre me arrancó de allí con un sutil retorcimiento de toda mi oreja. 

Mi madre… No dijo nada, pero se tiraba de los cabellos que salían del velo negro. Era tan mísera que, junto con la madre del maestro, paupérrima también, pagaron una misma tumba y pusieron un cajón encima del otro.

Referencia: Conde De Boeck, Agustín. Nigredo, Río Cuarto, Editorial Nudista, 2022.

miércoles, abril 27, 2022

cordero suelto

Entre 2014 y 2015, tuve la idea de realizar pequeñas entrevistas a editoriales independiente de aquel entonces bajo el tag Toda editorial es política. La propuesta era simple: 3 o 4 preguntas, saber criterios de catálogo y alguna curiosidad más. De aquella serie algunos proyectos aun sobreviven; otros en cambio pasaron a otra vida.

En todo caso, para reactivar un poco este espacio, se me ocurrió volver a interrogar a algunas editoriales que surgieron en los años recientes. Esta primera oportunidad responde Cordero editor, un sello que publicó algunos títulos de narrativa argentina y que intenta pensar otras lógicas de lo "independiente". 

Pasen y lean, conozcan a este proyecto editorial a través de las respuestas de Gonzalo Pérez Turdera, uno de sus integrantes. 

  

Golosina Caníbal: ¿Por qué la editorial se llama Cordero editor? ¿Cómo eligieron el ícono editorial? 

Cordero editor: Hay una tensión y una amistad entre el Lobo que anda suelto y el Cordero que edita. ¿El ícono? Se armó con las letras de la palabra Cordero. Ahí aparece algo muy de esta época: la imagen que mostramos es una transmutación de lo que somos. Cordero nace para segundear amigos y rajarle a los engranajes de la industria editorial, incluso cuando esta se presenta bajo su faceta "independiente". Queremos salir de ahí. La palabra amigos tiene acá un sentido muy preciso: son esos con quienes se comparte una incomodidad con respecto a la época, con quienes se busca armar un clima, un ánimo común para pensar y hacer. Entonces aparece la idea de Cordero. Si bien yo hago las veces de director, son muchos los amigos que pivotean en el espacio, que lo sienten propio. Me gusta eso, es una de las claves de lo que queremos. Sabemos que nadie nos prometió nada, no podemos reclamar. Pero tampoco le debemos nada a nadie, y eso nos da una gran libertad. 

  

GC: ¿Qué criterios tienen en cuenta para seleccionar los títulos? 

C: No sabemos muy bien a dónde vamos. Por lo general llegan textos por afinidades previas o imaginadas. Nos gusta que eso dispare una conversación y a partir de eso vemos si surge algo. Te diría que el sentido se va armando de a poco, a medida que la cosa avanza. 

  

GC: ¿Cómo ven la literatura argentina actual a través de los libros que han publicado? 

C: Por ahora, las tres publicaciones que llevamos en estos meses (la primera fue en mayo del 2021) son bastante diferentes entre sí. Si tuviera que pensar algo transversal a las tres te podría hablar de cierta voluntad de pensar a lo político y a lo social por fuera de algunos consensos medio caricaturales de esta época. Consensos ligados tanto al contenido como a la forma. 

GC: ¿Qué títulos esperan publicar en 2022?

C: Tenemos dos títulos en el tintero para el 2022 y otros dos para el 2023. Pero no queremos mufarla, así que por ahora mejor no anunciamos nada. 

 



viernes, abril 15, 2022

"Historia dominical", un relato temprano de Sara Gallardo

Mientras hojeaba, hace unos años, la revista Entrega en busca de algunos textos de Marcelo Fox, me crucé con este relato de una jovencísima Sara Gallardo, de 30 años. Ya me había sorprendido esta publicación con otro texto temprano pero de Germán Rozenmacher. Probablemente esta revista olvidada de los años 60 siga ocultando detalles, líneas e historias que están ahí, listas para ser reactivadas... Quién sabe...

En el caso de "Historia dominical", de Sara Gallardo, se trata de un relato realista y humorístico para tiempos pascuales, de una lucha de atención en misas dominicales, de sombreros y limosnas. Si no me equivoco no fue antes recopilado en sus "Narrativa breve" ni similar.

¡Que los disfruten! ¡Pasen y lean!


Por alguna aberración, el domingo de Pascua Carmela inició su descenso al infierno. Hasta entonces vivió feliz, desconocía las pasiones, y esa mañana, poniéndose la boina para llegar a misa de seis, no presintió el próximo naufragio de su felicidad. La misa de seis era para ella como el almuerzo para el mozo de restaurant, es decir el momento en que la actividad específica se emplea en provecho propio, y esa vez, como todas las semanas, confesó al párroco su listita de pecados dichos en orden invariable, a los que seguían unos consejos y penitencia también invariables, que alguna vez la habían hecho pensar y rechazar rápidamente el pensamiento, si no sería lo mismo intercambiar unas tarjetas impresas. Después empezaba su tarea de pasar la bolsa de la colecta. 

