sábado, junio 27, 2020

Oficios lectores: Emisión 6 y 7

Hay nuevos capítulos en la serie que lleva adelante Mariano Vespa. La emisión 6 "Cómo convertirse en una lectora serial", con Azul Álvarez y la emisión 7 "Cómo traducir sin traicionar(se)", con Laura Wittner no tienen desperdicio. Pueden verse acá:

lunes, junio 22, 2020

A la vera de un camino...: Sara Gallardo y los enanitos

Cuando realicé la acotada pero apasionante investigación sobre el epígrafe de Matando enanos a garrotazos (1982), de Alberto Laiseca (publicada en la revista Invisibles: parte 1 y parte 2), una de las pistas me condujo a Miguel Gallardo Drago, uno de los hermanos de la escritora Sara Gallardo. Siguiendo ese rastro, llegué al libro autobiográfico de Jorge Emilio Gallardo, otro hermano de Sara, titulado Geografía de la infancia (Idea Viva, 2008). Además de encontrar allí anécdotas, reflexiones y un breve perfil de Miguel, me recibió entre sus páginas una verdadera sorpresa. Según una carta que le enviara a su prima Isabel Ordóñez, a los 19 años, Sara había sido visitada por gnomos, vulgarmente enanitos, en la casa familiar "San Pedro", ubicada en Chascomús.
En la segunda parte de la pesquisa que conecta a Alberto Laiseca con Horacio "Pepe" Romeu, autor de A bailar esta ranchera (1970), y a este con el poeta Miguel Gallardo Drago, no pude evitar hacer el rodeo, ¡los textos habitados por pequeños seres me lo pedían!, y arrancar el ensayo con una mención a la original carta de Sara.
Ahora, porque me siento en la obligación de hacerlo hace ya un largo tiempo, transcribo la misiva completa para que disfruten de la imaginación, el humor y la frescura de Sara Gallardo en 1950. Reproduzco el título y la bajada que el propio Jorge Emilio escribiera en Geografía de la infancia.


Unos golpecitos en la ventana (carta de Sara Gallardo a su prima Isabel)

El 6 de marzo de 1950, a los diecinueve años, Sara imaginó desde “San Pedro” una aventura literaria poco común, testimonio de su sensibilidad hada un mundo invisible y operante y versión larvada de lo que sería su fuerte cuestionamiento de las enseñanzas recibidas.

Recibí tu carta que papá me trajo junto con unos libros de filosofía; también me llegó tu telegrama ¡gracias!

Pero no he podido estudiar en todo el día por los nervios de una cosa que me pasó anoche y que nunca me vas a creer si te cuento.

Estaba durmiendo profundamente cuando me despiertan unos gol­pecitos en la ventana y una especie de cuchicheo que me decía que fuera al monte.

Papá no estaba, Miguel en una guitarreada, mamá arriba. Voy al cuarto de papá y agarro el revólver, me envuelvo en un poncho, y con los dientes castañeteando, digamos que de frío, entreabro un postigo del escritorio.

La luz de la luna inundaba todo. Asomo la cabeza y oigo en el monte un rumor como de voces.

Ahora vos, que has vivido aquí, hacete una idea de las cosas que me pasarían por la mente: un confuso tropel de ideas sobre el Vasco Elso, Nerita y otros entes me cruzó por la cabeza.

Desde luego que lo primero que decidí fue volver a cerrar con llave, confiar en las rejas de las ventanas y meterme a tiritar en la cama.

Mientras te escribo vuelvo la cabeza repetidas veces hacia la ventana, recordando mi miedo.

Pero en ese momento se me presentó el cuadro de las circunstancias: mamá arriba, recién llegada, con Dorotea, profundas, Marta profunda, Jorgito profundo, y lo mismo en la cocina.

¿Iba yo, después de alimentarme del Cid y de Homero, a meterme en la cama como si tal? Volví a asomar la cabeza, y comprobé estupefacta que el rumor de las voces del monte no eran como de hombre, sino finitas como de unos chiquitos.

Me encomendé a todos los santos y avancé revólver en mano por el sendero del monte.

La luz de la luna pasaba entre los árboles en chorros desiguales, mi corazón latía con saltos desiguales y yo tropezaba en las desigualdades del camino. Conque mirá vos.

Y llegué al medio del monte, donde hay un viejo paraíso con una cueva al pie y el tronco cubierto de musgo, y unos talas retorcidos se sostienen unos a otros.

¡Y pensar que no me vas a creer Isabel! ¡Y pensar lo que vi!

Estaban sentados en el suelo, y en los troncos de los árboles. ¡Ah! si no tuviera la prueba aquí sobre la mesa, te aseguro que yo creería que he soñado.

Tienen el largo de un dedo de tamaño y vuelan sin alas, como empu­jados en el aire por una fuerza invisible. Yo los veía por primera vez.

Uno me dirigió la palabra, y parecía ser el más importante de to­dos.

“Siéntate sobre la raíz” me dijo, y te aseguro que yo no sabía si tenía frío, y no me acordaba del revólver.

Confusamente tenía ya ganas de que todos los de casa estuvieran allí mirando.

“Porque ya nadie cree en nosotros, es que estamos aquí” me dijo el rey, y el rumor como de abejas que hacían los demás paró de golpe.

Voy a tratar de describirte lo que yo veía, aunque no me va a salir bien, y aunque ya sé que estás pensando que soy una macaneadora. De todos modos quiero escribirlo aunque nadie me crea.

