Entrega 1: "La seducción del gesto" de Antonio Marimón (Punto de Vista, nº 36, 1989).
Entrega 2: Reseña sobre El fiord de Oscar Steimberg (Los Libros, nº5, 1969).
Entrega 3: "[Sobre] Sebregondi retrocede" de Héctor Libertella (en Nueva escritura en Latinoamérica, 1977).
Entrega 4: "De la inasible catadura de Osvaldo Lamborghini" de Sergio Chejfec (Babel, nº 10, 1989).
Entrega 2: Reseña sobre El fiord de Oscar Steimberg (Los Libros, nº5, 1969).
Entrega 3: "[Sobre] Sebregondi retrocede" de Héctor Libertella (en Nueva escritura en Latinoamérica, 1977).
Entrega 4: "De la inasible catadura de Osvaldo Lamborghini" de Sergio Chejfec (Babel, nº 10, 1989).
En el año 1988, la publicación de Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini, con prólogo de Aira, por Ediciones Del Serbal produjo, tiempo después, una serie de artículos e intervenciones en las revistas culturales y literarias argentinas sobre qué podía significar esta edición de un autor maldito y de culto. Tal vez el artículo de Alan Pauls titulado "Lengua: ¡sonaste!" y publicado en la revista Babel (nº 9, 1989) sea uno de los textos que mejor demuestra dicha preocupación. Es decir, los textos de OL habían circulado de una manera subterránea constituyéndose un objeto de culto pero en 1980 con Poemas y en 1988 con Novelas y cuentos, la escritura de Lamborghini comenzaba a ser asimilada, podía conseguirse en librerías (y ya no de modos complejos en ediciones cuasi-artesanales, figuritas difíciles de la literatura argentina trangresora). Pauls, justamente, advierte esa paradoja de publicar de forma masiva a un autor maldito, de aspirar a un Todo Lamborghini, de prologarlo para volverlo entendible, transmisible (aunque esto lo señalará más claramente Chitarroni en el mismo número de la revista, artículo que subiré en la próxima entrega): la "cadaverización" de Lamborghini, dice Pauls, "su digno y silencioso destino de museo". Más allá de esas apreciaciones, el autor de "Lengua: ¡sonaste!" propone, por lo menos, dos ideas interesantes para intentar aprehender la escritura de OL sin quedar idiota: 1. pensarla como un "hacer sonar la lengua", es decir, llevarla a su limite, "darle la máxima vida y ponerla en peligro máximo" (en este punto, Pauls señala que en Lamborghini, la lengua es también la ley y así lo vincula con un libro que se estaba publicando en ese momento: El género gauchesco: un tratado sobre la patria de Josefina Ludmer); y 2. la necesidad de un acto por cada palabra, idea en la que resuena una perspectiva pragmática y que la permite al autor del artículo enlazar a OL con Manuel Puig en la medida en la que los dos trabajan con lo estereotipado de la sociedad y de la lengua. En fin, basta de introducciones, acá va una nueva entrega de "Todos somos Osvaldo Lamborghini".
Lengua: ¡sonaste! (Alan Pauls)
Lengua: ¡sonaste! (Alan Pauls)
La edición de Novelas y cuentos acaba con un mito y funda otro. El primero quería que Osvaldo Lamborghini fuera no sólo una literatura, tal vez la última literatura-límite de la literatura argentina, sino también una tipografía (la negrita de El Fiord, el cuerpo apretado de Sebregondi retrocede), una puesta en página, una vocación de brevedad y un modo de edición: siempre libros delgados y pequeños, como si la forma libro también delirara su alucinación de clandestinidad. Durante mucho tiempo (desde los Poemas, que Rodolfo Fogwill hizo imprimir en 1980) creímos que nunca leeríamos esa literatura en otros caracteres que los que eligieron Chinatown ediciones (El Fiord), Noé (Sebregondi retrocede) o Tierra Baldía (Poemas), y que los textos de Lamborghini mantenían con los avatares de la edición una relación de secreta necesidad. Creíamos que, para leerlos, Lamborghini (él, y por supuesto la ignorancia que se abatió sobre él) nos obligaría siempre a volver sobre la materialidad única de esas pocas apariciones, a erosionarla con las relecturas, a manipularla como si se tratara de una colección de fetiches. Ese ritual de repetición terminó convenciéndonos de que los textos de Lamborghini eran textos princeps: habían sido editados como habían sido escritos: para herir o para desaparecer. Hubo, por cierto, otros: César Aira los reseña en el prólogo de Novelas y cuentos. Pero fueron esporádicos, imprevisibles y azarosos: había que rastrearlos como topos astutos y ladinos, siempre dispuestos a asomar el hocico allí donde menos se los esperaba. Neibis (publicado en Crisis), La mañana (en Escandalar) o La causa justa (en Innombrable) ya salían a la luz como incunables y coqueteaban con su pérdida, textos-relámpago (como se dice: acción-relámpago) que tajeaban el aire y reclamaban un lector al acecho, menos un descifrador de signos, que un cazador ubicuo.
