lunes, noviembre 30, 2015

Señal de fuego (Marcelo Fox) (selección 1)

Me enteré de la existencia de Marcelo Fox, a partir de un comentario al pasar de un conocido. El comentario señalaba el lugar de escritor maldito que Fox se había ganado en los años 60 y la dificultad de conseguir sus escasas obras: Invitación a la masacre (1965) y Señal de fuego (1968). De esta última me enteraría más tarde por medio de una carambola de tuits y recorridas por Mercadolibre.
De Fox poco se sabe. Hay algunos datos aislados en el blog inmaculada decepción, acá y acá. Las anécdotas que lo tienen como protagonista lo instalan en un lugar incómodo. También se sabe que Fogwill y Alberto Laiseca lo han mencionado en varias oportunidades. El amigo Vespa nos refirió esta entrevista de Fogwill donde menciona a Fox y lo señala como inspiración para un personaje de Vivir afuera (1998).
En todo caso, la obra de Marcelo Fox se ha perdido entre los anaqueles de la literatura argentina, quedando relegada a un lugar oculto y maldito. Su libro Invitación a la masacre es inconseguible y los proyectos de reeditarlo se han frustrado rápidamente por problemas con los herederos de Fox. En la web se pueden leer algunos extractos de ese primer libro: acá, acá y acá. Su otro libro, Señal de fuego, se consigue un poco más fácilmente, aunque con un precio que puede complicar el bolsillo de cualquiera y en una cantidad de ejemplares limitada ya que se trata de la primera edición. Justamente, el objeto-libro Señal de fuego es de lo más particular: tapa y contratapa simil papel madera, letras góticas en portada, tinta roja en la tipografía de sus páginas, esvásticas como separadores de las diversas partes, una imagen del autor provocadora, mirando hacia el lector, con un puño sobre el pecho y una especie de cruz de hierro por detrás. De ese libro, una colección de aforismos escritos en el filo de la razón, en las tinieblas de la violencia, extraigo esta primera selección.

Señal de fuego (selección – Parte 1) (Marcelo Fox)



No es deseo del diablo destruir el mundo, su vivero de víctimas.

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Hasta ahora los gritos de los profetas sólo han producido breves pesadillas en el sueño de los hombres.

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El estómago del mundo termina digiriéndolo todo.

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No saben que viven, no saben que mueren, pero mantienen firmemente el timón en la mano para que el barco no se desvíe de su eterna trayectoria circular.

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El fuego no hace brillar los rostros de los que habita, eso sería facilitar demasiado la tarea de los esbirros de la grisura, la oquedad, el hielo.

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Cuando la sangre delira, los túneles, las ciudades, las coartadas, se derrumban.

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Como aman la Libertad, la han sepultado en un hermoso panteón en cuyas paredes se halla primorosamente esculpidos los principios eternos del derecho, las ordenanzas municipales, los artículos de la constitución y las leyes de tránsito. Sobre el catafalco en que ella yace con su mortaja de yeso hay un cartel escrito en letras góticas que dice: Prohibido escupir en el suelo.
Las ceremonias que se celebran allí mismo en su honor son reguladas por luces de semáforos, para que todo se desarrolle dentro del máximo orden y corrección.

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Llaman hombres libres a los esclavos; y a los hombres libres, asesinos y libertinos.

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Si no quieren que los rebeldes griten no les peguen.

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Fogata entre los témpanos de hielo y la oscuridad, mi voz guía hacia las arenas de este mundo a la caballería aérea de la muerte.

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Sólo cuando las tinieblas sean totales el sol renacerá.

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Los actores cambian. Los decorados cambian. El sueño permanece.

Fox, Marcelo (1968). Señal de fuego (selección), Buenos Aires, Yelpo editor.

jueves, noviembre 12, 2015

Tango de la muerte

En Nudler, Julio (1998). Tango judío. Del ghetto a la milonga, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 27-32.


