Este artículo de Viñas publicado en 1969 en la revista Cuadernos Hispanoamericanos tiene, por lo menos, dos o tres cuestiones para rescatar:
1. Por un lado, en su lectura de la incidencia de Cortázar en la “nueva generación de narradores” del momento, Viñas recoge para su artículo algunas obras que si en su momento eran la llave de entrada de ciertos escritores al campo literario argentino, actualmente han quedado en el olvido (paradigmático sería el caso de Los parientes de Ricardo Frete; y respecto de los demás ¿cuándo fue la última vez que se reeditaron Nosotros dos de Néstor Sánchez y Nanina de Germán García?; a lo mejor, se abriría otro interrogante más productivo: ¿vale la pena volver a publicarlos? Sánchez está siendo republicado, García no tiene la misma suerte);
2. Por otro lado, el artículo en sí es un modelo de crítica literaria bastante atractivo, pues, si bien tiene su momento de análisis inmanentista (de análisis de la “comarca de la literatura”, como dice Viñas), éste se niega a conformarse en las letras impresas de los libros y, a partir del establecimiento de un linaje que va de Piglia a Puig en un “movimiento progresivo y creciente”, propone una serie de interrogantes para intentar una lectura que verifique las relaciones, a través de determinadas estrategias textuales, de los textos con los contextos. En todo caso, Viñas volvía a interrogarse en este artículo, como lo hace en toda su obra, sobre cómo la literatura puede dar cuenta de una época determinado, de qué decisiones estéticas tienen un fundamento o, al menos, un condicionamiento extraestético, contextual, de cómo las posiciones (y decisiones) estéticas se vuelven posiciones (y decisiones) políticas inevitablemente, etc.;
3. Por último, me parece que el artículo tiene el tono clásico de Viñas en torno a un objeto no tan clásico dentro de su producción que, por lo general, estuvo más abocada a escritores e intelectuales argentinos del siglo XIX y a ciertos escritores del siglo XX que actualmente continúan formando parte del canon (y por ende, continúan siendo publicados) y que algunos lo lograron, en cierta medida, gracias a las lecturas de este parricida y de otros miembros del campo intelectual.
1. Por un lado, en su lectura de la incidencia de Cortázar en la “nueva generación de narradores” del momento, Viñas recoge para su artículo algunas obras que si en su momento eran la llave de entrada de ciertos escritores al campo literario argentino, actualmente han quedado en el olvido (paradigmático sería el caso de Los parientes de Ricardo Frete; y respecto de los demás ¿cuándo fue la última vez que se reeditaron Nosotros dos de Néstor Sánchez y Nanina de Germán García?; a lo mejor, se abriría otro interrogante más productivo: ¿vale la pena volver a publicarlos? Sánchez está siendo republicado, García no tiene la misma suerte);
2. Por otro lado, el artículo en sí es un modelo de crítica literaria bastante atractivo, pues, si bien tiene su momento de análisis inmanentista (de análisis de la “comarca de la literatura”, como dice Viñas), éste se niega a conformarse en las letras impresas de los libros y, a partir del establecimiento de un linaje que va de Piglia a Puig en un “movimiento progresivo y creciente”, propone una serie de interrogantes para intentar una lectura que verifique las relaciones, a través de determinadas estrategias textuales, de los textos con los contextos. En todo caso, Viñas volvía a interrogarse en este artículo, como lo hace en toda su obra, sobre cómo la literatura puede dar cuenta de una época determinado, de qué decisiones estéticas tienen un fundamento o, al menos, un condicionamiento extraestético, contextual, de cómo las posiciones (y decisiones) estéticas se vuelven posiciones (y decisiones) políticas inevitablemente, etc.;
3. Por último, me parece que el artículo tiene el tono clásico de Viñas en torno a un objeto no tan clásico dentro de su producción que, por lo general, estuvo más abocada a escritores e intelectuales argentinos del siglo XIX y a ciertos escritores del siglo XX que actualmente continúan formando parte del canon (y por ende, continúan siendo publicados) y que algunos lo lograron, en cierta medida, gracias a las lecturas de este parricida y de otros miembros del campo intelectual.