Había una multitud de los duendecillos de los cuentos, como personitas, esbeltos, frágiles, sutiles y de ojos verdes. Se vestían pareciera que con pétalos de flores y pieles de laucha, pero no lo puedo asegurar porque yo estaba muy turbada, y la luz de la luna engaña mucho.

Al pie del paraíso, en la boca de la cueva había un montón de gnomos, tal como uno se los imagina, pero más chicos de lo que yo creía que son.

En las hojas yo veía que algo se agitaba y después supe que eran silfos, que viven por los árboles, y son como verdes y traslúcidos.

Yo no podía creer.

El rey dijo de repente: “Habla”, y una vocecita como un pitito dijo: “Vengo en representación de las sirenas verdes y lustrosas del océano y de las sirenas de ojos azules y largo pelo de oro del Mediterráneo. Tam­bién de las náyades que viven en los ríos, y las ninfas que corren por los bosques. Ellas no pueden llegar hasta aquí”. Era un duendecito vestido de amarillo.

En mi fuero interno empecé a desear que volviera Miguel de la gui­tarreada y nos pescara así.

El rey me dijo: “¿Has creído alguna vez en la existencia de todos nosotros?”.

“Sí”.

“¿Porqué dejaste de creer?”.

“Me probaron que no existían...”.

“¿Quién te probó?”.

“Los sabios”.

“¿Qué te enseñaron?”.

(Por mi mente pasó un confuso montón de recuerdos de la filosofía tragada estos días).

“Me enseñaron que hay seres espirituales y seres materiales. Los espirituales: el alma humana, los ángeles y Dios”.

Un coro de risas como de un cristal golpeado por la uña resbaló entre los árboles.

“¿Nada más?” dijo el rey.

“No entiendo” contesté ¡tuctus!

“¿No te enseñaron que Dios puede todo?”.

“Sí”.

“¿Y que al principio de los tiempos del mundo, creó unos seres de una materia distinta y los puso en el mundo junto con los árboles, los hombres y lo demás?”.

“¡¡¡!!!”.

“¿No te basta el testimonio de siglos de humanidad que decían que existíamos? ¿No creíste después de vernos en los capiteles de las catedra­les y rodeando las tumbas de damas y caballeros medioevales, retratos en la piedra? ¿Tus sabios, lo saben todo acaso?”.

“Casi todo; ¡mucho!...”.

“¿Te han dicho tus sabios quiénes mueven las cortinas cuando no hay viento, porqué suenan las arpas y violines solitarios?

“¿Te han dicho qué historias de naufragios y sirenas cuentan los caracoles al ponerlos en tu oído; saben qué escriben las gotas de lluvia cuando caen; saben ellos el idioma de los pájaros y de las flores? ¡Vamos a ver! ¿Te han dicho eso? ¿Lo supieron?”.

(Yo aplastada).

“Dios mismo les dijo, y Vds. lo repiten a diario, que deben ser seme­jantes a los niños”...

“¿Porqué me llamaron a mí entonces?”... dije en un arranque de elocuencia.

“¿Acaso no has dudado a veces de tus sabios? A los niños no les creen, quizás a tí te crean”...

(Estuve a punto de musitar un “¡difícil!” al estilo de Manuel [el her­mano mayor de Isabel], pero no me animé.

“¿No has creído oír que te llamaban por tu nombre mientras estabas sola? ¿Mientras mirabas el mar no creíste ver sirenas fugitivas? ¿Acaso serían tus sabios los que nadaban?”.

(Otra carcajada general. Yo estaba boleadísima porque la ironía del rey era algo que dejaba la mía reducida a un poroto).

“Cuando te metes el tenedor en la boca y está vacío ¿quién crees que sacó la comida y la puso sobre el plato?”.

“Bueno, bueno, ya creo, ya veo que son verdad, ¡no saben Vds. cuánto me alegro!”.

“Algunos sabios nos conocieron —sugirió el rey en tono más concilia­dor—, son los modernos de hace 3 o 4 siglos los más tontos. En los antiguos mapas, ¿no viste dibujadas las sirenas?”.

“Cierto”...

“Bueno, niña, ¿te creerán las gentes cuando les expliques?”.

“No sé... este... señor... trataré por lo menos”...

(En ese momento pasó una idea “ventajita” por mi cerebro).

“Quisiera pedirle algo” le dije.

“Habla”.

“¿No podría aprender yo todo lo que Vd. me dijo antes: lo que escriban las gotas de lluvia, los cuentos de naufragios y todo eso?”.

El rey hizo una sonrisita y me contestó que hay que querer para poder y buscar para encontrar, con lo que me quedé medio desconcertada. Después me miró y me dijo:

“Adiós. ¿Te olvidarás de nosotros?”...

Yo brutísima le pedí un recuerdo de ellos y me dio unas florcitas chiquititas que tenía en la mano. Son amarillas y así: [el dibujito les da menos de tres centímetros], de ese tamaño.

Las tengo a mi lado ahora.

Se fueron, unos por las hojas, otros por el tronco y entre el pasto; yo me paré aterida y el revólver resbaló por mi camisón y cayó al suelo.

Lo levanté y trayendo en una mano mis florcitas y en la otra el arma, volví a la casa.

Todo estaba igual, todos dormían. Me acosté. Al despertarme esta mañana pensé haber soñado el sueño más extraordinario de mi vida, pero en la mesa de noche estaban las florcitas.

¿Te has convencido? Yo desde luego.

El viernes volveremos y te veré.


