miércoles, enero 06, 2010

Por las promesas incumplidas: "El genio del anónimo" (Rodolfo Walsh)

Véase: Por las promesas incumplidas: "Dos mil quinientos años de literatura policial" (Rodolfo Walsh)
Por las promesas incumplidas: "¡Vuelve Sherlock Holmes! (La resurrección literaria más sensacional del siglo)" (Rodolfo Walsh)
Por las promesas incumplidas: "Un estremecimiento, por favor. (En torno al cuento fantástico y de suspenso)" (Rodolfo Walsh)

El genio del anónimo (Rodolfo Walsh)

Si se afirma que la más larga y enconada batalla periodística de todos los tiempos fue librada por casi toda Inglaterra contra un fantasma, apenas se exagera. Y si se añade que esa batalla fue ganada con todos los honores por el fantasma, se está en los justos términos de la verdad. En efecto, no hay calificativo que cuadre tan bien como el de fantasmal al ignorado personaje que durante tres años, al finalizar el siglo XVIII, tuvo en jaque a la nobleza y al gobierno británicos. Que esos acontecimientos, esos ataques despiadados contra los lores y pares del reino, contra las instituciones, contra el mismo rey, hayan tenido lugar en Inglaterra, tan celosa amante de venerables tradiciones, no hace sino añadir un toque de delicada ironía al escandaloso asunto. En verdad, la historia que vamos a referir constituye una de las burlas más colosales de todos los tiempos.
Todo empezó cuando en el Public Advertiser, periódico popular de la época, editado por Woodfall, apareció una carta firmada por un tal "Junius", donde se arremetía impávidamente contra los personajes más encumbrados del país. Literalmente, esa carta no dejaba títere con cabeza. Sin embargo, pudo pasar inadvertida. Las protestas de los lectores a propósito de cualquier cosa constituyen, aun en la actualidad, la salsa cotidiana del periodismo inglés. "Enviar una carta al Times" es una frase hecha. Pero quiso la suerte que sir William Draper, espejo de caballeros ingleses, leyera la invectiva y en ella viese despellejado a lord Granby. Si sir William se hubiese callado la boca, quizá "Junius" habría muerto al nacer, y la literatura política inglesa habría perdido un clásico. Pero sir William no se calló. Siguiendo los dictados de la amistad, replicó al periódico de Woodfall, defendiendo valerosamente a lord Granby. Fue el minuto fatal.
La respuesta de "Junius" no se hizo esperar. Pero esta vez el desollado fue el propio sir William, concienzudamente desollado por espacio de varios meses, a pesar de sus ineficaces tentativas de devolver los golpes. Sir William, por cierto, no era nuevo en lides políticas. Tampoco era inhábil. Pero ya en esta primera escaramuza se hizo evidente que estaba ante un genio de la invectiva, quien gozaba, por añadidura, de una inconmensurable ventaja: permanecer ignorado e inidentificable mientras él, a juzgar por todos los indicios, conocía al dedillo la vida política y aun íntima de sus sucesivos rivales. "Junius" podía acusar públicamente a cualquiera de sus víctimas de cultivar una excesiva amistad con la botella, de apalear a su mujer o de tener un lunar en la nariz —supuesto que así fuese—, pero, ¿quién podía retribuirle? "Junius" era un hombre sin cara, un hombre sin historia y, por lo tanto, sin fallas ni vicios (salvo su pequeño entretenimiento), de quien se ignoraba todo.
¿Realmente se ignoraba todo? No es lícito pensar que los hombres que en aquella época llevaban al imperio británico a su máximo esplendor tuviesen una pizca de tontos. Bien pronto comprendieron algo elemental, pero al mismo tiempo aterrador, Junius era uno de ellos. Sólo así podía estar tan minuciosamente enterado de los entretelones políticos, de las intrigas palaciegas, de todos los trapos que implacablemente sacaba al sol —es un decir— de aquella capital de las brumas. Sólo así podía rechazar con un gesto de altivez los derechos de autor que le correspondían por sus escritos, indicando así que sus fines no eran mercenarios sino cívicos o, por lo menos, desinteresados. "Estoy muy por encima de todo interés pecuniario", escribió a Woodfall. Y el tono de aristocracia y altivez que impera en sus cartas no deja lugar a dudas sobre eso.
Entretanto, "Junius" seguía cortando cabezas. Blackstone, el duque de Grafton, lord Mansfield fueron sus próximas víctimas. Se empezaba a temer lo peor. Y, en efecto, lo peor no tardó en ocurrir. "Junius" dirigió su artillería contra el rey. En la más célebre de sus cartas, que provoca un resonante proceso contra Woodfall, lo acusa de favoritismo y de parcialidad, de estar dominado por sus ministros, de permitir la injusticia, y termina aconsejándole paternalmente que obre sin consultar a sus colaboradores inmediatos. "Deje a un lado la miserable pompa de un rey", clama Junius, "y hable a sus súbditos con el espíritu de un hombre y las palabras de un caballero. Confiese que ha sido fatalmente engañado".
La conmoción fue indescriptible. Hace un siglo y medio éstas no eran las palabras más habituales para dirigirse al monarca inglés. Hubo varias sesiones del Parlamento en las que no se habló sino de Junius en los más diversos tonos: desde la cólera hasta la fingida y burlona reprobación.
— ¿Cómo es que este Junius escapa a las redes de la justicia? —preguntaba socarronamente en la Cámara el célebre orador y político Burke—. Hace mucho tiempo que lo persiguen los esbirros de la corte. Sin embargo, este jabalí de los bosques arremete contra todos. El rey, los lores, los comunes, son el juguete de su furia...