DESPUÉS DE CORTÁZAR: HISTORIA Y PRIVATIZACIÓN
La incidencia de Cortázar sobre la nueva generación de narradores argentinos es evidente: enhebra la ancilaridad expresa del Jaulario, de Ricardo Piglia; la subrayada deliberación de los epígrafes recortados de Néstor Sánchez, o se balancea ambiguamente en la andadura de la Sumbosa, de Aníbal Ford (especie de glíglico o neojitanjáfora), hasta escurrirse por entre los idiomas desarticulados, entremezclados, y la ironía cautelosa y disolvente frente a lo enfático en Los parientes, de Ricardo Frete. O reaparece pringosamente en el parloteo de clochards y atorrantes porteños de Germán García, hasta encallar en la disolución-de la perspectiva balzaciana en La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig.
Julio Cortázar, común denominador de la más reciente generación literaria argentina. Sea. Pero si una generación es una estructura (y como tal una mediación y no un dato orteguianamente ideologizado), los comunes denominadores de una estructura generacional me dan solamente un esqueleto. La carnosidad de cada individuo se me disuelve como si lo hubiera sumergido en algún ácido; para recuperarla necesito palpar la menuda complicidad con las palabras de cada texto en particular. Operemos, pues, a nivel de texturas.
I. La oscilación comienza por ser el dato estilístico más significativo de Ricardo Piglia. Diría, la seducción y el intento de conjuro frente a ciertas palabras, a determinadas actitudes y figuras. Pues si la primera edición de su libro se llamó Jaulario, la significativa mutación en la segunda cambió en La invasión. Es decir, fascinación por Cortázar y enérgico, desgarrado distanciamiento respecto de Cortázar: sometimiento a la reiterada sombra del hermano mayor, del líder o del iniciador y polémico, empecinado debate hacia el que llegó antes, el más avezado y dolido en la cabalgata del aprendizaje. Si por un lado las palabras resultan gomosas, ambiguas (con la escurridiza, engañosa blandura de gotas de mercurio), por el otro requieren una mutilación endurecedora en su exigencia de faena cotidiana, urbana y despiadada. Entendámonos: si Jaulario alude a una metáfora central de encierro y repetitiva circularidad, al convertirse en La invasión lo primero que se verifica es el desgarramiento en la ciudad y en uno mismo: estoy bloqueado, pero pretendo seguir avanzando, viene a decirnos Piglia; en el revés de la trama de toda penetración se lee un «soy penetrado». En el endurecimiento como proyecto mayor de sus protagonistas (y como rasgo obsesivo) se esboza la debilidad permanente; en el «ponerse duro», el terror a «diluirse». Y en las alusiones laterales a Hemingway o Scott Fitzgerald, a través de boxeadores o estudiantes, si el exterior implica ademanes insolentes y conmovedores, el adentro, la penumbra o el cuchicheo de los rincones instaura la atenuada, ávida pausa del repliegue.
II. Si el desgarramiento entre la historia y la interiorización recorre longitudinalmente la primera obra de Piglia, en el trabajo inicial de Aníbal Ford la acentuación del desplazamiento hacia la clausura se va haciendo más nítida: los rincones no son ya los de la propia vivienda, sino que los personajes de Sumbosa van trocando sus propios cuerpos en rincones. Y esas topografías minuciosas se especializan cada vez más en lo detallado y mínimo: axilas, poros, lacrimales, lóbulos. La dimensión de la mirada infantil se va elaborando y, correlativamente, lo que era esporádica inseguridad en el universo de Piglia, se agrava aquí en permanente perplejidad, en fracaso. Frente a los adultos, la interioridad se convierte en regresión temporal. Las palabras ya no son ambiguas, sino penetradas de corrosión y las referencias concretas necesitan repetirse minuciosamente para que se sacudan el moho o el sarro del deterioro: las plazas, las calles, los lugares de Buenos Aires deben ser nombrados reiterada, exacerbadamente para que no se desvanezcan. Pero esta suerte de empirismo estadístico carece de globalidad. Un poro sin la totalidad del cuerpo se torna cráter, abstracta e inquietante depresión lunar; «Calle Corrientes», «Plaza Mayor», «Retiro», carentes de contexto, terminan por convertirse en una nomenclatura que oscila entre lo alucinante y lo folclórico, donde la afasia del protagonista o la apraxia en los ademanes pugnan infructuosamente por conjugarse.