Gallardo, Jorge Emilio (2008). Geografía de la infancia, Buenos Aires, Idea viva, pp. 124-128.

viernes, junio 19, 2020

Dogga. El amor siniestro


¿Cómo se gesta una leyenda? ¿De dónde nace un monstruo? Las imágenes que pueblan nuestras pesadillas son elusivas. Fijar una de ellas, lograr describirla como un entomólogo de la oscuridad, observarla con la diáfana claridad de la vigilia no es una tarea popular, tampoco grata.

Arandojo El Mago ha penetrado en el universo de las pesadillas, como en una excursión por el inconciente colectivo, y ha vuelto trayendo entre sus manos a una criatura encantadora y fatal. Su nombre es Dogga y, con ella, nace una leyenda.

Dogga es una criatura monstruosa y cautivante. Su cuerpo desproporcionado, su asimetría física, su poder encantador y fatal. Se alimenta de nuestros amores frustrados, de nuestras ilusiones malquerida. ¿Quién no sintió el corazón roto? ¿Quién no miro su teléfono esperando una llamada? ¿Quién no abrió su casilla de mail o su DM para recibir un mensaje especial?

Dogga lo sabe instintivamente: nadie te quiere, nadie te llama, nadie te escribe. La criatura de Arandojo El Mago convoca soledad y desamor. Acaso sus deposiciones brillantes sean la estocada final pero también la salvación. La leyenda dice que Dogga, alimentada de amores contrariados, defeca unos cristales brillantes como el diamante.

La persona que, encantada por los cristales de Dogga, se atreva a tocarlos, perderá inmediatamente la memoria. Como dice el tango: “Primero hay que saber sufrir,/ después amar, después partir,/ y al fin andar sin pensamiento…”. Dogga, criatura de la noche de arrabal, monstruo del amor siniestro, nos lastima y nos cura, nos condena y nos salva.

En este libro, artistas, ilustradores y dibujantes se hacen eco de la implacable Dogga.
Hay Doggas realistas y fantásticas.
Hay Doggas horriblemente bellas y brillantemente oscuras.
Hay Doggas infantiles de niñez retorcida y adultas de madurez cautivante.
Como toda criatura oscura, Dogga circula de mente en mente, de espíritu en espíritu y va dejando su rastro de dolor y olvido. Cada persona la imagina a su manera, con sus obsesiones, a partir de sus deseos y de sus pesadillas.

Adelante, conozcan a Dogga. Imagínenla. Déjense encantar por el amor siniestro, recuerden no tocar sus deposiciones a menos que quieran olvidar. Así nace una leyenda.






El libro de la muestra Dogga. El amor siniestro, organizada por Diego Arandojo, se puede ver acá. Agradezco a Diego y su proyecto anácronico Lafarium por la invitación a participar con el prólogo a dicho catálogo.

lunes, junio 15, 2020

Breve noticia de Los espantos, de Silvia Schwarzböck y el sello Cuarenta Ríos


Si hay un ensayo valioso publicado en los últimos años en la Argentina ese es Los espantos. Estética y postdictadura, de Silvia Schwarzböck. Me parece un libro imprescindible, desafiante y polémico.

El corpus que construye Schwarzböck a través del cine y la literatura (desde las películas de Lucrecia Martel hasta los artículos en El porteño de Fogwill, la poesía de Martín Gambarotta y la novela El traductor, de Salvador Benesdra) y su reflexión sobre los efectos de la postdictadura en la sociedad y en la estética encienden ideas y contradicciones, pasiones y refutaciones en el lector. Es decir, más que un libro es una brasa, una piedra candente en forma de ensayo. Para darse un vistazo de Los espantos, recomiendo esta entrevista en el sitio bunker con la autora.

Por eso, me alegra la noticia de que el sello Cuarenta Ríos, en estos tiempos de pandemia, ponga a disposición en formato pdf sus libros y entre ellos, claro, Los espantos. El resto de los títulos, he podido leer dos o tres más con intéres y atención, también recupera ese lugar que hoy por hoy parecía vacante en el mercado editorial: el ensayo original, que intenta correrse de la academia, y que no le teme al riesgo de pensar lo contemporáneo.

Pueden leer el comunicado de Cuarenta ríos al respecto de la puesta en disposición de sus títulos y pueden bajar los libros en formato pdf desde esta página.

sábado, junio 13, 2020

"Profecía a un púber", fragmento de La tarde de los profetas, de Juan Revol

¿A quién se le puede ocurrir una novela escrita en versículos sobre un virus que contagia de profecía a cada persona que se cruza? La imaginación y el riesgo de La tarde de los profetas (Nudista, 2018), del escritor cordobés Juan Revol, convierten al libro en un raro artefacto literario. El libro simula ser una biblia de hotel, con sus algunas de sus correspondientes secciones biblio-religiosas (Génesis, Hechos... ¡Apocalipsis!).
Revol despliega una escritura que mixtura la narración (porque hay aventuras y un mundo mitológico-sci fi) con la poesía (porque hay versículos y recursos e imágenes inolvidables que van de la metafísica al pop) y contagia al lector de risa, reflexión y asombro. ¿Cómo alguien se puso a armar este texto que intenta respetar una cárcel formal de parágrafos y versículos para contar una historia de ciencia ficción con toques ricoteros y humorísticos?


Lean La tarde de los profetas, un gran libro publicado por un joven escritor que ya había sorprendido con sus gauchos-elfos en Cuásar (Borde Perdido, 2014). El libro se puede leer online o en formato virtual a través del proyecto digital de Biblioteca Nudista.
Yo les dejo unas capturas de un hermoso fragmento: "Profecía a un púber". Perdón la desprolijidad de subir capturas, de otro modo no se apreciaría el esfuerzo formal y de edición que supuso este libro. Pasen y lean.