La primera carta estaba fechada el 21 de enero de 1769. La última, el 21 de enero de 1772. Es decir que el reinado de Junius duró exactamente tres años. Y resulta sorprendente, en efecto, que en plazo tan dilatado no haya sido posible atraparlo ni averiguar más datos que los que él voluntariamente suministraba.
Sus víctimas le tendieron innumerables trampas. Todas fracasaron. Un instinto infalible parecía guiar al desconocido francotirador. Woodfall fue procesado, y desde luego, interrogado infinitas veces. Pero nada pudo o quiso decir. Quizá él mismo no sabía nada. Lo cierto es que el leal periodista siguió siempre estrictamente las instrucciones de Junius. Se cree que éste no llevaba personalmente sus cartas al diario, sino que las encomendaba al primer desconocido que encontraba, a cambio de una generosa dádiva. Pero lo más probable es que haya utilizado un procedimiento distinto en cada oportunidad. Cuando a la redacción del periódico llegaba alguna misiva o paquete destinado a Junius, Woodfall se comunicaba con él por anuncios en clave que insertaba en el diario. A veces la clave era un verso latino, a veces un par de palabras, y en ocasiones una letra en la columna de anuncios era suficiente. Junius indicaba dónde debían dejarse los objetos dirigidos a él, y si el lugar le parecía vigilado, no daba señales de vida.
No es difícil comprender el por qué de estas precauciones. Bien es cierto que Junius pertenecía probablemente a las clases sociales más elevadas, pero los enemigos que se había echado encima eran demasiado fuertes. "Estoy seguro de que si me descubrieran", escribe a Woodfall, "no me quedarían tres días de vida". Otras veces se muestra más confiado: "Nunca sabrán quién soy", exclama. "Soy el único depositario de un secreto que morirá conmigo".
Estas palabras parecen destinadas a cumplirse, a pesar de los empeñosos esfuerzos de varias generaciones de críticos. La paternidad de las cartas de Junius (44 en total) ha sido atribuida a más de cincuenta personas distintas, entre ellas el propio Burke.
El interés por el enigma no había menguado en 1816, fecha en que se publicó un libro de título promisorio: Junius identificado. Su autor, John Taylor, se apoya en abundantes datos para atribuir la correspondencia a sir Philip Francis. Este, al casarse en 1814, había regalado a su esposa una edición lujosamente encuadernada de las cartas de Junius, pidiéndole que las guardara en el mayor secreto. Y poco antes de morir, en 1825, le entregó un ejemplar del libro de Taylor. Pero el argumento más decisivo —más aun que el libro— es para los sostenedores de la teoría, que el propio sir Philip, que aún vivía, en ningún momento negó la acusación, o la atribución. Lejos de ello, pareció empeñado en fomentarla indirectamente hasta la fecha de su muerte. De entonces acá, muchos críticos, con lord Macaulay a la cabeza, se han pronunciado por esa solución.
¿Queda pues resuelto el misterio? En modo alguno. Los "partidarios", digámoslo así, de sir Philip no son más numerosos y calificados que sus detractores, aquellos que lo acusan lisa y llanamente de impostor, de haber tomado la oportunidad por los cabellos para atribuirse méritos ajenos. Y los argumentos que aducen son dignos de tenerse en cuenta. Entre ellos, el testimonio de Pitt, que dijo conocer a Junius, y que éste no era sir Philip. Alguien afirmó con más rudeza que nadie que hubiera visto, oído o leído a sir Philip podía identificarlo con el elegante, certero y lúcido Junius. Y, en efecto, tanto el estilo como la simple escritura de Junius son incomparablemente superiores a lo que Francis escribió con su propio nombre. Otro detalle significativo: los personajes que Junius atacó con más encarnizamiento eran íntimos amigos o protectores de sir Philip. Aunque esto, desde luego, tanto puede aducirse a favor como en contra...
En 1867 la teoría sufrió un nuevo golpe, al publicarse las memorias de sir Philip Francis. En ellas, aparte de su contenido trivial, se advierte que las opiniones políticas, intereses y preferencias de sir Philip son todo lo opuesto a los de Junius. Además, en los pocos pasajes en que el propio Francis se refiere a Junius, lo hace como si él no tuviera menor relación con él. Así, en una carta a su cuñado dice lo siguiente: "Junius no es conocido, y esa circunstancia es tan curiosa como sus escritos. Yo siempre he sospechado de Burke".
Naturalmente, después del libro de Taylor, sir Philip hizo todo lo posible por escribir como Junius, pero salvo algún acierto ocasional, no pasó de una discreta imitación. Y aun concediendo que sir Philip haya sido Junius, sólo puede conquistar esa atribución a cambio de ganar al mismo tiempo los estigmas de perfidia y deslealtad para con sus mejores amigos, condiciones que no parecen atribuibles a Junius.
El interrogante, pues, queda abierto. Sólo faltaría agregar un curioso incidente, acaecido una noche de aquellos tres años en que la pluma acerada de Junius inquietó a los poderosos señores de la nobleza británica. Un transeúnte que pasaba frente al periódico de Woodfall vio a un hombre detenerse y dejar una carta en la entrada. Intrigado, lo siguió. Más tarde lo describió como un caballero alto y elegante, envuelto en una liviana capa negra. El desconocido apuró el paso. Segundos después, en la oscuridad de la calle, se abrió la portezuela de un carruaje y en seguida se oyó el brioso trote de las cabalgaduras que restituían a Junius a su región de tinieblas y misterio.

