Todos somos Osvaldo Lamborghini (Entrega 1): "La seducción del gesto" de Antonio Marimón (Punto de Vista, nº 36, 1989).
Hace un tiempo largo (véase la Entrega 1), me proponía, debido al revival de la obra de Osvaldo Lamborghini durante el 2008, recuperar algunos artículos críticos sobre sus textos. Empecé por el de Marimón que plantea una perspectiva bastante cuestionadora, cierta desconfianza en relación con el gesto lamborghiniano y ahora, sigo con uno de las primeras reseñas que se publicaron sobre El fiord (1969). Esta reseña escrita por Oscar Steimberg apareció en la revista Los libros, también en 1969, y de algún modo anticipa muchas de las líneas de lectura que luego, en los 80, se encargarían de explorar los sentidos de la ¿obra? lamborghiniana. Por lo demás, me gusta el estilo de Steimberg porque realiza algunas críticas solapadas (a la crítica, a los lectores y sus expectativas y al mismo OL), porque sabe señalar los puntos esenciales del trabajo formal y estilístico en el texto de Lamborghini y porque pone en relación a El fiord con la serie literaria del momento (vean su mención de la "pornolucidez" y de la obra de Puig). ¡Que la disfruten!
"Osvaldo Lamborghini
El Fiord
Ed. China-Town, 50 págs.
¿"Y por qué, si a fin de cuentas" la pornolucidez está presente en la literatura desde hace tanto tiempo, El Fiord despierta tanta resistencia en sus lectores, o les impide reflexionar sobre él? Podemos volvernos —ferozmente— ingenuos, ferozmente incomprensivos y responder que la razón debe buscarse en el hecho de que las palabras de El Fiord intentan rescatar otro mundo de palabras todavía sumergido, todavía prohibido, constituyendo algo así como una literatura "underground" para adultos, escrita por adultos devueltos a la ternura de la vocalización no comprometida después de haber mordido, a conciencia, la mordaza voluntaria de la razón, de la razón de partido y de la razón superadora de la irracionalidad de partido. Y habría algo de eso, en la medida en que el objeto mayor del trituramiento al que los personajes de El Fiord se someten unos a otros es el lúcido Sebastián, al que "no se le da de comer ni de cojer" porque su problema es saber si alguien figura "en el gran libro de los verdugos" o "en el de las víctimas".
Pero para que fuera realmente posible buscar el nudo y el origen de El Fiord en el abandono de la moral por las palabras —las palabras del sentimiento, las palabras prohibidas de los exabruptos— hubiera sido necesario que en algún sector del habla cotidiana hubiese existido, alguna vez, la posibilidad de encontrar expresiones como "atigrado colchón" o "turro maíz". Y no: El Fiord dificulta en cada línea la división de tareas que confiere sólo al crítico la condición de privilegiado "bricoleur" de signos ya plasmados, hablados, organizados en discurso. Aquí la crítica parece haberse iniciado antes de tiempo; invadiendo la escritura literaria en su mismo dominio, y llevando la reflexión sobre los signos ya existentes —en este caso, los signos de una retórica lunfardo-hispanizante que atraviesa toda la narración— a la temperatura, la espontaneidad y la imprevisibilidad de un relato apocalíptico.
Por supuesto, son muchos los que actualmente —también entre nosotros— convocan los sentidos del mundo a través de una transposición o un cambio de contexto de los lenguajes ya existentes; pero no es fácil establecer una conexión inmediata entre un lenguaje como el que en la obra de Manuel Puig es hablado por los personajes, para disfrazar y socializar los deseos que harían estallar su mundo, y el lenguaje de Osvaldo Lamborghini en El Fiord. Aquí las palabras estereotipadas de la política partidista o la cotidianeidad escatológica no ocultan deseos ciegos, mudos; atraen hacia sí al personaje que los invoca arrastrándolo a través de transformaciones que articulan la toma de conciencia política con el terror a la castración, la preocupación por la buena forma con la imposibilidad de definir con certeza los límites del propio cuerpo o del propio sexo. La lucidez y el deseo no se excluyen: cohabitan en una corriente de palabras que excluye, sí, el momento —tan atroz como puede serlo una orgía de monstruos en dos ambientes únicos, cerrados y que además se comunican— en que las palabras empiezan a vocalizarse, en que la necesidad de pronunciarlas se manifiesta como una pulsión que no podría surgir sino de nosotros mismos. El protagonista de El Fiord no conoce el momento en que el tono de las palabras se ensaya, en que se elige el grado de calidez de la voz; y esto no constituye sólo una amputación, sino también una ventaja. Hay una infinita seguridad detrás de la afirmación de que "la obligué —y no orgaché, como dice Sebas"; hay un juego infantil y jubiloso que brota del descubrimiento de que se vive en un mundo hecho de tonalidades de significación que serán las nuestras, recortadas por un mapa de palabras que encontraremos, cada una en el momento debido, a nuestro paso. La conciencia, el terror, la anomia y el buen gusto hablarán, por etapas, a través nuestro; se confirmará la existencia de esa lógica que habíamos percibido, ya, en los discursos de los que son hablados en torno nuestro; sentiremos en nuestra propia boca la diafanidad de la corriente que arrastra, uniéndolas, las postulaciones de la extrema izquierda y de la extrema derecha.