Profecía a un púber, fragmento de La tarde de los profetas (Juan Revol)







miércoles, junio 10, 2020

Oficios lectores: Emisión 5

Mariano Vespa avanza con su ciclo "Oficios lectores". La emisión 5 es excepcional: una charla con la librera Berenice Blanco, quien actualmente trabaja en librería En el viento y que tiene una vasta y apasionada experiencia en el rubro. Pasen y vean:

lunes, junio 08, 2020

El superhombre punk de Nietzsche. Alberto Laiseca en la revista Banana


Los puntos de contacto entre la literatura y el rock en la Argentina son todavía un terreno inexplorado. No me refiero al movimiento de leer cómo los músicos del rock se vieron influenciados por la literatura; más bien pienso en cómo la movida cultural alrededor de este género musical integró a escritores, poetas y lectores. Probablemente, una clase sea volver al periodismo contracultural que unió a músicos, escritores, artistas y periodistas alrededor de un mismo fuego, de una búsqueda múltiple.
En este sentido, proyectos como Los subterráneos, programa radial desde la ciudad de La Plata que recorre publicaciones sobre rock en la Argentina, o investigaciones como Estación imposible. Expreso imaginario y el periodismo contracultural (2016), de Sebastián Benedetti y Martín Graziano son importantes puntos de partida para relevar datos, anécdotas, detalles sobre los vínculos entre escritura literaria y rock.


Precisamente por el libro de Benedetti y Graziano me enteré de que Alberto Laiseca había participado en la efímera revista Banana, dirigida por Carlos Galanternik (aka Tom Lupo). Una explicación profunda sobre cómo fue la publicación de 1982 que solo llegó a publicar dos números y que incluyó a otros colaboradores como Pippo Cipolatti, Rep, Patricia Breccia, Rafael Bini y Enrique Symns puede escucharse en este programa genial de Los subterráneos.
Laiseca participó en Banana con dos relatos. En el n.° 1, octubre de 1982, publicó "De mi bastón salen jingles". Este texto sería luego recopilado en "Gracias Chanchúbelo" (2000). En el n.° 2, diciembre de 1982, publicó "El superhombre punk de Nietzsche (más vale Nietzsche en mano que cien volando)". Se trata de una historia en La Carabela, la principal necrópolis de Monitoria, en la que poetas, músicos y punks se juntan para asistir a un recital de música a cargo de Paralelepipedinsky.
Este relato luego se transformará en el capítulo 61, "Los que dormían en el cementerio", de Los sorias (1998). En el pasaje del relato al capítulo, se expandirá y agregará a Personaje Iseka, una banda de lesbianas que quiere hacer un ritual con los huesos del architraidor Tofi y demás. En este sentido, el relato publicado en Banana es un pretexto del capítulo en la novela total de Laiseca. Un dato más que me proporciona el escritor Gerardo Van Junker: este mismo relato fue recopilado en 1999 en la antología Sacamos a pasear al monstruo, publicada por ediciones Letra Buena.



Hay más para decir (desde las tensiones entre el final de la dictadura militar argentina y la fiesta necrofílica laisequiana hasta la cotextualidad entre Laiseca, Pippo Cipolatti y Tom Lupo, pasando por la tarea pendiente de relevar los pretextos de Los sorias publicados en revistas y antologías) pero prefiero ir directamente al relato de Laiseca.

Agradezco especialmente a Martín Graziano, a Ponchi Fernández y a Los subterráneos por la ayuda brindada en esta búsqueda.

¡Pasen y lean!


El superhombre punk de Nietzsche (más vale Nietzsche en mano que cien volando) (Alberto Laiseca)

“Ahora que ya no hay nada viene de todo”.

(Profesor Federico Chopus; premio Nobel de Literatura, 1984).

Pese a los brillantes adelantos de la Tecnocracia, tanto en materia edilicia como en lo referido a bie­nestar social, había muchos que in­sistían en seguir viviendo en el ce­menterio. Y resultaba lógico: nin­gún lugar era más barato y tran­quilo. Bien podía decirse que la ne­crópolis fue el Barrio Latino de la capital tecnócrata. Allí transcurrían sus existencias los fronterizos, los poetas y los orgiastas. El derecho de cada uno a irse a vivir al campo­santo se respetaba escrupulosa­mente en aquel país.

La Carabela era el principal de los cementerios de Monitoria, la capital de la Tecnocracia, y el más concurrido. Al atardecer empezaba la festichola. Las águilas funerarias de los monumentos, de alas plega­das, marcaban largas sombras. Pa­recían Dioses cansados que, luego de arduo trabajo, sólo se permitie­ron disciplinadamente esos blo­queos de luz como única manifesta­ción física de agotamiento. Se ob­servaban planchas de tierra con trincheras de cipreses a ambos la­dos. Dentro de un macizo de árbo­les —entre tumbas colosales y esta­tuas monstruosas— que se encon­traba situado a la derecha del ca­mino, borboteaban reflejos sangrientos. Eran los destellos de una enorme fogata que alguien había encendido. Se escuchaban, desde ese lugar, ruidos y gritos horríso­nos. El titánico grupo de vegetales, con hoguera como centro y cora­zón, recordaba a una especie de hi­perbórea verde y escarlata. Pero el cazador de fantasmas se hubiese llevado un chasco, pues al llegar al claro de la espesura funeraria y di­visar las cosas que se movían alre­dedor de las llamas de tres metros de altura, habría comprobado con horror que no se trataba de muertos resucitados, como esperaba, sino hombres y mujeres bailando y que se refocilaban entre vodkas y can­ciones rusas.