III. El tironeo de los hombres de Piglia, la acoquinada y sombría ineficacia de las figuras de Ford, en Nanina, de Germán García, se tornan cabalgata, huida acelerada: penetramos así en la velocidad conversacional de los picaros o en su charloteo frenético e indiscriminado. Se vive en cualquier parte, se habla de cualquier cosa, tanto valen la delación como la ternura. Los niveles morales, de entonación o selección de palabras, se disuelven en una playa homogeneización que si por el derecho facilita la cabalgata, por el revés de la trama corrobora esa suerte de flujo total que significa en profundidad lo disolvente. Allí sólo vale una alternativa: el trabajo o la magia (lo que vincula a Germán García con Roberto Arlt), y si el primero implica el pegoteo, la dificultad o la caída, la segunda presupone el vuelo y la disponibilidad.
Espacialmente, el trabajo se contrae sobre los horarios, el pozo, el sudor, la reiterada coacción del empleo (y la correlativa humillación del «ser empleado»); la magia remite, en cambio, a lo vacacional con su levedad desdeñosa del «puesto» y al aéreo escapismo de la mentira. Y mentir, en la infancia argentina, es ser «globero». No se juzga: eso implicaría los escabrosos recovecos del silogismo y la continuada tensión de lo discursivo. Más bien lo contrario: fraseo telegráfico donde la elipsis conjuga por igual las posturas del cuerpo, el ritmo del fraseo o la cortajeada carrera del pícaro (donde ningún trabajo se prolonga, compromete ni humilla). Y donde la historia se distancia cada vez más de todo lo que implique límite, rigor o sometimiento al proyecto en común. Por algo el individualismo insólito de Nanina finalmente se connota como una marginalidad donde los otros encarnan infracción: la violación ontológica del protagonista.
IV. Nosotros dos es el primer libro de Néstor Sánchez. Y desde el comienzo la implícita, la decisiva definición que subyace en un título se va apareciendo como comentario del universo del «nidito»: es la pareja deliberadamente separada del mundo la que cuelga en ese nivel equidistante del cielo y la tierra. Tú y yo suspendidos, enternecidos, aterciopelada, recíprocamente mirándonos el uno en los ojos del otro; cada uno espera comentario y ratificación de otro. Con las piernas encogidas, la existencia en el nido es prolongación de la infancia, su comentario y su templo. Y el uso de los diminutivos viene a corroborar en lo coloquial una decisión de apartamiento. Más aún, la persistencia lluviosa moraliza la escenografía: en un contorno hostil, el nido se convierte en garantía; más cerca de los dioses, se goza de ciertos privilegios (entre otros, el susurrado cuchicheo con lo alto) y del revoloteo sobre la cabeza de los hombres. Pero depositada sobre la tierra, sobre los caminos, la lluvia se convierte en barro: ése es el mundo real, Sánchez lo sabe, y la marcha de sus personajes se hace precaria. Pero cuando ese barro de las marchas se metamorfosea en excremento, nuevamente la moralidad aparece: se trata del fango pecaminoso. Es el momento de los gerundios y las parejas de Nosotros dos marchan pesadamente: «avanzando», «balanceándose», «tropezan¬do», «fatigándose». O «alternándose» y «vacilando» entre las oes de las frases disyuntivas: para «subir» o «bajar», para «descansar» o «seguir la marcha». O, decidida, definitivamente para enclaustrarse todavía más en un autismo que, en los aciertos, logra convertirse en poético conjuro de una ciudad que se balancea entre Borges y Arlt y que aspira a una alta síntesis «entre Bach y Cobián».
