Tanto en el cine como en la literatura estadounidense, sobre todo por la abundancia de los géneros (fantástico, de terror, etc.) los freaks como fenómenos de feria abundan. Aparte del film de Browning, basado en "Espuelas", un relato de Robbins, cuyo nombre de pila curiosamente ("freakishly") también era Tod, pueden mencionarse La feria de las tinieblas de Bradbury, Amor profano de Katherine Dunn, o El circo del Dr. Lao de Charles Finney en los libros, o numerosos films de terror con dementes deformes en el altillo o en los carromatos de ferias ("carnivals") itinerantes.Los textos o films directamente relacionados con ese aspecto escasean en cambio en la literatura o el cine argentinos. Más bien hay que buscarlos en los entresijos de obras globales dedicadas a temas menos laterales, a investigaciones menos caprichosas, menos "freakish", sobre el Ser Nacional. Aunque hay excepciones, tanto personales como textuales.
De los deformes
El autor más conectado con el tema es Roberto Arlt. Aún hoy, a más de medio siglo de su muerte (para regocijo de editores en busca de títulos libres de los derechos de autor), sigue siendo una presencia incómoda, típicamente freak dentro de la galaxia de nombres "puestos" de nuestra literatura. Lo es sobre todo por su estilo, y por la forma en que plantó conscientemente su perfil en el momento mismo de aparición de su obra. Aguerrido, brusco, decidido a dejar su marca, a no ser alguien a quien "únicamente leen correctos miembros de sus familias", estaba en los antípodas no sólo del "escribir bien" del momento, sino también de la idea del escritor posterior que subsiste -a la americana- de becas, subsidios o prestigio traducido en adelantos de derechos. Se jactaba de escribir "siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana", y transformaba esa presión que muchos tomarían como infierno en una reivindicación de la "prepotencia de trabajo", de un estilo.
Fue además de los pocos en hablar sin pelos en la lengua sobre los freaks en su sentido más tradicional: el de deformes o marcados físicamente. Su posición anímica ante ellos no podía ser más clara. Ya en el comienzo de su primera novela, El juguete rabioso, el narrador en primera persona trabaja para un librero rengo al que define así: "Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera". Después se apresuraba a agregar: "Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: 'Guárdate de los señalados de Dios'".
El título de uno de sus cuentos evoca de inmediato al freak paradigmático: "El jorobadito". Como el personaje es central, el narrador se siente obligado a explicar un poco más su posición que en la novela: "Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso". Para justificar su odio, el jorobadito, al que ha rebautizado Rigoletto, es en su visión un perfecto hijo de puta insolente, que reclama para sí cuidados y mimos dignos de un príncipe. El intento de ponerle límites no funciona: "Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe". Increíblemente, previsiblemente, el narrador introducirá al monstruo en el círculo familiar de la novia, para a) humillarla, b) desatar una situación incontenible, c) poder matarlo. Es el proceso que suelen seguir algunos cuentos de Poe, como "El gato negro", donde la gratuidad del odio a otro ser justifica la intensidad feroz, casi cómica, del estilo aún más que de las acciones.
De la mirada social
El freak no es un monstruo de la mitología, no es alguien simplemente "raro", y muchas veces depende de la mirada de otro grupo que comparte rasgos semejantes de "normalidad" para quedar marcado. Arlt adelanta esa mirada en "Las fieras", un cuento donde se sumerge o cae desde su normalidad a un grupo de dejados absolutos de la mano de Dios, las "fieras" del título: "Los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspera que cal agrietada". Gente que está a miles de kilómetros de la novia a la que se dirige el relato, a quien le pronostica con cariñoso desdén: "Tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva". Este desdén no es burla, y la burla tampoco cae, como con el jorobadito, sobre "las fieras". Porque el que narra ya es, cuando comienza a hacerlo, una fiera más.
Muy distinto es el caso de Julio Cortázar, cuando en uno de sus viejos cuentos, "Las puertas del cielo", el protagonista visita un bailongo popular. Allí el hombre la ve tan de afuera que hasta lleva registros de cinógrafo: "En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace", escribe. Pero su actitud es muy distinta a la del científico, cuando comienzan a llegar los asistentes, la pluma, impulsada por el temor y la distancia respecto de la humanidad de lo que ve, se le vuelve tan estremecida como la de un Lovecraft.