Si la liturgia pudiera compararse a una montaña podríamos decir que la cumbre era la misa de mediodía. Una cumbre nimbada de sol, en la que llegado su momento Carmela aparecía con una sonrisa similar a la de los acróbatas cuando se empolvan las manos y toman la sombrilla. Iniciaba su paso entre los fieles agitando discretamente la bolsa y agradeciendo con un susurro. A medida que las misas se acercaban a la de mediodía, Carmela las sentía nutrirse de emoción, no tanto por el valor creciente de los billetes que caían en la bolsa sino en cuanto ellos simbolizaban a ese público que adormilado sobre sus hermosos zapatos y tan indiferente a Carmela como a la ceremonia llenaba la iglesia de una atmósfera que a ella le parecía comparable a ciertas funciones de gala que no conocía. Su pasaje por ese bosque encantado de elegantes y en todo caso admirables árboles que una vez por semana se ligaban a ella con un ademán inconciente constituía la razón de su existencia. El resto del tiempo cuidaba a su madre vieja, cocinaba y cosía. 

Pero el domingo de Pascua estaba tomando su café con leche después de la misa de seis cuando entró el teniente cura y le preguntó si con una iglesia tan grande no sentía la necesidad de una ayudante. Nunca le había gustado ese joven llegado a la parroquia mucho más tarde que ella. Los jóvenes siempre se las arreglan para armar barullo. Contestó con un bufido y el tema murió. Sin embargo a la otra semana estaba contando el dinero cuando el teniente volvió a entrar y apoyándose en la mesa la saludó y le preguntó por su salud. 

—Vengo a presentarle a la señora que desde hoy va a hacer la colecta junto con usted. La iglesia es muy grande y sola tarda demasiado tiempo. Pase señora, por favor. 

Laura Brughetti era viuda, usaba polvos de color ladrillo, el pelo decididamente claro y en especial un sombrero con un moño muy alto. Carmela, con las manos sobre la mesa, levantó los ojos en silencio. Ese día tuvo que ver, desde el ala izquierda a que había quedado restringida, cómo el moño en forma de periscopio navegaba sus aguas, recorría su bosque, recogía sus dádivas abordando a los fieles con un estilo escandaloso. Donde Carmela ponía párpados bajos, Laura usaba miradas sin reserva, y lo que es peor, ciertas sonrisas. 

Así empezó su infierno, y su vieja madre pareció sufrir esa semana. 

Al llegar el domingo tuvo que confesar un pecado nuevo. En el corto silencio que siguió a sus palabras volvió a tener la visión de la lista impresa, pero ésta vez, como en un boliche que ha cambiado cocinero, vio la anotación manuscrita de un plato inédito: el odio. Al ir a desayunarse encontró a Laura sonriente, con los rizos de muñeca cubiertos por un sombrero verde adornado de plumas, apenas si pudo saludarla, y cuando el párroco entró en busca de un libro se precipitó a mirar por la ventana, para no enfrentar al testigo de sus nuevas pasiones. Las plumas le respondieron desde el otro lado de la iglesia durante toda la colecta. 

Pasó una semana más y el domingo, mientras se vestía en la luz del alba tratando de no despertar a su madre, Carmela se estremeció a la vista de su boina de fieltro, pero se la puso con una nueva inclinación y salió hacia la iglesia sonriendo despectivamente. Alguna vez, Laura estaría obligada a repetir un sombrero. No ésta, sin embargo, en que apareció tocada con uno marrón y flores artificiales. 

Junto a esto sucedió otra cosa. En los entreactos, las dos iban a la sacristía y vaciaban las bolsas sobre una mesa para contar el dinero. 

El último domingo, la bolsa de Laura había traído algo más que la de Carmela. Pudo ser una casualidad, pero se repitió. Durante toda la semana, ella se había preguntado si por alguna coincidencia imposible de comprobar en otros tiempos, la parte más generosa de los fieles no se instalaría en el ala derecha de la iglesia, esa ala por la que ahora sentía el efecto de que una hemiplejía la hubiera privado de la mitad de su cuerpo, exactamente la mitad derecha con sus tres altares y la señora de tapado de astrakán parada junto al púlpito. Pero esta mañana se le ocurrió que su fracaso podía no ser casual. Que tal vez fuera una cuestión, digamos, de sombrero. Una cuestión, en fin, un asunto de seducción. Ahora bien, hacía treinta años que Carmela usaba con cierta sensación de audacia una melena cortada a media oreja, y exactamente cuatro de uso dominical de la boina azul. Esta vez, cuando Laura exclamó con alegre indiferencia: “¡La volví a ganar! ¡Setenta y tres pesos más!”, Carmela se sintió palidecer hasta la médula, con la soledad del secretamente aficionado a un vicio cuando lo oye mencionar en broma, o del enamorado frente al que hablan ligeramente de su amada. 