V. La interiorización de Ricardo Frete se dilata desde la pareja hacia la dimensión de Los parientes. Esa peculiar combinatoria doméstica respecto del pasado recupera no ya la mirada de los europeos del siglo XVIII sobre el «buen salvaje», sino la de los sagaces y apopléticos viajeros ingleses del siglo XIX sobre los «buenos clientes» del Río de la Plata. De ahí que los protagonistas de Frete detenten una mirada que participa de la familiaridad y el distanciamiento: extraños en la provincia argentina, se instalan en Europa para culminar (y cerrar, claro está) esa vieja nostalgia de «espiritualización» de que carecen en su corpórea cotidianidad americana. Viajeros al revés, si prolongan a Sarmiento, Mansilla o Güiraldes, reiteran sin perfeccionar la marcha cortaziana (que, consecuente con su Casa tomada, logra el «cielo» de Rayuela, pero para incurrir en la dialéctica mutilada de la paradoja que insidiosa, obsesivamente lo retrotrae a la «tierra»). Nada de extraño tiene, pues, que lo más rescatable del universo de Frete resulte la zona ilegal y brumosa donde residen los antiguos criados. Qué duda: ese es el tradicional enclave donde los «niños» de la literatura argentina instauran sus privilegios y sus terrores, sus revanchas y sus inútiles y entrañables quimeras.
VI. Y, por último, Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, donde el apartamiento alcanza el límite en esa zona de encierro, penumbra y fantasía que es el cine: allí dentro la elusión del cuerpo culmina en la proyección sistematizada, institucionalizada. Y el distanciamiento se concreta en esa suerte de mirada pura que asiste a la consumición sin riesgo: me siento en la platea, miro, estoy en medio de la oscuridad, nadie me ve, sólo brilla allá adelante esa pantalla luminosa, allá hay sombras que se mueven, son hombres, son los hombres, aquello es la vida y yo no intereso ni existo. Y de ahí, un paso más: el autor se escamotea en la organización del collage que, por definición, es el armado de una serie de fragmentos, cuya responsabilidad recae sobre otros. La marginación se da, por lo tanto, no sólo en el arrinconamiento que se valida por el ejercicio de lo imaginario como espectáculo, sino en la asunción de una estructura que orgánicamente parece prescindir del sujeto. Y, por si algo faltara, donde el escamoteo del sexo como malestar ante el propio cuerpo, como culpabilidad y riesgo, exacerba hasta el límite la dimensión del repliegue: si me limito a contemplar películas, la historia se desplaza desde mí hacia la pantalla—nos susurra Puig—, pero si mi cuerpo es un soporte indiferente, toda contradicción se evapora.
En fin, que a partir del señalamiento de la influencia de Cortázar como común denominador incidental sobre una constelación de autores, paulatinamente advertimos que la linfa más profunda que los emparenta es un movimiento progresivo y creciente. Lo que aparece como síntoma en Piglia o como coloración en García ya resulta definitorio en Puig. Son matices y pasos paulatinos: inquietud ante el exterior, intento de conjuro, torpeza frente a lo concreto cotidiano, incapacidad operativa, repliegue, arrinconamiento creciente, abdicación de todo proyecto modificador, desinterés, exaltación de la intimidad, separación, alejamiento exacerbado hasta, por fin, enclaustramiento y encierro total. Cierto: estamos en la comarca de la literatura. En la zona de los textos y las texturas. La comprensión crítica podría detenerse aquí: un proyecto de crítica recortada, de crítica inmanente. Pero si la literatura sólo me remite a sí misma, corre el riesgo de la tautología, y una crítica interna sólo puede ser un momento dentro de una crítica que aspira a ser global.
Así es que, luego de la verificación de la elusión, omisión o rechazo de la referencia histórica concreta, cabría plantear algunas correlaciones desde los textos hacia el contexto:
1) Este común denominador verificable en Piglia, Ford, García, Sánchez, Frete y Puig, ¿presupone una actitud polémica, pendular frente al tono de compromiso explícito con la historia que caracteriza a los narradores argentinos aparecidos alrededor de 1955?
2) ¿Correspondería vincular a estos seis autores, cuyas obras aparecen entre 1966 y 1968 con la caída del gobierno de Illia y la clausura de una alternativa política inmediata? El signo de liquidación de los partidos políticos tradicionales y la propuesta de apoliticismo posterior a junio del 66, ¿implica un ingrediente decisivo para estos narradores?