Su mirada social transforma a la gente en freaks, en monstruosidades, proceso reconocido con insólita claridad: "Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos: las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo". Por un instante, en un paréntesis, trata de recobrar la precisión científica, pero en realidad para privarlos aún más de humanidad, de rasgos de unión con los "normales": "Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan". La descripción del baile propiamente dicho admite la fascinación ("Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar"), pero la conciencia de los cuerpos lo devuelve al asco: "No se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo".
No se acercan al tono inestable del freakismo, en cambio, el axolotl que intercambia de puesto con el observador humano, ni el muchacho en motoneta que se cruza en el tiempo con un sacrificado en un altar azteca. Son sutiles extrañezas conceptuales, abstractas, cambios de identidades en las que no interviene el cuerpo. En cuanto a "Circe", la siniestra dama de barrio que da bombones repulsivos a los novios, es más una parábola de la histeria o un caso psicológico que una auténtica freak. De hecho, en un enorme porcentaje, la literatura escrita en Argentina, sobre todo en Buenos Aires, tiene como freak mayor, desde lo más grosero a lo más metafísico, a la mujer, un Otro visto como enemigo temible con la misma sistematicidad con que la ciencia ficción suele ver a los alienígenas. Tema demasiado amplio, sin embargo, para los límites de extensión y tono de esta nota.
De la conjunción y el amor.
Otro freak cortazariano aparece sin embargo con claridad en Rayuela: la vieja pianista Berthe Trépat. En un momento de suspensión de actividades Oliveira entra a un teatro y después de una introducción ridícula freak, por parte de un gordo, aparece la dama: "Lo que seguía era rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada". Ese semimonstruo cubista es acompañado por Oliveira después del supuesto show, y se establece entre los dos una delicada tensión erótica no resuelta, mientras recorren las calles nocturnas.
Es cierto que podría ser apenas una loca desesperada por una caricia o un contacto: "-Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy..." trata de definirla, como un modo de alejarse, imaginando un doble o doppelganger que "andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca". Pero es evidente que el patetismo, tono anímico que provoca el freak con frecuencia de Frankenstein en adelante, se basa sobre todo en lo físico: "Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de reojo a Oliveira para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (...) y la levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la nariz". Como están solos, como no hay otras miradas, ni grupo (varias gordas como Berthe Trépat juntas espantarían en vez de intrigar a Oliveira), como es noche, está a punto de pasar algo, de establecerse una conjunción, un contacto de cuerpos. Ese tipo de cruces afectivos o sexuales, del humano y del freak distinto, deforme, es menos común aún que con animales, aunque autores argentinos menores, basados en Trépat, los ejecutaron, con torpeza, por no pensar en la dificultad de lo expresado. En uno de sus pocos ejemplos de tratamiento del tema, Adolfo Bioy Casares escribió un relato, "La sierva ajena", que es a su vez un freak literario dentro de su propia obra. Todo el prolongado comienzo parece escrito por un Bustos Domecq un poco más cercano a la ironía social que a la literaria o surreal. Despistes, apuntes costumbristas de la clase alta, apartan del tema, que tarda mucho en llegar. Cuando lo hace, no tiene nada que ver con el carreteo previo. Es un triángulo, pero grotesco, confuso y, en su cierre, infinitamente melancólico. Un "muchacho bien" se enamora de una mujer que vive en el Tigre y no lo deja entrar a su casa. Cuando lo hace (acción precedida por hechos extraños, como un bolso que parece moverse solo) descubre un triángulo. Flora tiene un amante pequeñísimo, casi una rata (incluso por la voz), con un nombre tan determinante como el Rigoletto del jorobadito arltiano: Rudolf.