En mayo de 1947, cinco años después de la deportación y el asesinato de sus padres, aparece en Bucarest, en la revista Contemporanul, el primer poema que Paul Celan publica con este seudónimo. Su verdadero nombre es Paul Antschel, del cual el seudónimo es la inversión silábica, anagrama tan del gusto de los porteños. Había nacido el 23 de noviembre de 1920 en Czernowitz, capital de la Bucovina, región del norte de Rumania enclavada entre Transilvania y Besarabia que había pertenecido al Imperio austrohúngaro hasta el hundimiento de éste en 1918. Czernowitz, ciudad de intensa vida cultural hasta la devastación nazi, contaba con 110.000 habitantes, casi la mitad de ellos hebreos. Para éstos la tragedia había comenzado el 5 de julio de 1941, cuando entraron en la ciudad las tropas germanas. Al día siguiente irrumpieron las SS y con ellas el espanto. Antes de concluir agosto ya habían sido asesinados 3.000 judíos.
Aquel poema fundamental, llamado “Tangoul Mortii” (Tango de la muerte), habría sido escrito por Celan originariamente en alemán en el otoño boreal de 1944, cuando ya había retornado a Czernowitz, ocupada para entonces por el Ejército Rojo, después de haber integrado durante dos años los batallones de trabajadores forzados que los rumanos formaron con judíos excluidos del inmediato exterminio. El poema se llamó “Todesfuge” (Fuga de la muerte), así publicado en Alemania en 1952. La versión rumana se debe a Petre Solomon, estrecho amigo de Paul. Éste había reescrito varias veces su poema hasta darle su forma definitiva.
John Felstiner recuerda en su libro Paul Celan, poeta, sobreviviente, judío (Yale University Press, 1995) que Celan señaló una vez que su poema había surgido de algo que leyó sobre judíos tocando melodías en un campo nazi. Es posible que se tratara de un texto sobre El campo de exterminio de Lublin (Maidanek), escrito por Konstantin Simonov y publicado en agosto de 1944 por los soviéticos. Simonov reseña allí que en los campos se ejecutaban tangos y fox-trots.
Según se narra en El Libro Negro. Los crímenes nazis contra el pueblo judío. Nueva York, 1946, en el campo de concentración de Janowska, en Lemberg (Lvov), cerca de Czernowitz, un teniente de las SS ordenaba a los violinistas judíos tocar el llamado “Tango de la muerte” para acompañar las marchas, las torturas, la excavación de tumbas y las ejecuciones. Antes de la liquidación de ese campo, las SS mataron a toda la orquesta. Según Felstiner ese tango estaba basado en el mayor éxito anterior a la guerra del argentino Eduardo Bianco, tocado por éste ante Hitler y Goebbels en 1939. Felstiner añade que también en Auschwitz la orquesta interpretaba tangos, y que en otros campos los prisioneros llamaban genéricamente “Tango de la muerte” a cualquier música que se ejecutara cuando los alemanes llevaban a un grupo de judíos para matarlos.
Entre otros, el escritor español José Angel Valente, estudioso de Celan —poeta que se suicidaría en 1970 arrojándose al Sena desde el puente Mirabeau—, precisa que ese tango de Eduardo Bianco es “Plegaria”. “Por supuesto —escribe Valente—, en los campos los músicos eran los propios violinistas judíos, que acompañaban con la siniestra melodía a las víctimas, para ser, al término de las liquidaciones, liquidados a su vez”. Jesús Munárriz, traductor y prologuista de Celan, menciona que “testimonios de sobrevivientes hablan de orgías celebradas por los alemanes en aquellos campos con las jóvenes judías, amenizadas por músicos también judíos, a las que aluden sin duda pasajes del famoso poema de Celan ‘Todesfuge’”.
Otra referencia al tango en el Holocausto se encuentra en La Rapsodia de Lvov, libro escrito en polaco y aparecido en 1956 bajo el titulo, Esto es un asesinato, perteneciente a Mieczystaw R. Frenkiel, testigo ocular de la barbarie nazi, a la que consiguió sobrevivir. También Frenkiel evoca aquí el “Tango de la muerte” como tétrica música incidental que acompañaba la aniquilación de los judíos. En “Diálogo sobre músicos”, uno de los capítulos de su libro, Frenkiel hace reflexionar a uno de sus personajes de ficción, el ex contador Filz, quien conversa con el ex juez Kranz: “Podían no haber tocado del todo. Usted comprende. Romper los violines, retorcer las trompetas, quemar las flautas, hacer de los saxofones caños para las chimeneas y no tocar. ¡Cómo tocar en estos campos agrestes frente a la muerte, para el deleite de los enemigos de la humanidad!”.