3) La muerte del «Che» Guevara en octubre de 1967, ¿no supone el cierre del fervor jubiloso con que los intelectuales jóvenes argentinos saludaron el proceso cubano en 1959 y que, por momentos, alcanzó manifestaciones límites en una suerte de «guajirismo» idealista? Esta depresión política, ¿no se refracta en la narrativa "de la que podría ser llamada «generación del 66»?
4) Las propuestas e incidencias generales de despolitización, ¿no encuentran acaso una formulación más sistemática en un fenómeno que provisoriamente podríamos denominar «seudoestructuralismo» en la medida en que ideologiza métodos válidos en tanto tales? ¿No es acaso decisivo en esta propuesta la sectorización del quehacer intelectual? ¿No es clave, acaso, la validación de la parcialización del pensamiento respecto de la cotidianidad histórica?
Yo creo que sí. Estas cuatro coordenadas condicionan decididamente la narrativa argentina aparecida alrededor del 66 que prolonga los resultados literarios de Cortázar. Pero que si en su núcleo significativo puede explicarse como una decidida reacción frente a la omnipotencia de la tradicional óptica balzaciana, corre el riesgo de encallar en una nueva forma de impotencia. Porque, mirando bien de cerca, lo que tiene que decirnos esta literatura en la última instancia de sus formas más exacerbadas no es «Dios ha muerto, todo es posible», sino El hombre ha muerto, todo es imposible.
—DAVID VIÑAS (Talcahuano, 485. BUENOS AIRES, Argentina).
Fuente: Cuadernos Hispanomericanos, nº 234, Madrid, junio de 1969.
La incidencia de Cortázar sobre la nueva generación de narradores argentinos es evidente: enhebra la ancilaridad expresa del Jaulario, de Ricardo Piglia; la subrayada deliberación de los epígrafes recortados de Néstor Sánchez, o se balancea ambiguamente en la andadura de la Sumbosa, de Aníbal Ford (especie de glíglico o neojitanjáfora), hasta escurrirse por entre los idiomas desarticulados, entremezclados, y la ironía cautelosa y disolvente frente a lo enfático en Los parientes, de Ricardo Frete. O reaparece pringosamente en el parloteo de clochards y atorrantes porteños de Germán García, hasta encallar en la disolución-de la perspectiva balzaciana en La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig.
Julio Cortázar, común denominador de la más reciente generación literaria argentina. Sea. Pero si una generación es una estructura (y como tal una mediación y no un dato orteguianamente ideologizado), los comunes denominadores de una estructura generacional me dan solamente un esqueleto. La carnosidad de cada individuo se me disuelve como si lo hubiera sumergido en algún ácido; para recuperarla necesito palpar la menuda complicidad con las palabras de cada texto en particular. Operemos, pues, a nivel de texturas.
I. La oscilación comienza por ser el dato estilístico más significativo de Ricardo Piglia. Diría, la seducción y el intento de conjuro frente a ciertas palabras, a determinadas actitudes y figuras. Pues si la primera edición de su libro se llamó Jaulario, la significativa mutación en la segunda cambió en La invasión. Es decir, fascinación por Cortázar y enérgico, desgarrado distanciamiento respecto de Cortázar: sometimiento a la reiterada sombra del hermano mayor, del líder o del iniciador y polémico, empecinado debate hacia el que llegó antes, el más avezado y dolido en la cabalgata del aprendizaje. Si por un lado las palabras resultan gomosas, ambiguas (con la escurridiza, engañosa blandura de gotas de mercurio), por el otro requieren una mutilación endurecedora en su exigencia de faena cotidiana, urbana y despiadada. Entendámonos: si Jaulario alude a una metáfora central de encierro y repetitiva circularidad, al convertirse en La invasión lo primero que se verifica es el desgarramiento en la ciudad y en uno mismo: estoy bloqueado, pero pretendo seguir avanzando, viene a decirnos Piglia; en el revés de la trama de toda penetración se lee un «soy penetrado». En el endurecimiento como proyecto mayor de sus protagonistas (y como rasgo obsesivo) se esboza la debilidad permanente; en el «ponerse duro», el terror a «diluirse». Y en las alusiones laterales a Hemingway o Scott Fitzgerald, a través de boxeadores o estudiantes, si el exterior implica ademanes insolentes y conmovedores, el adentro, la penumbra o el cuchicheo de los rincones instaura la atenuada, ávida pausa del repliegue.