Lo que sigue al descubrimiento es una descripción trizada, dolida (que fascina justamente por lo inconclusa, irregular, freak), de los engaños a los que lleva no tanto la traición como el amor. Como Urbina, el protagonista, cree en Flora y como Flora con implacable e incomprensible (desde el punto de vista masculino) lógica femenina cree que las "cosas a la larga se arreglarán", el único elemento firme, Rudolf, el pequeñísimo monstruo, actúa y ciega al humano "normal". La imagen final es desoladora: Flora vuelve a engañar (tal vez a engañarse) y envía a Urbina, solo y ciego, a Europa, en un barco donde lejos de todo rencor, madurado por el sufrimiento, el despechado se pregunta si tiene algún derecho a criticar el fervor y la sumisión ajenas (los de Flora por Rudolf). Unas páginas antes de la ceguera y el dolor, más humanamente, había anhelado estar "de vuelta en su casa como en un refugio, a salvo de la cruel intemperie del mundo, donde hay secretos, y enanos horribles, que lo odian a uno, y mujeres nobles, que lo persiguen".
De la paranoia grupal.
El "Informe sobre ciegos" de Ernesto Sábato permite la duda entre la realidad y lo fantaseado. El extenso texto está escrito por Martín, un freak en sí mismo, para hablar de un grupo entero de freaks posibles: los ciegos. De mirada opaca, tanto más siniestros cuando son de nacimiento, los ciegos lo persiguen. En casi todo su transcurso, el discurso es el de la paranoia perfecta. Como el personaje de Cortázar, el obseso y maníaco Martín quiere ser científico: "Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía manera de vivir y condición zoológica". Los considera de piel fría, como "los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües", etc. La precisión descriptiva, sin embargo, esquiva una y otra vez los momentos cruciales des de un punto de vista "normal".
Martín es un paranoico de manual: todo lo que le parece evidente resulta delirante para el lector y viceversa. Pero su manía es convincente, aunque no su argumentación. No se concentra en alguien sino en un vasto y enorme grupo al servicio del Demonio. Pero cuando al final llega el anunciado "ayuntamiento" con la Ciega, la posibilidad de crear un momento freak memorable queda sepultado por una avalancha de monumentales imágenes arquetípicas (túneles de sangre, volcanes, regresión a los orígenes evolutivos) más explicados o expuestos que transmitidos.
Del mito y la memoria.
Ya se dijo que un personaje mitológico no es un freak porque sencillamente es eso; una sirena, un tritón, una Medusa cumplen con su función de cantar, portar tridente o convertir en piedra a los demás. A Jorge Luis Borges se le ocurrió una buena idea para transformar a un mito en freak: lo humanizó.
Aunque tiene cabeza de toro, en "La casa de Asterión" el Minotauro piensa como un hombre "normal", no capta la condición de laberinto de su casa, ni la condición de monstruo de su ser, y se sorprende junto con el lector cuando Teseo se sorprende a su vez de que casi no se haya defendido. En otras palabras, muere por no hacer lo que le manda su esencia: ejercer la monstruosidad y la violencia.
Más admirable es la hazaña de "Funes el memorioso". Si bien lo intelectual puro no produce freaks aquí el esquive consiste en magnificar una función del intelecto, la memoria tan típica y únicamente humana, hasta volverla infinita, monstruosa, freak. El paisano Ireneo Funes recuerda todo, pero además en todos sus detalles. Casos reales semejantes terminaron en la locura o el aburrimiento definitivo. Como Funes vive en el campo uruguayo, le provoca al principio un subterráneo, retobado orgullo. Esa facultad que le ha dado el azar de un golpe en la cabeza hace que sienta como limitados, ciegos, sordos, abombados y desmemoriados a los "normales".
Pero al fin reconoce: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". En buena medida las impecables metáforas concretas de Borges (que no aluden a otra cosa aislada, sino todas a un mismo fenómeno) parecen prenunciar ese desmadre o desborde freak de información excesiva que caracteriza hoy a las redes informáticas. La suerte de vivir en el campo le ahorra a Funes no sólo la fama sino también la neurosis. Cuando muere, lo hace de una simple congestión pulmonar.
De la inversión.