A la superstición de la irreproductibilidad (leíamos esos textos como si fueran originales), este efecto de dispersión agregaba otra: la de una obra imposible, impensable y, acaso, ilegible, tanto la desactivaba la intermitencia caprichosa de sus piezas sueltas y el silencio enigmático que la espaciaba "Es difícil no gustarle a nadie", escribía Lamborghini. Hacerse desear, parece, no le costaba tanto. Quizás con una ingenuidad justiciera, la publicación de Novelas y cuentos viene a abolir esas dos ilusiones, recopilando bajo una tipografía uniforme los textos éditos de Lamborghini e incorporándoles un conjunto de inéditos (Sebregondi se excede, Matinales, Las hijas de Hegel, los agregados a La causa justa, El Pibe Barulo y El Cloaca Iván). Si es cierto el rumor (Novelas y cuentos sería el primer tomo de la serie Lamborghini), un futuro más o menos cercano nos proporcionará Todo Lamborghini, extraña ficción editorial que hasta ahora sólo existía como paradoja.
Pero Novelas y cuentos funda sobre la muerte un deseo de obra, reemplaza o vuelve arcaica una pregunta (¿Un Lamborghini? ¿Dónde? ¿Cuándo?) para sobreimprimirle otra: ¿Qué más, qué falta de Lamborghini? Aun en el forzar de su artificio (Lamborghini, creo, siempre escribió contra el Todo, o al menos destinó los más de sus cartuchos a agujerear ese fantasma), ese deseo quizás convoque otro, incierto pero inquietante: un deseo de lectura. ¿Qué lectores habrá, para estos textos que resucitan hoy tan bien vestidos, casi opíparos de lujo? O mejor: ¿qué lectores crearán, ellos, que siempre se negaron al pacto y al consenso, ahora que la literatura argentina ha reescrito sus contratos, la cultura revalorizado su función disuasiva, la política entronizado su laborioso esfuerzo de racionalidad? Novelas y cuentos puede inaugurar la cadaverización de Lamborghini o, lo que es lo mismo, su digno y silencioso destino de museo: así, por la culata, dan sus frutos a veces los actos de justicia. Pero éstas 317 páginas prolijas, no exentas de erratas sin embargo (¡cómo se habría divertido él, el autor, saboreando esos deslices!), pueden también trazarse su nuevo atajo, conectar con voces que recién empiezan a articularse, en cabalgarse sobre fuerzas agazapadas, entrar en aleación con regiones que ya, tal vez inadvertidamente, están haciendo efervescencias sigilosas. Ese atajo, esas voces, esas fuerzas y regiones serán esquivas, supongamos, si se las busca en el interior de lo que se sigue leyendo, hoy, como "literatura". Sin duda son poderosas, en cambio, cuando las encontramos en un texto de Sumo ("Saltando en mi cara la mejicana/ Un fugitivo se entrega/ Pero no/ Mejor no hablar de ciertas/cosas"), en el cortante Tai Chi del Indio Solari ("Tu aullido esta vez (¡Quiera Dios!) no se va a oír/ En la prisión/ ¡Puede la virgen labial brillar!/ ¡En risas pillas, manzanas firmes!"), o en muchos otros territorios donde una música violenta a la lengua argentina y la hace sonar: como si la descubriéramos por primera vez.