En el debate que imagina Frenkiel, aún puede leerse: “La gente no es más que gente. Bund no dirigía la orquesta para causarle agrado a la bestia ni tampoco para apagar el grito de las víctimas. Trabajó duramente en su especialidad, como un esclavo medieval, y creo que, como buen músico que era, no pudo transformar la melodía del tango en marcha fantasmal... Tal vez también ese pobrecito creía, en su anhelo de salvar la vida, como todo otro ser viviente, que lograría comprar esa vida con música. Estaba parado en el tenebroso panneau del campo de concentración, y quería vivir...”.
No se trataba de un cabaret del Bajo porteño, ni de un prostíbulo de Balvanera, ni un bodegón del Paseo de Julio, ni de un café de palco sobre la Corrientes angosta o ensanchada, ni de un club de barrio en perfumada noche de baile, ni de un afelpado dancing de Barrio Norte, ni de un cafetín humoso frente al Riachuelo, ni de un empanelado estudio radial de público obediente. Era sí la Década de Oro, la del ‘40. Pero para ese tango de Bianco el escenario era otro. Más exactamente éste, descripto por Frenkiel: “A causa de los reflectores se apagaron las estrellas en el cielo. Un millón de velas iluminaba el lugar. A los miles de seres humanos traídos desde todas partes se les había ordenado desvestirse. Los SS sostenían el orden con sus perros lobo. Las armas automáticas iniciaban un tic tac de prueba. El temblor que precede a la muerte y que corría por los cuerpos de la masa aglomerada debió haber contagiado a los músicos, junto con el trasfondo de otro temblor: el espasmo de los tensos, casi estallantes nervios sádicos de los ejecutores del asesinato en masa. Las esposas y las hijas de los importantes personajes del Partido observaban, a través de las ventanas de las barracas, este inusual espectáculo del sacrificio de un pueblo extraño. Era para nutrir la sensibilidad germana. La orquesta inició su concierto. ¿Acaso animales amantes de la música? ¿Si hubiera semejantes seres fuera del marco de la mitología, no habrían matado a dentelladas a sus sacerdotes? Ellos, los músicos, no eran sádicos, ni profundizaban en las tinieblas de la esencia psicológica de los alemanes desnaturalizados. Veían ante sí a una organizada plaga de la humanidad, a locos que se estaban entrenando mientras disparaban sobre objetivos vivientes, mujeres y criaturas, pero, según su parecer, esos alemanes también entendían de música y tenían, en esta esfera, ciertos gustos parecidos a los de ellos, a los de los músicos. Probablemente se dijeran: vamos a ver si por el ojo de la cerradura podremos llegar a sus corazones”.
El ex juez Kranz falla el caso: “... Libero a estos pobres músicos, que tocaron en aquel funeral histórico de millares de personas, incluyéndose su última aparición en ese funeral que fue también el suyo propio...”. Filz no hace uso de la palabra. Se ve de pronto entre los músicos, como trombonista, con los ojos fijos en la batuta del director. Están los SS, sus perros lobo, los lamentos de las víctimas. “La varita del maestro indica el camino que conduce a la apretujada masa de los destinados a morir. Van hacia las ametralladoras. Cómo se puede tocar y vivir en un campo como éste. Pobre de él si llegara a tocar una sola nota falsa o se notase su ausencia. El comandante Rokita tiene un oído excelente... Uno toca música para la muerte de otros y de la suya propia”.
Eduardo Bianco había creado la música y la letra de aquella “Plegaria” en 1929, y ya ese año su tango fue grabado por Celia Gámez en Barcelona. Este músico nacido en 1892 en Buenos Aires dedicó la obra “A su majestad el Rey Alfonso XIII”, cuyo derrocamiento en 1931 daría paso a la instauración de la breve República Española. El monarca borbón y la orquesta de Bianco, de consabido atuendo gauchesco, posan en la carátula de la edición parisina, que realizó el propio músico con la editorial que poseía en Cité Pigalle. Esa dedicatoria no sería la más sorprendente de la historia de este bandoneonista que partiera a Francia en 1923, el mismo año de la llegada del fascismo al poder en Italia. En 1931 dedicó su tango “Evocación”, grabado en Discos Pathé, a Mussolini. Más exactamente: “A Su Excelencia Benito Mussolini”.