Fuente: Walsh, Rodolfo (1987): Cuentos para tahúres y otros relatos policiales, Buenos Aires, Puntosur, págs. 195-201.

martes, enero 05, 2010

Lovecraft y sus precursores II

Lovecraft y sus precursores I: "Los otros ojos" de Jean Richepin (fragmento)

Estuve leyendo Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones y en sus páginas me encontré con esta resonancia lovecraftiana:
[...] Nada pudimos replicarle, pues un estertor de la médium nos distrajo.
De su costado izquierdo desprendíase rápidamente una masa tenebrosa, asaz perceptible en la penumbra. Creció como un globo, proyectó de su seno largos tentáculos, y acabó por desprenderse a modo de una araña gigantesca. Siguió dilatándose hasta llenar el aposento, envolviéndonos como un mucílago y jadeando con un rumor de queja. No tenía forma definida en la oscuridad espesada por su presencia; pero si el horror se objetiva de algún modo, aquello era el horror.
Nadie intentaba moverse, ante el espantoso hormigueo de tentáculos de sombra que se sentía alrededor, y no sé cómo hubiera acabado eso, si la médium no implora con voz desfallecida:
–¡Luz, luz, Dios mío!
Tuve fuerzas para saltar hasta la llave de la luz eléctrica; y junto con su rayo, la masa de sombra estalló sin ruido, en una especie de suspiro enorme.
Mirámonos en silencio.
Algo como un lodo heladísimo nos cubría enteramente; y aquello habría bastado para prodigio, si al acudir a su lavabo, Skinner no realiza un hallazgo más asombroso. [...]
Fuente: Lugones, Leopoldo (1981 [1906]), "El origen del diluvio" en Las fuerzas extrañas, Buenos Aires, Ediciones del 80, pp. 115-116.

lunes, enero 04, 2010

La porcina de 2009

Tal como lo hicieron el año pasado, los muchachos de Hermano Cerdo volvieron a convocar para Las lecturas de 2009 y yo volví a contribuir con mi humilde colaboración.
 

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