Novelas y cuentos no sólo da a leer a un escritor argentino y su tradición; ofrece, con una contundencia que parecíamos incapaces de recordar, la prueba de que ese título no es el emblema de una cierta nobleza, sino el despliegue encarnizado de un programa. Hacer sonar la lengua, y escribir sin desmayo esa asonada. Lengua, ¡sonaste!: ¿qué libros "de literatura argentina" podrían jactarse de interpelar así a la lengua (la nacionalidad) que los arrulla y de la que se dicen tributarios? Toda la literatura de Lamborghini se sostiene en ese desafío, y los murmullos ajenos que la atraviesan están ahí por haber hecho de ese reto un idioma singular, un son en el que toda una lengua (literaria y no literaria) parece condensarse de un modo instantáneo, retorcerse en un pliegue inaudito y sonar, sonar con esa intensidad que tienen las músicas cuyo nacimiento oímos: el canto de la Josefina de Kafka, el tin tin de Ascasubi, el colimba por quilombo de Gombrowicz, la entonación de Borges. La literatura de Lamborghini no hace sonar la lengua a fuerza sólo de alzar la voz. Conoce, por supuesto, el arte de injuriar, que la recorre y la salpica de gritos (Sebregondi retrocede no cuenta otra cosa que ese acontecimiento: cortar el rostro y la frase) puntuando sus músicas con mayúsculas y exclamaciones. Pero también es experta en asordinar, en destilar de la lengua afluentes extraordinarios por su fragilidad, casi inaudibles de sutiles. Hacer sonar la lengua es, en Lamborghini, decretar que ha llegado su hora, hacerle justicia a la vez que ajusticiarla, darle la máxima vida y ponerla en el peligro máximo. (Y a propósito de justicia: sin duda es un confabulado azar que Novelas y cuentos aparezca cerca en el tiempo de El género gauchesco/Un tratado sobre la patria, ese gran libro en el que Josefina Ludmer (Babel nº 6) escribe sobre Lamborghini y sobre la lengua y sobre la ley: si la ecuación lengua-ley formaliza un universal literario, como sugiere Ludmer en su tratado, Osvaldo Lamborghini, que nunca dejó de ponerla en acto demuestra por qué, al leerlo, su literatura parece tocar un fundamento de la literatura, lo que la hace posible y lo que augura su desaparición. Aconsejo (no está de más, espero) leer juntos los dos libros: algo saldrá, tal vez una chispa, de esas dos espadas solitarias).
César Aira dice bien: con Lamborghini, "asistimos al nacimiento de las palabras". A su nacimiento, o a sus catástrofes. Hacer sonar la lengua es, en estas novelas y estos cuentos, como escribir el punto en que una ola rompe o el umbral en que el agua empieza a hervir: el acontecimiento del romper y del hervor, esa vertiginosa puntualidad y no sólo los estados que la preceden y la suceden. Siempre estará la necesidad necesaria de un acto por cada palabra, dice una frase-consigna de Sebregondi retrocede, antídoto formidable contra el malestar naïf que inspiran los modos canónicos en que la literatura argentina suele pensar la relación entre el sentido y el mundo. La fórmula un acto por cada palabra, de la que Lamborghini hizo una ley despiadada, es la fórmula misma del acontecimiento: ya no palabras y cosas en relación de representación, sino signos y acciones anudados; ya no el candor de los realismos y sus secuelas "comprometidas", sino un trabajo de la lengua como máquina de actos, de veredictos y de condenas. En Matinales, el gesto de hacer girar el dedo índice en la sien es todo lo contrario de la representación de la locura: es el acontecimiento volverse loco, la mutación enloquecer. "Decirlo era una cosa, y otra, ¡Hacerlo!": "un acto por cada palabra", en Lamborghini, es la consigna del decir-hacer de la literatura. Decir: "Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada" (El niño proletario), es fácil; pero ¿hacerlo? Hay que escribir, y no es fácil, esa frase, hay que escribir su mortífera literalidad sobre el cuerpo de otro para que la literatura describa, como sólo ella puede hacerlo, ese dispositivo de sentido y de muerte que es una lengua. (De Kafka, en Lamborghini, no es sólo la voz cantante de Josefina la que vuelve; es también el aparato jurídico (lengua y suplicio) que monta En la colonia penitenciaria). Hacer sonar la lengua es someterla a ese trabajo de la pasión literal, que está en "las palabras pegadas a los órganos" de El Fiord, en el axioma seudo-marxista de Sebregondi, usurpado, invertido y hecho ley por los verdugos, en el Tokuro de La causa justa, para quien "la palabra es ley" y la Argentina "una llanura de chistes" realizados. Lamborghini hizo sonar la lengua, y ese son no fue parido sin violencia. Pero ¿qué es la violencia (se pega a un niño) sino la declinación de los casos de una lengua sobre un cuerpo (humano o social), la conjugación de sus paradigmas sobre materias múltiples?
