lunes, agosto 21, 2017

¡Buena caza! Una historia detrás de Matando enanos a garrotazos

Si hay un título inolvidable en la literatura argentina más o menos contemporánea es el del segundo libro de Alberto Laiseca: Matando enanos a garrotazos. Publicado en 1982 por la Editorial de Belgrano ―en una colección dirigida por Osvaldo Pellettieri que no curiosamente también había publicado a César Aira y a Fogwill como anunciando la renovación literaria posdictadura y un nuevo canon por venir―, este primer libro de cuentos de Laiseca irrumpía desde su tapa con un título de aliteración casi perfecta y un frágil equilibrio entre lo violento y lo kitsch. ¿Cómo olvidar un título tan polémico? Y digo “polémico” porque arranca por un gerundio, tal como lo habría denostado la voz de la literatura nacional. En todo caso, en esa decisión de Laiseca, en ese mal uso del lenguaje literario, que remite sin demasiadas vueltas a la mala escritura de Arlt, se cifra una apuesta pero también una historia. Por los recodos del camino, se vislumbran homenajes vengativos y poemas olvidados, enanos de jardín y actores de vanguardia, plagios y tergiversaciones.
Una pequeña contribución de quien suscribe a la arqueología literaria puede leerse acá, en el nuevo número de la revista Invisibles.

martes, agosto 15, 2017

"El fascismo de El Gordo era más bien formal..." (Fox, mariani y Poni) (2)

Va la segunda parte del recuerdo literario que Poni Micharvegas escribió en su libro de 1988. En este fragmento todo se torna mucho más confuso y un tono de malditismo y misticismo envuelve la figura del Gordo hasta llegar a su violento final. Leed y sacad vuestras propias conclusiones.




Marcelo Fox en Dichosos los ojos que te ven (1988), de Poni Micharvegas (segunda parte)

(...)

Tengo mi tesis: en los días previos a su muerte -donde no sería cierto eso de la separación de Juana-, él habría dado en la tecla, más o menos, de su preciada cosa. El fascismo de El Gordo era más bien formal, si esto fuera posible. Algo para cagarle la vida al otro. Ese cuaderno de notas con los dibujos de esvásticas variables era su especie de test de la mancha. Él buscaba realmente un mandala. Da la puta que todos los caminos conducen a Roma.
A Amor, como decía.
Y no era un inexperto. Un coleccionador de avispas, por ejemplo, en ese medio chato, hubiera provocado las mismas risas nerviosas. En su querer ir a fondo, agarraba a patadas, nada sutiles, a los espejos. En alguna parte la verdad absoluta esperaba como un diamante. Todo ese carbón puerco de los días, de los viejos, de los amigos que no amaba eran parte del humus necesario a ser colado. Toda esa vegetabilidad muerta, caída, era el polvo alrededor del sillón de los ciegos.
Cuando la conocí venía de romper su intención de entrar en el partido y, por el natural desarrollo de la velocidad que traía, se pasó automáticamente de rosca. Se hizo facha, nazi, futurista. Esto le duró tanto como el tiempo que tardó en descubrir que el asunto del Mein Kampf también era un “sueño manoseado por todos”. Él era un aristócrata arruinado. Alguien que no soportaba el tufo de los muchos (además de esa mole (dos metros) y esa gordura (120 kilos) que les repelía a todos). Sentía un gran asco por sí mismo y acentuaba sus desgracias somáticas.
Le recordé al Poeta que le había visto en tiempos de ascetismo, bien trajeado, de corbata, tomando té con limón, sin azúcar.
Eran rachas de una especie de misticismo al revés y no un deseo claro de integrarse al rebaño. Entonces balaba mefluidades. Es cierto, se sacaba. Se le evaporaba toda la humedad. Se bañaba todos los días y cepillaba sus dientes. Todo esto de la puerta de casa para afuera. En su pieza seguía coleccionando libreríos exóticos, revistas pornográficas suecas que conseguía a baldes con sólo suscribirse, primeras ediciones inhallables. Nosotros, mal o bien, éramos niños de pecho ante este despliegue de sus relaciones de información. Claro que pasaba duros tiempos masturbándose infatigable con esas paparruchas, ideando sociedades humanas como rulemanes donde resplandecía la criptonita de su brazo azotador e inexpugnable. Mi laburito consistió en arrancarlo de esas pajas de papel fotográfico. Darle calle, sobarlo, marcarle infantería por cuevas y bares. Yo también me convertí en sus sueños en el hijo del Carpintero que lo incitaba a la pesca del hombre real. Me lo gritaba desde una cuadra cada vez que nos separábamos. Creo que esperaba que algún día yo abriera inmensamente los brazos en medio de "La Joyería" y dijera preclaro: "yo soy la luz del mundo!". Ahí siempre le claudiqué. Yo sólo esperaba que me matara el hambre diaria con un bocado caliente. Y él de mí, que le matara el ragú secular de sus desgracias. Así que para mí eso del tren fue mero accidente.

No estaba acostumbrado a deambular por barrios donde hubiese vías, barreras, pasos a nivel, puentes de andén a andén. Y en esos días habría dado en el clavo de su trascendentalismo. Juntos fuimos a ver "Recuerdos del futuro": pistas de aterrizaje en las crestas de los Andes. Al salir, me habló de su gurú: iban a mirar de frente la destellante luz divina. El gurú, para refrendar el pacto, le martilleó la frente con un clavo. Se le veía el pequeño orificio amoratado del Clavo Trascendente. Se rapó. Tomó como un rebautizo el golpe del punzón. Arregló con Juana la tenencia de los 3 pibes. Quemó todo lo sádico literario que tuvo a mano. Apiló los tomos de poetas místicos y se fue a meditar a una casa prestada por un fulano que indisimuladamente se creía René Daumal dentro de la secta, cerca de Belgrano C. No había ni un mueble. Una jarra de vidrio y unos vasos como para beber agua. Y una heladera, donde el fulano le dejaba al Gordo, una olla semanal de una pastina de legumbres de la que comía directamente con una cuchara de madera. Estaba deformado, es cierto. Rapado. Con esos halos violeta alrededor de los ojos. Pero transmitiendo cierta mansedumbre radiante, che.
Y debe haber sido que al salir, cualquier día, a dar una caminata reflexiva, haya cruzado las calles con aquel paso de arco iris de la Nueve de Julio y sin tener en cuenta donde estaba, se haya llevado por delante el tren.
Sí. Fue el segundo vagón de un expreso con el que tropezó. El choque lo despachó hacia un costado, con una pierna de menos. También algo del corto pelo voló con el golpe. El Gordo debe haber agonizado unos breves segundos: un gran animal de tres patas manando sangre a la luz de una mañana común por aquellos barrios.

Micharvegas, Martín “Poni”. Dichosos los ojos que te ven, Madrid, Proletras Latinoamericanas, 1988, pp. 27-33.

viernes, agosto 04, 2017

Fragmentos de una historia de la microedición

 

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