Muchos bardos tenían la costum­bre de dormir en el fondo de las criptas. Alumbrados por velas es­cuchaban discos con sus amigos, unos a otros se leían sus trabajos, etc. Entre ellos estaba el escritor Camilo Aldao Iseka, quien se hizo famoso por su poema reventado: Nena, ¿por qué no querés venir a vivir conmigo al cementerio? Por cierto, pese a que hacía rato que ellas estaban instaladas en ese lu­gar, negábanse a curtir con él de la manera más firme y terminante. Decían: “Este pibe me gasta. Su poesía mata pero él es un seis. No me interesa su dibujo. Yo estoy en otra película. Sus transas siempre terminan en pálidas. Estás cur­tiendo lo más bien, sin mala onda, y de repente se pone el cucuruchito maléfico de sombrero. Siempre en órbita pero mal, ¿viste?, con mano negueta. No es que yo lo quiera mandar al pozo, ahí donde hace frío, pero es que larga átomos de seis. Es la antigloria. Como el culo de la vaca o jamón de chancho gi­gante supercerdo. Su viaje me pa­rece una pirueta absurda. Polifétido con 500 megaciclos por segundo”. Así hablaban muchas de ellas, aun­que no todas; porque como muy bien dijo Dostoiewsky: “No existe hombre que sea tan malo o tan feo, que no encuentre por lo menos una mujer que lo quiera”. Por eso nunca faltaba alguna que, de ul­tima, se le unía: ¡Liebe macht blind! (¡El amor es ciego!). Lo que le dio justa fama, diré por otra parte, no fue el referido poema, sino su novela en 14 tomos titulada El pterodáctilo se comió la man­teca.

A veces los artistas borrachos sa­lían por entre las tumbas, en proce­sión de antorchas, con el propósito de hacer toda clase de barbarida­des. Rompían los vidrios, rajaban las lápidas, dejaban los techos de los mausoleos llenos de trastos, se jugaban las mujeres a las cartas, etc. Andaban en moto sobre los canteros, caracoleaban por entre los cipreses y perdía aquél que se rompía la crisma. Después se arre­pentían y ayudaban al cuidador a limpiar las inmundicias, pegar las losas, revocar las paredes de los panteones, y los escultores dejaban como nuevas a las agudas de alas plegadas y estatuas yacentes. En realidad fundían tanto los níqueles estos poetas, que era un milagro que el Monitor que así se llamaba el súper de los tecnócratas— no lla­mase a sus ejércitos acantonados en Nubia para exterminarlos.

Paralelepipedinsky era el más grande de todos los músicos de la Tecnocracia. Existía desde muchos años atrás un aparato llamado pirófono, dotado de innumerables tu­bos de vidrio, los cuales le daban el aspecto de un órgano. Se basaba en los efectos sonoros que provoca el fuego al pasar por cilindros de dis­tinto largo, diámetro y espesor. Tal máquina, por razones que Paralelepipedinsky no podía comprender, jamás había salido de los gabinetes de física donde los profesores, con fines didácticos, experimentaban con ella ante sus alumnos. Él sería, pues, el primero en utilizarla en el reino de la música. Construyó, como cabía esperar de un tecnócrata, un órgano enorme con tubos que iban desde los dos metros de largo hasta los veinticinco. Invi­tado por los bohemios decidió dar un recital de rock punk en el ce­menterio de la Carabela. Allí estre­naría su aparato.

La noche del concierto, Paralele­pipedinsky apareció conduciendo su pirófono, al cual había dotado de motorización orugada, como la de los tanques, única forma de contra­rrestar el enorme peso. Una bulli­ciosa multitud saludó su aparición alborozadamente con gritos escandalosos, silbidos y desnudeces. Las chicas punk tenían pelos de colores naturales pero les deux mamelle (las dos… pechugas, como quien dice) pintadas de violeta, naranja, fucsia o amarillo glotón. Otras, re­catadas, habían cubierto sus pechos con blusas de seda, con flecos, pero mostraban verdes culastros a través de agujeros circulares practicados en los pantalones. Ellos, por su parte, protegieron sus cabezas con cascos de acero sobrantes de gue­rra, llenos de dibujos con símbolos tecnócratas, e inscripciones obsce­nas. Ello contrastaba con el pelo corto y la indumentaria convencio­nal (trajes de casimir donde ni si­quiera faltaba la corbata y el chaleco).

Paralelepipedinsky encendió la caldera del pirófono y efectuó algu­nas pruebas. Ya con los tubos ca­lientes comenzó a tocar aquella mú­sica extraña, contradictoria, triste, agresiva, nihilista, feroz y, al pro­pio tiempo, llena de esperanzas, que es el punk. El fuego, al princi­pio, formaba cilindros de diferentes alturas, color anaranjado maíz. De pronto, con una convulsión, apare­cieron los rojos, brillantes y en vi­vas densidades. Ese cromatismo variaba desde la tonalidad del ama­necer hasta la del ocaso, con pena­chos triunfantes pese a su derrota. Reverberaban como la nieve, pare­cían sufrir viraje a través de grandes vidrios planos e invisibles. Cayeron muchas hojas de otoño. Las es­tatuas de los monumentos tenían sombras rojizas en las mitades de sus rostros. La música y el fuego del pirófono propagaron sanguí­neos hirientes. Los caballos de pie­dra, subordinándose al punk, adoptaron tostaduras escarlatas sobre violáceos. Lagos de fuego eterno —como en las cumbres de las altas montañas— sobre losas de mármol transparente. Una espada de granito, a causa de un arpegio tocado por Paralelepipedinsky, se cubrió de óxido. Fue sólo un ins­tante, pues luego el color cayó en escamas hasta el pavimento, sur­giendo debajo el rojo de Prusia, con marcha militar. Hojas de gas subie­ron hasta los árboles, en inversa de otoño. Más incendios, en anaranja­dos fumes con refulgencia. Marrón vino por lo suyo: todos los senderos de acceso al recital cubriéronse con fuego base y azul indefinible. Cad­mio de Van Gogh en los pechos de las mujeres, y pezones en verdoso punk. Castellanos cálidos desde los cascos de acero, luchando con frías tonalidades. Pesimismo en contradicción con alegría de bata­lla.