Hay una manera final de ser freak: creerse el único normal. El paranoico se siente perseguido, y por lo tanto actúa, se aísla, se autodenuncia. Quien invierte en cambio la relación freak normal, lo hace por un procedimiento simple. Puede canalizarse por la mirada (por la traducción interna, simbólica de esa mirada) o por el lenguaje. O por ambas cosas, como ocurre en Cicatrices de Juan José Saer.
Allí nada menos que un hombre de la ley, además traductor en ratos libres, que trabaja en Tribunales, está hundido en la agobiante naturalidad litoraleña: humedad, lluvias, ritos cotidianos repetidos hasta el hartazgo. Su reacción, tal vez su locura (pero que nadie capta ni ve), es simple: es el ser humano que ve o piensa a los demás como "gorilas". Como leemos y no vemos una película, no sabemos si el movimiento es sólo cosa mental (cambiar el término "hombre" o "mujer" o "niño" o "rubio" por el término "gorila"), o también visual. En sus ensoñaciones solitarias, el desplazamiento le permite acceder a la "normalidad" simiesca, animal de salvajismos y orgías alrededor del fuego.
En la vida diurna, cotidiana, en cambio, el simple cambio verbal o visual convierte en esto la aburrida calle de todos los días: "En la primera esquina, un gorila solitario envuelto en un impermeable azul y con su sombrero hundido en el cráneo, de modo tal que apenas si se le ve la cara, se encoge para toser. Después pasó a su lado y queda atrás.
"Doblo por Mendoza hacia donde debiera estar saliendo el sol, y el coche se desliza lento, pasando por delante de la estación de ómnibus. Hay algunos gorilas en los andenes. Se pasean o están inmóviles, junto a montones de bultos y valijas (...). Un gorila envuelto en un capote negro, la cabeza cubierta por una gorra de vigilante, está parado a la puerta de una garita gris. Tiene los ojos finos en la niebla, y está completamente inmóvil. Después desaparece. Queda atrás".
El procedimiento es radical, definitivo. Basta mirar todo lo demás como distinto para recobrar el factor tranquilizante de la dicotomía freaknormal. Aunque la razón, la ley y la naturalidad queden en manos de un solo hombre. Es un sueño freak, mucho más frecuente de lo que se cree en cuerpos nada deformes. Un sueño puramente humano, nada animal, que deja intocada la realidad del cuerpo y las relaciones, a salvo de todo rasgo freak evidente, por mera inversión absoluta.
En Página/30, año 5, nº 68, Marzo 1996, págs. 26-30
De los deformes
El autor más conectado con el tema es Roberto Arlt. Aún hoy, a más de medio siglo de su muerte (para regocijo de editores en busca de títulos libres de los derechos de autor), sigue siendo una presencia incómoda, típicamente freak dentro de la galaxia de nombres "puestos" de nuestra literatura. Lo es sobre todo por su estilo, y por la forma en que plantó conscientemente su perfil en el momento mismo de aparición de su obra. Aguerrido, brusco, decidido a dejar su marca, a no ser alguien a quien "únicamente leen correctos miembros de sus familias", estaba en los antípodas no sólo del "escribir bien" del momento, sino también de la idea del escritor posterior que subsiste -a la americana- de becas, subsidios o prestigio traducido en adelantos de derechos. Se jactaba de escribir "siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana", y transformaba esa presión que muchos tomarían como infierno en una reivindicación de la "prepotencia de trabajo", de un estilo.
Fue además de los pocos en hablar sin pelos en la lengua sobre los freaks en su sentido más tradicional: el de deformes o marcados físicamente. Su posición anímica ante ellos no podía ser más clara. Ya en el comienzo de su primera novela, El juguete rabioso, el narrador en primera persona trabaja para un librero rengo al que define así: "Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera". Después se apresuraba a agregar: "Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: 'Guárdate de los señalados de Dios'".