Inició una novena. Pedía la paz del alma bajo la forma del esclarecimiento de los motivos de su ventaja sobre Laura, y de paso, sin confesárselo, imploraba que ésta no estrenara más sombreros. El esclarecimiento vino; fue una nueva ventaja de Laura que disipó sus dudas, y la visión de un modelo escarapelado de verde, con una pequeña visera nimbada por el pelo de su rival. En un momento de soledad, Carmela desprendió el viejo broche con que esa mañana había renovado su boina. El estado de su conciencia era turbulento, y ese día no quiso confesarse, y mintió al párroco diciéndole que estaba enferma. Tampoco la mentira había figurado en su lista, y esa noche suspendió el examen de conciencia que tenía por costumbre; en cambio lloró, y las lágrimas mojaron su almohada. 

Apenas despierta dejó su madre al cuidado de una vecina y tomando un tranvía se fue al centro. Vio sombreros, pero al enterarse de los precios tuvo que volverse con las manos vacías. Siempre había sido paciente con su madre, pero la noción de su condena espiritual le quitó motivos de virtud. La viejita empezó a entristecerse. 

El domingo siguiente, Laura y Carmela volcaron una vez más las bolsas sobre la mesa de la sacristía. Laura pidió disculpas y fue un momento al cuarto de baño, y Carmela se encontró frente a un espejo, con una de las bolsas de terciopelo oscuro puesta como boina sobre la cabeza. “Estoy loca” murmuró tristemente. Oyó tintinear las pulseras de Laura a través de la puerta y sintió un remolino de odio. Inclinándose con rapidez echó un manotón al dinero juntado por su rival. La llave del baño giró y entonces trémula, guardó el puñado de billetes en su cartera. 

—¿Y? —dijo Laura— ¿Ya está contado? 

—De ningún modo. Esperé su vuelta, como es lógico —contestó secamente. 

Laura se fue bajo la lluvia indiferente a su derrota y enarbolando un paragüitas a lunares y Carmela volvió a la sacristía para reponer el dinero; el párroco estaba allí y al verla se levantó sonriendo. 

—Carmela, precisamente quería hablar con... 

—Tendrá que ser mañana, padre, mi mamá... está muy enferma. 

Al salir se cruzó con el teniente pero no lo saludó pues hacía algún tiempo que lo odia-ba y apenas llegada a su cuarto contó el dinero para saber la diferencia ganada por Laura. Comprobó que la ventaja había crecido. La lluvia corría por los vidrios de su ventana y en la plaza de enfrente los puestos vacíos de la feria parecían esqueletos. Cocinó a las tres, omitiendo la sal a propósito. 

—Esta comida está fea, y es tardísimo —dijo la viejita, temblando. 

—Si no te gusta no comas. ¿Y querés decirme por qué temblás así? 

—Porque hace frío. Hace media hora que te pido un abrigo. Parece que te hubieras vuelto loca. 

—Si no estás conforme contrata una enfermera. 

Siguió un silencio y Carmela, con un estremecimiento de terror por sí misma, levantó los ojos para mirarse en el marco de espejo de una estampa colgada detrás de su madre. Esa noche pensó el modo de devolver el dinero, y apenas se le estaba ocurriendo la idea de ponerlo en la alcancía de San Antonio cuando una imagen irrumpió en su mente. Era un sombrero como un nido de tules visto en el centro. Como ya no rezaba, no pidió ser librada de la tentación. 

Su entrada del domingo casi arrancó un murmullo de los fieles. Sin darse cuenta adop-tó el estilo de Laura, y empezó a clavar los ojos en los rostros que la miraban estupefactos, pero lo malo fue que Laura, tal vez por distracción, ni comentó el sombrero. Carmela pensó que por envidia y eso motivó su reincidencia. Ya ni su orgullo le importaba, y esta vez sacó dinero de su propia bolsa. 

—¿Está segura de pasar por todos los bancos? ¿No salteará algunos? —preguntó la otra comprensivamente cuando contaron la colecta. 