Las literaturas de Osvaldo Lamborghini y de Manuel Puig se gustaban. Pero ¿cuál es el secreto de esta confesada afinidad entre el prosista cortado y el zar de la narración, entre el músico abarracado y el adalid de la sencillez, entre el maldito y la estrella? Tal vez, arriesgo, el estereotipo, ese cristal de lengua que está "en el principio" de ambas literaturas y que las condujo a una fascinación recíproca. Para Puig y para Lamborghini, el estereotipo no es un oropel kitsch de la lengua ni un objeto parcial del costumbrismo; es esa formación donde la lengua hace oír su poder, su formidable facultad de decir-hacer: un pequeño aparato de Estado. Hacer sonar la lengua (lo que los dos hacen acaso como nadie) es lanzar una asonada sobre ese punto, asediar esa ciudadela tan de todos. Sólo que aquí las asonadas difieren (¡ese capricho de los grandes escritores: gustarse y diferir, admirarse sin imaginarios de por medio!) Puig (Cae la noche tropical: obligatorio) excava en el estereotipo una sintaxis, las premisas elementales de mil relatos virtuales; deriva una narración de ese cristal de lengua, narra esa lengua como quien pone en marcha un proyector cinematográfico. Pero esa derivación desemboca en otra, menos perceptible y flotante como una melodía: reduce la narración a sus regueros, como extenuándola, y del relato, por fin, sólo subsisten sus bordes murmurados: los chismes, la vía regia de la lengua. Osvaldo Lamborghini, en cambio, toma del estereotipo su performatividad; desdeña el tránsito del relato ("así, no hay relato que progrese"): la frase es un filo, y el libro el hacha que quiebra el mar congelado en nosotros; no sirve para tajear: tajea. Lamborghini toma el estereotipo al pie de la letra, y esa literalidad de delirio es lo que escribe, una y otra vez, hasta cansarse y morir. Como la sentencia de un juez, el estereotipo se inscribe sobre un cuerpo y lo transforma de un modo absoluto. (Siguiendo a Nietzsche, que a menudo lo visita, en Lamborghini todo es cuerpo: una célula de guerrilla, una clase, una familia —todo lo que Gombrowicz llamaba "formas"). Literalizar hasta el fin un estereotipo (gordo culón, niño proletario, ¿sos loco o te pica el culo?) o un chiste ("Mirá, hermano, yo te quiero tanto, te lo juro, por mi madre te chuparía la pija si fuera puto, sí, te lo juro, y vos sabés que yo no soy puto"): hay, en ese empecinamiento, una especie de frenesí infantil por malentender y por maldecir. Bárbaro en su lengua, que es la del escritor argentino y la tradición, el idioma Lamborghini pasea mucho por la infancia y llega por fin, en algunos de sus últimos textos aún inéditos (La familia Kab, por ejemplo), a un estado como de denotación pura, como si escribir hubiera sido una guerra sin cuartel contra lo simbólico. Una guerra cuyo botín, casi más estremecedor que sus batallas, es lo real de la pornografía.
Fuente: Babel, nº 9, junio 1989, p. 5
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