Paralelepipedinsky comenzó a cantar Estreptococos, su rock (le­tra de Camilo Aldao Iseka), con voz horrible y hermosa:

“Creí que pisaba una naranja/y era una nube de langostas. /Creí que pisaba un verde prado/y era un charco de sucia kriptonita. /C... fuego. Superhombre de Nietzsche. /Así como es arriba es abajo/el es­pejo de arena. /Ya me mandé a mu­dar y no lo sabes. /Hice la otra vali­ja. /Loca good bye”.

Aquí el cantautor observó a una linda baska punk, con las pequeñas tetiláceas al aire, sentada en la pri­mera fila de pasto. Le sacó la len­gua groseramente a fin de conquis­tarla por medio del feísmo. Se ha­bría salido con la suya pues ella dio señales de estar muy bien impresio­nada, en pleno cope ante el suges­tivo hechizo: pero su compañero, que estaba al lado y comprendió la maniobra, con una sonrisa y sin enojarse en lo mínimo, tomó una lata vacía de Monitor cola y le pegó un latazo en la cabeza; como diciendo: “Te quiero pero no jodas”. Todo muy punk.

Sin dar señales de dolor o fra­caso, Paralelepipedinsky continuó cantando:

Doctor Jekyll and Miss Hyde, /la doble personalidad, /la eterna y p. . . división. /La Tierra es cúbi­ca, /saguen!(*) /Así como arriba se pudre abajo /yeah! /yeah saguen! /- No me vengas con tus estreptoco­cos analíticos. /Yo, ella y el analista /no more. /No me gusta el trian­gulo de las Bermudas francés. /Sa­guen saguen, viva saguen, /viva sa­guen y Odin-Rah. /Saguen saguen, viva saguen, /y las marchas milita­res. /Saguen saguen. viva saguen, /-viva saguen y Odin-Rah. /El rock y las marchas militares /son la única verdad. /Saguen saguen, viva sa­guen. /viva saguen y Odín-Rah”.

Tuvo un éxito infernal. Las tum­bas se hundían. Hasta el architraidor Tofi (del cual hablaremos al­gún día) tenía ganas de salir de su fosa y sumarse a la batahola. Para nuestro amigo esa fue una noche extraordinaria, pues si bien fracasó con la punk levantó a su hermana, quien quedó seducida sola y de re­bote, pese a que el gesto era para la otra (o tal vez por ello). El compo­sitor sintió que estaba rehabilitán­dose y en más de un sentido.

Entre muchas y diversas cosas -diremos para resumir— tocó una extraña adaptación al rock del Fu­neral de Sigfrido y la obertura de su ópera Gran caída de los Nibelungos seis.

Luego se dispersaron, cada uno con lo suyo. Que fue mucho.


(*) Expresión sin sentido consciente. Sin em­bargo, suena como la pronunciación exacta de la palabra sagen (“decir”, en alemán), de lo cual se infiere que no por arbitraria es menos significante, como todo vocablo que propaga el inconsciente colectivo. Una traducción sería entonces: “decir”, “largar afuera lo que se tiene adentro”.


Fuente: Banana, n.° 2, diciembre de 1982.

sábado, junio 06, 2020

Moléculas Malucas, un paseo fuera del margen

Descubro con alegría el sitio Moléculas Malucas. Archivos y memorias fuera del margen. La presentación arranca de este modo:


 
Estamos acá porque se nos ocurrió desempolvar archivos olvidados y refrescarnos la memoria sobre las luchas y producciones de quienes nos antecedieron en nuestros movimientos fuera del margen.


Entre otras cosas, han subido dos textos que aplaudo de pie. Por un lado, un relato inédito de Néstor Perlongher, escrito en 1976 y titulado "Hall" (que recuerda a "La narración de la historia", de Correas):


 
Quien lo viera como él a la entrada de la Estación Constitución hubiera sin duda notado cierto aire de Teorema de Pasolini, si ése –además– hubiera sido alguien predispuesto para encuentros de esa naturaleza, y remarcara el declive de las baldosas en dirección a las rejillas, detalle digno de tomar en cuenta para advertir con solemnidad la proximidad de los restantes días, el remanso de una serie de acontecimientos posibles viniendo de la calle, espesa, achicharrada. “Estación Prostitución” anunciaba el colectivero del Cañuelas, dejando formada de inmediato una imagen arquetípica, borrosa como una postal de hace diez años, algunas columnas que retenían o sostenían el aire y, más que nada, la procesión de rostros automáticos como un aviso publicitario de la Paranoia Co.

El contexto, repuesto por Marcelo Benítez, quien conservó el documento hasta hoy, y el relato completo de Perlongher se pueden leer acá.