El título de uno de sus cuentos evoca de inmediato al freak paradigmático: "El jorobadito". Como el personaje es central, el narrador se siente obligado a explicar un poco más su posición que en la novela: "Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso". Para justificar su odio, el jorobadito, al que ha rebautizado Rigoletto, es en su visión un perfecto hijo de puta insolente, que reclama para sí cuidados y mimos dignos de un príncipe. El intento de ponerle límites no funciona: "Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe". Increíblemente, previsiblemente, el narrador introducirá al monstruo en el círculo familiar de la novia, para a) humillarla, b) desatar una situación incontenible, c) poder matarlo. Es el proceso que suelen seguir algunos cuentos de Poe, como "El gato negro", donde la gratuidad del odio a otro ser justifica la intensidad feroz, casi cómica, del estilo aún más que de las acciones.
De la mirada social
El freak no es un monstruo de la mitología, no es alguien simplemente "raro", y muchas veces depende de la mirada de otro grupo que comparte rasgos semejantes de "normalidad" para quedar marcado. Arlt adelanta esa mirada en "Las fieras", un cuento donde se sumerge o cae desde su normalidad a un grupo de dejados absolutos de la mano de Dios, las "fieras" del título: "Los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspera que cal agrietada". Gente que está a miles de kilómetros de la novia a la que se dirige el relato, a quien le pronostica con cariñoso desdén: "Tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva". Este desdén no es burla, y la burla tampoco cae, como con el jorobadito, sobre "las fieras". Porque el que narra ya es, cuando comienza a hacerlo, una fiera más.
Muy distinto es el caso de Julio Cortázar, cuando en uno de sus viejos cuentos, "Las puertas del cielo", el protagonista visita un bailongo popular. Allí el hombre la ve tan de afuera que hasta lleva registros de cinógrafo: "En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace", escribe. Pero su actitud es muy distinta a la del científico, cuando comienzan a llegar los asistentes, la pluma, impulsada por el temor y la distancia respecto de la humanidad de lo que ve, se le vuelve tan estremecida como la de un Lovecraft.
Su mirada social transforma a la gente en freaks, en monstruosidades, proceso reconocido con insólita claridad: "Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos: las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo". Por un instante, en un paréntesis, trata de recobrar la precisión científica, pero en realidad para privarlos aún más de humanidad, de rasgos de unión con los "normales": "Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan". La descripción del baile propiamente dicho admite la fascinación ("Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar"), pero la conciencia de los cuerpos lo devuelve al asco: "No se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo".
No se acercan al tono inestable del freakismo, en cambio, el axolotl que intercambia de puesto con el observador humano, ni el muchacho en motoneta que se cruza en el tiempo con un sacrificado en un altar azteca. Son sutiles extrañezas conceptuales, abstractas, cambios de identidades en las que no interviene el cuerpo. En cuanto a "Circe", la siniestra dama de barrio que da bombones repulsivos a los novios, es más una parábola de la histeria o un caso psicológico que una auténtica freak. De hecho, en un enorme porcentaje, la literatura escrita en Argentina, sobre todo en Buenos Aires, tiene como freak mayor, desde lo más grosero a lo más metafísico, a la mujer, un Otro visto como enemigo temible con la misma sistematicidad con que la ciencia ficción suele ver a los alienígenas. Tema demasiado amplio, sin embargo, para los límites de extensión y tono de esta nota.
De la conjunción y el amor.
Otro freak cortazariano aparece sin embargo con claridad en Rayuela: la vieja pianista Berthe Trépat. En un momento de suspensión de actividades Oliveira entra a un teatro y después de una introducción ridícula freak, por parte de un gordo, aparece la dama: "Lo que seguía era rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada". Ese semimonstruo cubista es acompañado por Oliveira después del supuesto show, y se establece entre los dos una delicada tensión erótica no resuelta, mientras recorren las calles nocturnas.