II. Si el desgarramiento entre la historia y la interiorización recorre longitudinalmente la primera obra de Piglia, en el trabajo inicial de Aníbal Ford la acentuación del desplazamiento hacia la clausura se va haciendo más nítida: los rincones no son ya los de la propia vivienda, sino que los personajes de Sumbosa van trocando sus propios cuerpos en rincones. Y esas topografías minuciosas se especializan cada vez más en lo detallado y mínimo: axilas, poros, lacrimales, lóbulos. La dimensión de la mirada infantil se va elaborando y, correlativamente, lo que era esporádica inseguridad en el universo de Piglia, se agrava aquí en permanente perplejidad, en fracaso. Frente a los adultos, la interioridad se convierte en regresión temporal. Las palabras ya no son ambiguas, sino penetradas de corrosión y las referencias concretas necesitan repetirse minuciosamente para que se sacudan el moho o el sarro del deterioro: las plazas, las calles, los lugares de Buenos Aires deben ser nombrados reiterada, exacerbadamente para que no se desvanezcan. Pero esta suerte de empirismo estadístico carece de globalidad. Un poro sin la totalidad del cuerpo se torna cráter, abstracta e inquietante depresión lunar; «Calle Corrientes», «Plaza Mayor», «Retiro», carentes de contexto, terminan por convertirse en una nomenclatura que oscila entre lo alucinante y lo folclórico, donde la afasia del protagonista o la apraxia en los ademanes pugnan infructuosamente por conjugarse.
III. El tironeo de los hombres de Piglia, la acoquinada y sombría ineficacia de las figuras de Ford, en Nanina, de Germán García, se tornan cabalgata, huida acelerada: penetramos así en la velocidad conversacional de los picaros o en su charloteo frenético e indiscriminado. Se vive en cualquier parte, se habla de cualquier cosa, tanto valen la delación como la ternura. Los niveles morales, de entonación o selección de palabras, se disuelven en una playa homogeneización que si por el derecho facilita la cabalgata, por el revés de la trama corrobora esa suerte de flujo total que significa en profundidad lo disolvente. Allí sólo vale una alternativa: el trabajo o la magia (lo que vincula a Germán García con Roberto Arlt), y si el primero implica el pegoteo, la dificultad o la caída, la segunda presupone el vuelo y la disponibilidad.
Espacialmente, el trabajo se contrae sobre los horarios, el pozo, el sudor, la reiterada coacción del empleo (y la correlativa humillación del «ser empleado»); la magia remite, en cambio, a lo vacacional con su levedad desdeñosa del «puesto» y al aéreo escapismo de la mentira. Y mentir, en la infancia argentina, es ser «globero». No se juzga: eso implicaría los escabrosos recovecos del silogismo y la continuada tensión de lo discursivo. Más bien lo contrario: fraseo telegráfico donde la elipsis conjuga por igual las posturas del cuerpo, el ritmo del fraseo o la cortajeada carrera del pícaro (donde ningún trabajo se prolonga, compromete ni humilla). Y donde la historia se distancia cada vez más de todo lo que implique límite, rigor o sometimiento al proyecto en común. Por algo el individualismo insólito de Nanina finalmente se connota como una marginalidad donde los otros encarnan infracción: la violación ontológica del protagonista.