Por otro lado, Jorge Luis Peralta realizó esta semblanza de la editorial Tirso, la primera editorial "gay" latinoamericana. Arranca así:



Bajo la dirección de un escritor ya consagrado, Abelardo Arias (1908-1991), y de su joven colaborador Renato Pellegrini (c. 1930-2015), Ediciones Tirso fue la primera editorial latinoamericana específicamente orientada a la difusión de literatura argentina y extranjera de temática homoerótica, fundada en 1956. La hegemonía de interpretaciones históricas basadas en el punto de vista de la represión ha producido, a nuestro juicio, mecanismos de lectura limitados. Parece inconcebible, desde esa perspectiva, hallar en la literatura, el cine y otras manifestaciones culturales previas a 1970, miradas sobre la sexualidad en general y el homoerotismo en particular que no reproduzcan el discurso oficial sobre estos temas propagado a través de distintas instituciones, fundamentalmente el Estado y la Iglesia. Tirso supuso, en este sentido, una especie de grieta a través de la cual se desafiaban, aunque fuera tímidamente, las ideologías oficiales.
El ensayo sobre Tirso se puede leer completo acá.

En fin, recomiendo con fervor el sitio Moléculas malucas. ¡Pasen y vean!

miércoles, junio 03, 2020

Oficios lectores: Emisiones 3 y 4

En la tercera emisión de Oficios lectores, Mariano Vespa conversa con Mariana Lerner, editora de Ripio y coordinadora en Adriana Hidalgo editora sobre cómo mover los hilos del trabajo editorial. Pueden verlo acá:




En la emisión 4, Roque Larraquy, autor de La comemadre y de Informe sobre ectoplasma animal, explicá cómo escribe a partir de fragmentos y anticipa su nuevo libro La telepatía nacional. Pueden verlo acá:

lunes, junio 01, 2020

Sánchez con Pavese


En 1972, Monte Ávila editores publica la antología Cesare Pavese y los intelectuales, con selección traducción y prólogo de Néstor Sánchez. Leer a Sánchez escribiendo sobre una de sus grandes influencias poéticas siempre da placer.
En este prólogo que recupero de aquella edición (gracias a Fede Barea por la data), Sánchez evoca sus primeras lecturas del autor de El oficio de vivir; también recuerda un bar, un par de amigos y la ansiedad juvenil de la escritura. Con su escritura poemática, Sánchez va dejando frases indelebles, reflexiones lacerantes y una pátina compuesta de turbia lucidez y ritmo. Lean y disfruten.

Prólogo a Cesare Pavese y los intelectuales italianos (Néstor Sánchez)

Este sitio no tiene más que tres puertas de salida, la locura y la muerte.

René Daumal

 

Un ámbito reducido, casi como oposición a la con­tinuidad de la obra visible y expuesta y con un  hambre infrecuente de coherencia; achicamiento de las señales que son tantas, hasta volverse nada más que una frase: desde hace algunos años parece tratarse de algo poco menos que inevitable.

Y sigue siendo así: volver a Pavese (el arranque de un texto, cierta nota de diario, su cadencia) es, paradójicamente, como volver a la memoria: algo más bien ocre —o fluyente— que hace a su obsesión central por la memoria después transformada en mito o en la  presuposición del mito, pero que también representaría  una distancia que un día debimos aceptar en relación con él: hablo, por supuesto, de vicisitudes más cercanas, como las que siempre terminaron por inquietarlo. Volver a una lectura incluso desatenta es recuperar un sabor que no puede olvidarse: la brazada de Pavese (sin gotas por el aire, ni estruendo) se queda sin nosotros aunque al mismo tiempo nos recupera por resonancia. Pero volver a ciertas páginas suyas, sobre todo en este caso, es volver a aquel bar con la escalera de incendio sobre el mingitorio, en la misma ciudad, entre montones de papeles manuscritos y de sobreentendidos, justo cuando acumulábamos aquel material —nuestra primera vez— para una revista sin grabados y con un epígrafe suyo que, por supuesto y tal cual la añorábamos, nunca apareció.

Sin duda, el pornográfico asunto del paso del tiempo no es más que una coordenada al pajarraco estupefacto que también lo alude como tensión, y hasta como desasosiego; si alrededor de aquella misma mesa en aquel mismo bar, al principio de casi todo, formá­bamos o no parte de lo que suele entenderse por una generación, resulta todavía más inexplicable.

Pero lo cierto es que nuestra finalidad por entonces precisable era dar, nada menos a partir de un momento bastante futuro, con una voz propia (la palabra voz ya parecía del italiano) que a su vez diera con un ritmo que a su vez pudiese vincularse, de cierta manera que ya nada ni nadie podría explicarnos, a la respira­ción de una lengua. Claro que también alentábamos la esperanza bastante comprensible —Pavese la había alentado a su modo, o simularía creerlo— de completar cuanto antes una ideología (la palabra espectacular de entonces donde cabía una estética) capaz de demostrarnos la continuidad del mundo, e incluso de descenderla hasta nuestro nivel de aprendices.

Sin embargo aquella insistencia en rastrear una noción de poesía prosperó con tanta tenacidad que poco a poco una especie de desierto literal empezaría a meterse en la ciudad, y en el bar. Pavese, a su modo, se movía a sus anchas en aquella alegoría; sin camello, con sus lecturas inconcebibles en Italia, como hombre de ideología pero al mismo tiempo como sospechoso de tedio frente a la simplificación desatada. Éramos tres, en ciertas ocasiones hasta llegamos a ser cuatro, aunque en honor a la verdad de entonces y excluyendo los amores, nunca pudimos superar esa limitación, esa capilla: años semi silenciosos y bastante cohibidos de la afonía apechugada, de intentos casi secretos por desagigantar la diversidad libresca y los hábitos de cultura comprendedora que parecían obstinarse en ex­ceder sus límites hasta el extremo de invadir la activi­dad literaria específica: y el arte, según él, seguía siendo una cosa seria, a lo sumo tan seria como la moral o la política.