Pero de pronto, punto. Cerrar, cortar, y a otra cosa. Porque descubrimos que las palabras se repiten, que el relato recomienza. El Fiord es un juego para adultos; exige conclusiones, fallos definitivos. O el reconocimiento de que no es solamente la verdad lo que nos interesa.
Oscar Steimberg"
Fuente: Steimberg, Oscar, “Reseña de El fiord”, Los Libros, nº 5, 1969, pág. 24.
El Fiord
Ed. China-Town, 50 págs.
¿"Y por qué, si a fin de cuentas" la pornolucidez está presente en la literatura desde hace tanto tiempo, El Fiord despierta tanta resistencia en sus lectores, o les impide reflexionar sobre él? Podemos volvernos —ferozmente— ingenuos, ferozmente incomprensivos y responder que la razón debe buscarse en el hecho de que las palabras de El Fiord intentan rescatar otro mundo de palabras todavía sumergido, todavía prohibido, constituyendo algo así como una literatura "underground" para adultos, escrita por adultos devueltos a la ternura de la vocalización no comprometida después de haber mordido, a conciencia, la mordaza voluntaria de la razón, de la razón de partido y de la razón superadora de la irracionalidad de partido. Y habría algo de eso, en la medida en que el objeto mayor del trituramiento al que los personajes de El Fiord se someten unos a otros es el lúcido Sebastián, al que "no se le da de comer ni de cojer" porque su problema es saber si alguien figura "en el gran libro de los verdugos" o "en el de las víctimas".
Pero para que fuera realmente posible buscar el nudo y el origen de El Fiord en el abandono de la moral por las palabras —las palabras del sentimiento, las palabras prohibidas de los exabruptos— hubiera sido necesario que en algún sector del habla cotidiana hubiese existido, alguna vez, la posibilidad de encontrar expresiones como "atigrado colchón" o "turro maíz". Y no: El Fiord dificulta en cada línea la división de tareas que confiere sólo al crítico la condición de privilegiado "bricoleur" de signos ya plasmados, hablados, organizados en discurso. Aquí la crítica parece haberse iniciado antes de tiempo; invadiendo la escritura literaria en su mismo dominio, y llevando la reflexión sobre los signos ya existentes —en este caso, los signos de una retórica lunfardo-hispanizante que atraviesa toda la narración— a la temperatura, la espontaneidad y la imprevisibilidad de un relato apocalíptico.
Por supuesto, son muchos los que actualmente —también entre nosotros— convocan los sentidos del mundo a través de una transposición o un cambio de contexto de los lenguajes ya existentes; pero no es fácil establecer una conexión inmediata entre un lenguaje como el que en la obra de Manuel Puig es hablado por los personajes, para disfrazar y socializar los deseos que harían estallar su mundo, y el lenguaje de Osvaldo Lamborghini en El Fiord. Aquí las palabras estereotipadas de la política partidista o la cotidianeidad escatológica no ocultan deseos ciegos, mudos; atraen hacia sí al personaje que los invoca arrastrándolo a través de transformaciones que articulan la toma de conciencia política con el terror a la castración, la preocupación por la buena forma con la imposibilidad de definir con certeza los límites del propio cuerpo o del propio sexo. La lucidez y el deseo no se excluyen: cohabitan en una corriente de palabras que excluye, sí, el momento —tan atroz como puede serlo una orgía de monstruos en dos ambientes únicos, cerrados y que además se comunican— en que las palabras empiezan a vocalizarse, en que la necesidad de pronunciarlas se manifiesta como una pulsión que no podría surgir sino de nosotros mismos. El protagonista de El Fiord no conoce el momento en que el tono de las palabras se ensaya, en que se elige el grado de calidez de la voz; y esto no constituye sólo una amputación, sino también una ventaja. Hay una infinita seguridad detrás de la afirmación de que "la obligué —y no orgaché, como dice Sebas"; hay un juego infantil y jubiloso que brota del descubrimiento de que se vive en un mundo hecho de tonalidades de significación que serán las nuestras, recortadas por un mapa de palabras que encontraremos, cada una en el momento debido, a nuestro paso. La conciencia, el terror, la anomia y el buen gusto hablarán, por etapas, a través nuestro; se confirmará la existencia de esa lógica que habíamos percibido, ya, en los discursos de los que son hablados en torno nuestro; sentiremos en nuestra propia boca la diafanidad de la corriente que arrastra, uniéndolas, las postulaciones de la extrema izquierda y de la extrema derecha.
Pero de pronto, punto. Cerrar, cortar, y a otra cosa. Porque descubrimos que las palabras se repiten, que el relato recomienza. El Fiord es un juego para adultos; exige conclusiones, fallos definitivos. O el reconocimiento de que no es solamente la verdad lo que nos interesa.
Oscar Steimberg"
Fuente: Steimberg, Oscar, “Reseña de El fiord”, Los Libros, nº 5, 1969, pág. 24.
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