IV. Nosotros dos es el primer libro de Néstor Sánchez. Y desde el comienzo la implícita, la decisiva definición que subyace en un título se va apareciendo como comentario del universo del «nidito»: es la pareja deliberadamente separada del mundo la que cuelga en ese nivel equidistante del cielo y la tierra. Tú y yo suspendidos, enternecidos, aterciopelada, recíprocamente mirándonos el uno en los ojos del otro; cada uno espera comentario y ratificación de otro. Con las piernas encogidas, la existencia en el nido es prolongación de la infancia, su comentario y su templo. Y el uso de los diminutivos viene a corroborar en lo coloquial una decisión de apartamiento. Más aún, la persistencia lluviosa moraliza la escenografía: en un contorno hostil, el nido se convierte en garantía; más cerca de los dioses, se goza de ciertos privilegios (entre otros, el susurrado cuchicheo con lo alto) y del revoloteo sobre la cabeza de los hombres. Pero depositada sobre la tierra, sobre los caminos, la lluvia se convierte en barro: ése es el mundo real, Sánchez lo sabe, y la marcha de sus personajes se hace precaria. Pero cuando ese barro de las marchas se metamorfosea en excremento, nuevamente la moralidad aparece: se trata del fango pecaminoso. Es el momento de los gerundios y las parejas de Nosotros dos marchan pesadamente: «avanzando», «balanceándose», «tropezan¬do», «fatigándose». O «alternándose» y «vacilando» entre las oes de las frases disyuntivas: para «subir» o «bajar», para «descansar» o «seguir la marcha». O, decidida, definitivamente para enclaustrarse todavía más en un autismo que, en los aciertos, logra convertirse en poético conjuro de una ciudad que se balancea entre Borges y Arlt y que aspira a una alta síntesis «entre Bach y Cobián».
V. La interiorización de Ricardo Frete se dilata desde la pareja hacia la dimensión de Los parientes. Esa peculiar combinatoria doméstica respecto del pasado recupera no ya la mirada de los europeos del siglo XVIII sobre el «buen salvaje», sino la de los sagaces y apopléticos viajeros ingleses del siglo XIX sobre los «buenos clientes» del Río de la Plata. De ahí que los protagonistas de Frete detenten una mirada que participa de la familiaridad y el distanciamiento: extraños en la provincia argentina, se instalan en Europa para culminar (y cerrar, claro está) esa vieja nostalgia de «espiritualización» de que carecen en su corpórea cotidianidad americana. Viajeros al revés, si prolongan a Sarmiento, Mansilla o Güiraldes, reiteran sin perfeccionar la marcha cortaziana (que, consecuente con su Casa tomada, logra el «cielo» de Rayuela, pero para incurrir en la dialéctica mutilada de la paradoja que insidiosa, obsesivamente lo retrotrae a la «tierra»). Nada de extraño tiene, pues, que lo más rescatable del universo de Frete resulte la zona ilegal y brumosa donde residen los antiguos criados. Qué duda: ese es el tradicional enclave donde los «niños» de la literatura argentina instauran sus privilegios y sus terrores, sus revanchas y sus inútiles y entrañables quimeras.
VI. Y, por último, Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, donde el apartamiento alcanza el límite en esa zona de encierro, penumbra y fantasía que es el cine: allí dentro la elusión del cuerpo culmina en la proyección sistematizada, institucionalizada. Y el distanciamiento se concreta en esa suerte de mirada pura que asiste a la consumición sin riesgo: me siento en la platea, miro, estoy en medio de la oscuridad, nadie me ve, sólo brilla allá adelante esa pantalla luminosa, allá hay sombras que se mueven, son hombres, son los hombres, aquello es la vida y yo no intereso ni existo. Y de ahí, un paso más: el autor se escamotea en la organización del collage que, por definición, es el armado de una serie de fragmentos, cuya responsabilidad recae sobre otros. La marginación se da, por lo tanto, no sólo en el arrinconamiento que se valida por el ejercicio de lo imaginario como espectáculo, sino en la asunción de una estructura que orgánicamente parece prescindir del sujeto. Y, por si algo faltara, donde el escamoteo del sexo como malestar ante el propio cuerpo, como culpabilidad y riesgo, exacerba hasta el límite la dimensión del repliegue: si me limito a contemplar películas, la historia se desplaza desde mí hacia la pantalla—nos susurra Puig—, pero si mi cuerpo es un soporte indiferente, toda contradicción se evapora.