—No soy tan bonita como usted, hija. Los hombres no me dan —dijo Carmela apuña-leándose con la astucia de los culpables. Laura se defendió, ruborizada, y el domingo siguiente, al ver a Carmela con una capelina adornada de moños no pudo menos que hacer un comentario. También el párroco se mostró impresionado, y Carmela observó que la miraba con detenimiento. 

La competencia no trajo resultados muy notorios a favor de la bolsa de Carmela, pero ese problema ya no la afligía porque todos sus pensamientos se concentraban en el sombrero de la próxima semana. Y como reformaba sus compras para no repetirlas y trabajaba a escondidas, apenas si limpiaba la casa, cocinaba poco y a deshoras, y su madre pasaba largas soledades. 

El domingo de Pentecostés el párroco le salió al cruce en un pasillo. 

—Carmela —dijo—. Cómo tiene de abandonado a este viejo amigo... 

Ella escondió su turbación. Las campanas empezaban a sonar y se tapó las orejas. A través del velito de su sombrero veía la cara cuadriculada y punteada de su ex consejero que ponía en ella una mirada de preocupación. 

—¿Ha cambiado de confesor? —preguntó él después de un momento, y ella parpadeó con un gesto de Laura, como indicando que las campanas la ensordecían, y lanzándole una sonrisa entró en la iglesia.

Esa mañana recibían a las Hijas de María. Era una fiesta en la cual la antigua Carmela solía llorar viendo las hileras de jóvenes vestidas de blanco con sus cintas celestes sobre el pecho. La música sonaba y las flores del altar parecían caritas blancas. 

—Carmela —murmuró una voz en su oído—. La señora de Brughetti no puede venir porque está enferma. Haga el favor de pasar la colecta por toda la iglesia. 

Era el teniente cura. Carmela escondió la cara entre las manos y sintió lo que el padre del hijo pródigo cuando lo vio venir por el camino. La mitad derecha, con sus tres altares y el púlpito, se unió a la izquierda en su corazón. Con los ojos cerrados fue la de antes, pero llegado el momento de la colecta la visión de las cosas a través del velito le devolvió el nuevo espíritu. Al contar el dinero calculó cuánto podría haber influido la ausencia de Laura en el resultado, y mientras caminaba hacia su casa iba pensando en la compra de un paraguas lila visto en una de sus largas recorridas por las tiendas. Llegó a su cuarto y una vez más tuvo el deleite de abrir el armario y encontrar la fila de sombreros que se fue poniendo con la boca fruncida, como solía imitar a la del astrakán: ya era muy tarde cuando recordó el almuerzo; hervir unos fideos le pareció lo más fácil, pero al entrar en la cocina encontró a su madre muerta. 

Esa noche vinieron bastantes vecinas, y Carmela las atendió con la mirada vaga y el pelo hirsuto; a eso de las diez hubo un revuelo y la cabeza del párroco apareció en la puerta del velorio. 

—Hija mía —dijo, pero Carmela se echó a sus pies lanzando un aullido. Por un mo-mento hubo en torno de ellos un montón de gente que se disolvió cuando Carmela se puso de pie y corrió hacia su cuarto, en donde empezaron a oírse extraños arrancones y sollozos. 

—¡Condenada! ¡Condenada! ¡Estoy condenada! ¡He matado a mi madre! Las mujeres, atropellándose todas, se lanzaron tras ella pero debieron hacer alto al verla venir tambaleante, con medio cuerpo oculto detrás de una torre multicolor. 

—He matado —gimió mientras la gente retrocedía lentamente a su paso—. ¡He matado a mi madre, he robado el dinero de Dios, he odiado a mi prójimo, he mentido! ¡Estoy condenada! 

Uno tras otro, como enormes flores, describiendo círculos o fluctuantes descensos, los sombreros empezaron a caer encima y alrededor del modesto ataúd de la madre de Carmela. Sin embargo la concurrencia, desencantada, vio que el cura conseguía arrastrar a su penitente hacia otro cuarto donde sus voces sonaron largo tiempo. Se dijo que él quiso hacerla volver a su ocupación, sola como antes, sin señoras de Brughetti, pero que ella, incapaz de afrontar cada domingo a la parroquia testigo de su caída, resolvió irse a otro barrio. Allí es donde, con la mirada pensativa de quien asciende al bien luego de recorrer los abismos de la pasión y del crimen, deja vagar sus pensamientos en tanto que sus manos se ocupan del nuevo oficio que desempeña con bastante éxito. Es sombrerera. 

 

Sara Gallardo. Treinta años. Publicó la novela Enero en 1958. Ha concluido un libro de cuentos y una nueva novela.

Fuente: Revista Entrega, n.° 4, mayo-junio de 1962, p. 7 y 11.