Es cierto que podría ser apenas una loca desesperada por una caricia o un contacto: "-Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy..." trata de definirla, como un modo de alejarse, imaginando un doble o doppelganger que "andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca". Pero es evidente que el patetismo, tono anímico que provoca el freak con frecuencia de Frankenstein en adelante, se basa sobre todo en lo físico: "Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de reojo a Oliveira para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (...) y la levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la nariz". Como están solos, como no hay otras miradas, ni grupo (varias gordas como Berthe Trépat juntas espantarían en vez de intrigar a Oliveira), como es noche, está a punto de pasar algo, de establecerse una conjunción, un contacto de cuerpos. Ese tipo de cruces afectivos o sexuales, del humano y del freak distinto, deforme, es menos común aún que con animales, aunque autores argentinos menores, basados en Trépat, los ejecutaron, con torpeza, por no pensar en la dificultad de lo expresado. En uno de sus pocos ejemplos de tratamiento del tema, Adolfo Bioy Casares escribió un relato, "La sierva ajena", que es a su vez un freak literario dentro de su propia obra. Todo el prolongado comienzo parece escrito por un Bustos Domecq un poco más cercano a la ironía social que a la literaria o surreal. Despistes, apuntes costumbristas de la clase alta, apartan del tema, que tarda mucho en llegar. Cuando lo hace, no tiene nada que ver con el carreteo previo. Es un triángulo, pero grotesco, confuso y, en su cierre, infinitamente melancólico. Un "muchacho bien" se enamora de una mujer que vive en el Tigre y no lo deja entrar a su casa. Cuando lo hace (acción precedida por hechos extraños, como un bolso que parece moverse solo) descubre un triángulo. Flora tiene un amante pequeñísimo, casi una rata (incluso por la voz), con un nombre tan determinante como el Rigoletto del jorobadito arltiano: Rudolf.
Lo que sigue al descubrimiento es una descripción trizada, dolida (que fascina justamente por lo inconclusa, irregular, freak), de los engaños a los que lleva no tanto la traición como el amor. Como Urbina, el protagonista, cree en Flora y como Flora con implacable e incomprensible (desde el punto de vista masculino) lógica femenina cree que las "cosas a la larga se arreglarán", el único elemento firme, Rudolf, el pequeñísimo monstruo, actúa y ciega al humano "normal". La imagen final es desoladora: Flora vuelve a engañar (tal vez a engañarse) y envía a Urbina, solo y ciego, a Europa, en un barco donde lejos de todo rencor, madurado por el sufrimiento, el despechado se pregunta si tiene algún derecho a criticar el fervor y la sumisión ajenas (los de Flora por Rudolf). Unas páginas antes de la ceguera y el dolor, más humanamente, había anhelado estar "de vuelta en su casa como en un refugio, a salvo de la cruel intemperie del mundo, donde hay secretos, y enanos horribles, que lo odian a uno, y mujeres nobles, que lo persiguen".
De la paranoia grupal.
El "Informe sobre ciegos" de Ernesto Sábato permite la duda entre la realidad y lo fantaseado. El extenso texto está escrito por Martín, un freak en sí mismo, para hablar de un grupo entero de freaks posibles: los ciegos. De mirada opaca, tanto más siniestros cuando son de nacimiento, los ciegos lo persiguen. En casi todo su transcurso, el discurso es el de la paranoia perfecta. Como el personaje de Cortázar, el obseso y maníaco Martín quiere ser científico: "Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía manera de vivir y condición zoológica". Los considera de piel fría, como "los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües", etc. La precisión descriptiva, sin embargo, esquiva una y otra vez los momentos cruciales des de un punto de vista "normal".
Martín es un paranoico de manual: todo lo que le parece evidente resulta delirante para el lector y viceversa. Pero su manía es convincente, aunque no su argumentación. No se concentra en alguien sino en un vasto y enorme grupo al servicio del Demonio. Pero cuando al final llega el anunciado "ayuntamiento" con la Ciega, la posibilidad de crear un momento freak memorable queda sepultado por una avalancha de monumentales imágenes arquetípicas (túneles de sangre, volcanes, regresión a los orígenes evolutivos) más explicados o expuestos que transmitidos.
Del mito y la memoria.
Ya se dijo que un personaje mitológico no es un freak porque sencillamente es eso; una sirena, un tritón, una Medusa cumplen con su función de cantar, portar tridente o convertir en piedra a los demás. A Jorge Luis Borges se le ocurrió una buena idea para transformar a un mito en freak: lo humanizó.