En fin, que a partir del señalamiento de la influencia de Cortázar como común denominador incidental sobre una constelación de autores, paulatinamente advertimos que la linfa más profunda que los emparenta es un movimiento progresivo y creciente. Lo que aparece como síntoma en Piglia o como coloración en García ya resulta definitorio en Puig. Son matices y pasos paulatinos: inquietud ante el exterior, intento de conjuro, torpeza frente a lo concreto cotidiano, incapacidad operativa, repliegue, arrinconamiento creciente, abdicación de todo proyecto modificador, desinterés, exaltación de la intimidad, separación, alejamiento exacerbado hasta, por fin, enclaustramiento y encierro total. Cierto: estamos en la comarca de la literatura. En la zona de los textos y las texturas. La comprensión crítica podría detenerse aquí: un proyecto de crítica recortada, de crítica inmanente. Pero si la literatura sólo me remite a sí misma, corre el riesgo de la tautología, y una crítica interna sólo puede ser un momento dentro de una crítica que aspira a ser global.
Así es que, luego de la verificación de la elusión, omisión o rechazo de la referencia histórica concreta, cabría plantear algunas correlaciones desde los textos hacia el contexto:
1) Este común denominador verificable en Piglia, Ford, García, Sánchez, Frete y Puig, ¿presupone una actitud polémica, pendular frente al tono de compromiso explícito con la historia que caracteriza a los narradores argentinos aparecidos alrededor de 1955?
2) ¿Correspondería vincular a estos seis autores, cuyas obras aparecen entre 1966 y 1968 con la caída del gobierno de Illia y la clausura de una alternativa política inmediata? El signo de liquidación de los partidos políticos tradicionales y la propuesta de apoliticismo posterior a junio del 66, ¿implica un ingrediente decisivo para estos narradores?
3) La muerte del «Che» Guevara en octubre de 1967, ¿no supone el cierre del fervor jubiloso con que los intelectuales jóvenes argentinos saludaron el proceso cubano en 1959 y que, por momentos, alcanzó manifestaciones límites en una suerte de «guajirismo» idealista? Esta depresión política, ¿no se refracta en la narrativa "de la que podría ser llamada «generación del 66»?
4) Las propuestas e incidencias generales de despolitización, ¿no encuentran acaso una formulación más sistemática en un fenómeno que provisoriamente podríamos denominar «seudoestructuralismo» en la medida en que ideologiza métodos válidos en tanto tales? ¿No es acaso decisivo en esta propuesta la sectorización del quehacer intelectual? ¿No es clave, acaso, la validación de la parcialización del pensamiento respecto de la cotidianidad histórica?
Yo creo que sí. Estas cuatro coordenadas condicionan decididamente la narrativa argentina aparecida alrededor del 66 que prolonga los resultados literarios de Cortázar. Pero que si en su núcleo significativo puede explicarse como una decidida reacción frente a la omnipotencia de la tradicional óptica balzaciana, corre el riesgo de encallar en una nueva forma de impotencia. Porque, mirando bien de cerca, lo que tiene que decirnos esta literatura en la última instancia de sus formas más exacerbadas no es «Dios ha muerto, todo es posible», sino El hombre ha muerto, todo es imposible.
—DAVID VIÑAS (Talcahuano, 485. BUENOS AIRES, Argentina).
Fuente: Cuadernos Hispanomericanos, nº 234, Madrid, junio de 1969.
De Ian Flemming a Michael Crinchton... van por el camino del best-seller. No se nos pierdan muchachos!
ResponderBorrarAl contrario, mariela, mechemos la literatura que se lee en los pasillos intelectuales con los best-sellers de amplia recepción. Veamos qué pasa con esos best-sellers, por qué tienen esa recepción (por qué los otros no la tienen), qué proponen, qué se puede leer entrelíneas.
ResponderBorrarLa apreciación de Rest sobre Bond me parece muy interesante, una lástima que te hayas quedado en el apellido de Fleming.
Saludos!
Empezá, mariela, por escribir bien los nombres. A tu Fleming le sobre una m y a tu Crichton una n.
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