Entonces ya había tenido lugar lo que hoy ya es casi memoria del propósito y en aquel momento signi­ficó el primer decaimiento frontal de la mala concien­cia en relación con un trabajo abiertamente específico: la edición de El oficio de poeta, título del apéndice de Lavorare stanca a que admitía la recopilación demasiado ceñida de textos originados en otro tipo de desierto: la pobreza del realismo que lo acorralara se volvía poco a poco un particular paisajista —algo irritado— de Hieronymus Bosch.

Tuvo lugar aquel no iremos al pueblo porque ya somos pueblo y ese ir ya es mala conciencia; no hay tal antinomia poesía-prosa excepto para los casos de sordera incurable; aceptar las voces que me marcaron es humildad porque orgullo quiere decir la suposición garrafal de que no me marcaron; poesía no es otra cosa que reiteración; toda escritura es una ética (o una sospecha bastante parecida a una escritura).

 

Muchas estúpidas barreras cayeron en aquellos días

El Borges más cercano sabe —y nada menos que aprovechándose de Swift— en qué medida un hombre, más que en la sucesión de sus días perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. No es el caso de Pavese (y procuraré señalarlo) pero es el caso de aquel Pavese en ese bar al fin de cuentas latinoameri­cano mientras muchachas un poco lánguidas, con cier­tas señales del porvenir en la frente, saludaban agitan­do novelas de Sartre en el extremo del brazo.

Al mismo tiempo Pavese fue para nosotros obstina­ción incorroborable y solitaria de un oficio, una histo­ria que pudimos no conocer si se hubiese dedicado a la ebanistería, pero que no habría sido esencialmente distinta. Fue la corroboración de un ciclo total en la relación con el instrumento dado y asumido como único, querido como único, o como destino. Tal vez por esta misma causa admite —y simultáneamente ex­cede— cualquier tipo de enfoque aproximativo: como patología, como épica del sufrimiento, como sadista tímido, como pura reducción a un ritmo y también como vida (y obra) capaz de haber demostrado sin proponérselo nunca, a causa de aquella fidelidad, todo lo precario y lo suficiente de un instrumento abruma­doramente jerarquizado, que siempre nos excede en misterio y situación.

Llevó un diario misógino, idéntico a sí mismo, pero lo llevó hasta una semana antes de convertirse en el personaje insustituible y responsable del desenlace in­sustituible (“estoy enfermo de literatura”, confesaba en alguna parte); llevó el balance permanente de su obra acaso dominado por la moral de la ausencia, pero nunca lo hizo a manera de prosa, sin el sentimiento último de aquel ritmo que lo volvía posible; escribió algunas novelas que empobrecían su poética y se apro­ximaban al contexto, pero no dejó de rumiar la poesía como nostalgia de sí mismo, como posible generosidad consigo mismo.

Aquella extraña, casi pueril conjetura de la indigen­cia de la propia situación en el tiempo (el fantasmón del pajarraco): un costado que no sólo tocó como vicio porque en sus páginas más luminosas surge como posibilidad incalificable de un telón de fondo, obvio y replegado, para la alegría independizada de trabajar con palabras. Entre esa alegría y el silencio que cono­ció, Pavese también colaboró en alentar una rara certe­za: que todo poema, todo párrafo —casi toda palabra unida a otra— es la historia secreta de una carencia.

Siempre, al retomarlo, algo vuelve a sobrecogernos en su relación con la lengua: algo que no puede definirse del todo porque en este caso se desvincula de aquel bar para volverse la otra memoria de una frase que todavía buscamos, de ese punto y aparte que nos comenta: respiración —no hay otra palabra— inconfun­dible de lo transitorio, eso que está más acá de su gesto inevitable, de aquel vivir trágicamente que en todo caso se volvió perpetuidad de la adolescencia.

Inclinación al trabajo de cada día (“lo único que tiene un sentido y una esperanza”) a pesar de las trabas enormes del que está preso en su propia condición y, para colmo y por la misma causa de cada día, se atreve a comprobarlo. Más limpiamente emocional que Camus (siempre vuelvo a pensar en las semejan­zas), es menos francés o nada francés: algo, que debió lamentar, terminó por negarle ser del todo “europeo”. Pavese está demasiado solo, o demasiado orgullosamente convencido de su humildad.

Para nosotros, en aquel entonces, fue una presencia providencial, poco a poco monocorde y sofocada, sin otros caminos posibles que el de oficiar su retórica, pero capaz de señalar como muy pocos una amplitud tácita en esa relación personal (y necesariamente apa­sionada) con un lenguaje evasivo que era a su vez la búsqueda de una manera de vivir, o de admitir que no vivimos.

La presente recopilación de trabajos críticos (aparte de pretender que se establezca una “discusión en sí”) procura articular una frecuencia, una frecuencia italia­na y actual a manera de coro, o de eco de un coro que se merezca aunque más no sea en parte, aquella vocación.

Roma, febrero de 1971.

En AA. VV., Cesare Pavese y los intelectuales italianos, Venezuela, Monte Ávila editores, 1972.

 

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