Aunque tiene cabeza de toro, en "La casa de Asterión" el Minotauro piensa como un hombre "normal", no capta la condición de laberinto de su casa, ni la condición de monstruo de su ser, y se sorprende junto con el lector cuando Teseo se sorprende a su vez de que casi no se haya defendido. En otras palabras, muere por no hacer lo que le manda su esencia: ejercer la monstruosidad y la violencia.
Más admirable es la hazaña de "Funes el memorioso". Si bien lo intelectual puro no produce freaks aquí el esquive consiste en magnificar una función del intelecto, la memoria tan típica y únicamente humana, hasta volverla infinita, monstruosa, freak. El paisano Ireneo Funes recuerda todo, pero además en todos sus detalles. Casos reales semejantes terminaron en la locura o el aburrimiento definitivo. Como Funes vive en el campo uruguayo, le provoca al principio un subterráneo, retobado orgullo. Esa facultad que le ha dado el azar de un golpe en la cabeza hace que sienta como limitados, ciegos, sordos, abombados y desmemoriados a los "normales".
Pero al fin reconoce: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". En buena medida las impecables metáforas concretas de Borges (que no aluden a otra cosa aislada, sino todas a un mismo fenómeno) parecen prenunciar ese desmadre o desborde freak de información excesiva que caracteriza hoy a las redes informáticas. La suerte de vivir en el campo le ahorra a Funes no sólo la fama sino también la neurosis. Cuando muere, lo hace de una simple congestión pulmonar.
De la inversión.
Hay una manera final de ser freak: creerse el único normal. El paranoico se siente perseguido, y por lo tanto actúa, se aísla, se autodenuncia. Quien invierte en cambio la relación freak normal, lo hace por un procedimiento simple. Puede canalizarse por la mirada (por la traducción interna, simbólica de esa mirada) o por el lenguaje. O por ambas cosas, como ocurre en Cicatrices de Juan José Saer.
Allí nada menos que un hombre de la ley, además traductor en ratos libres, que trabaja en Tribunales, está hundido en la agobiante naturalidad litoraleña: humedad, lluvias, ritos cotidianos repetidos hasta el hartazgo. Su reacción, tal vez su locura (pero que nadie capta ni ve), es simple: es el ser humano que ve o piensa a los demás como "gorilas". Como leemos y no vemos una película, no sabemos si el movimiento es sólo cosa mental (cambiar el término "hombre" o "mujer" o "niño" o "rubio" por el término "gorila"), o también visual. En sus ensoñaciones solitarias, el desplazamiento le permite acceder a la "normalidad" simiesca, animal de salvajismos y orgías alrededor del fuego.
En la vida diurna, cotidiana, en cambio, el simple cambio verbal o visual convierte en esto la aburrida calle de todos los días: "En la primera esquina, un gorila solitario envuelto en un impermeable azul y con su sombrero hundido en el cráneo, de modo tal que apenas si se le ve la cara, se encoge para toser. Después pasó a su lado y queda atrás.
"Doblo por Mendoza hacia donde debiera estar saliendo el sol, y el coche se desliza lento, pasando por delante de la estación de ómnibus. Hay algunos gorilas en los andenes. Se pasean o están inmóviles, junto a montones de bultos y valijas (...). Un gorila envuelto en un capote negro, la cabeza cubierta por una gorra de vigilante, está parado a la puerta de una garita gris. Tiene los ojos finos en la niebla, y está completamente inmóvil. Después desaparece. Queda atrás".
El procedimiento es radical, definitivo. Basta mirar todo lo demás como distinto para recobrar el factor tranquilizante de la dicotomía freaknormal. Aunque la razón, la ley y la naturalidad queden en manos de un solo hombre. Es un sueño freak, mucho más frecuente de lo que se cree en cuerpos nada deformes. Un sueño puramente humano, nada animal, que deja intocada la realidad del cuerpo y las relaciones, a salvo de todo rasgo freak evidente, por mera inversión absoluta.
En Página/30, año 5, nº 68, Marzo 1996, págs. 26-30
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