Bianco, conductor de una de las orquestas típicas de mayor suceso en Francia, contribuyó también a la triunfal instalación del tango en la era de esplendor del cabaret berlinés. De la popularidad del tango en toda Alemania da idea este comentario de abril de 1938 publicado en Hamburgo, obviamente en alemán, aunque no en los caracteres góticos que habían reimpuesto los nazis: “Hasta hoy como ritmo típicamente sudamericano sólo es conocido en general el tango argentino. Éste, pese a las resistencias y los prejuicios que se opusieron a su difusión por Europa, conquistó finalmente al público europeo, atrayendo incluso a importantes compositores hacia el género”. El articulista se propone, en realidad, mostrarles a sus lectores que, aparte del tango, hay también otras expresiones musicales latinoamericanas muy diferentes entre sí, con lo que está testimoniando la hegemonía del tango en la Alemania de los años ‘30. Tal era su vigencia que resultaba preciso explicar que no todo era tango.
Bianco parece haber llevado sus simpatías fascistas a la acción, valiéndose como fachada de su actividad musical. A punto tal que en agosto de 1937 fue detenido por los franceses bajo la acusación de espiar para una potencia extranjera, concretamente Italia. Mientras en la prensa de la época puede verse a los miembros de la orquesta de Bianco fotografiados en una iglesia del Líbano, Francia le imputa actos de espionaje en Oriente Medio. Enrique Cadícamo tampoco abriga dudas sobre el colaboracionismo de ese compositor de tangos tan exitosos como “Poema” (con Mario Melfi): afirma que trabajaba para la Gestapo, la macabra policía secreta de Hitler.
Esas actividades criminales de Bianco no le valieron ninguna crítica condenatoria en la Argentina, un país representado ante el régimen de terror del Führer por un embajador como Eduardo Labougle, que no disimulaba sus simpatías nazis. En su Memoria correspondiente a 1933, Labougle le reporta al canciller Carlos Saavedra Lamas que el nacionalsocialismo “ha efectuado una campaña antisemita que ha asombrado al mundo por la audacia y firmeza con que fue encarada; lucha abierta, sin desmayos, contra un enemigo que desempeñaba un rol esencial en la crisis general que asola actualmente a la humanidad”. Por lo visto, Labougle no veía a los israelitas como meros “enemigos” del pueblo alemán, según sostenían los nazis, sino de la humanidad entera. Utiliza además el pretérito “desempeñaba”, como adelantándose a la aniquilación pueblo hebreo. Quien esto escribía permaneció como embajador en el Tercer Reich hasta julio de 1939, dos meses antes de que la Wehrmacht invadiera Polonia.
Bianco no mostró apuro alguno por grabar “Plegaria”. Su registro fue precedido, además del de Gámez, por otros, como el de Juan Deambroggio en 1931. Bianco parece haber esperado el momento oportuno, en el lugar adecuado: Berlín, 1939 debió antojársele la combinación perfecta. Allí y no en otra parte, y en ese año, el año en que Francisco Franco entró en Madrid, último bastión de la República tricolor, el año en que el Tercer Reich emprendió la conquista del mundo.
Sólo en la versión de su autor despliega “Plegaria” su extraño atractivo, su tono ritual, algo esotérico, más siniestro que sublime, su melodía elemental y pegajosa, su cadencia marcial, cuadrada. Poco tiene de tango argentino. Casi nada sí se piensa en las obras ya para entonces existentes de Bardi, Arolas, De Caro, Delfino. Establecido en Europa, Bianco le ha perdido el paso a la veloz transformación estética del tango, quedando aferrado a un esquema primitivo, reiterado, rígido, sin la imaginación ni el vuelo de los músicos rioplatenses. También ha perdido contacto con el arrabal, el adoquín, la parra, los patios, el compadrito y la fabriquera. Pero es probable que tanta cuadratura, tanta marcialidad le hayan permitido conquistar a los nazis.
La muerte es la gran protagonista de este tango de verso casi pueril, escrito por el propio Bianco (en versión castellana y también francesa), muy lejos asimismo del alto nivel poético que habían alcanzado los mejores letristas argentinos:

Plegaria que llega a mi alma
al son de lentas campanadas,
plegaria que es consuelo y calma
para las almas desamparadas.
El órgano de la capilla
embarga a todos de emoción,
mientras que un alma de rodillas
pide consuelo, pide perdón.

¡Ay de mí!... ¡Ay, Señor!...
¡Cuánta amargura y dolor!

Coro: Cuando el sol se va ocultando
Solo: Una plegaria
Coro: y se muere lentamente
Solo: brota de mi alma
Coro: cruza un alma doliente
Solo: y eleva un rezo
Todos: en el atardecer.

Murió la bella penitente,
murió, y su alma arrepentida
voló muy lejos de esta vida,
se fue sin quejas, tímidamente,
y cuentan que en noche callada
se oye un canto de dolor
y su alma triste, perdonada,
toda de blanco canta al amor.

¡Ay de mí!... ¡Ay, Señor!...
¡Cuánta amargura y dolor!

(Repite el estribillo.)

La versión berlinesa de Bianco comienza con unas lúgubres campanas, no indicadas en la partitura. Sigue con un coro casi fantasmal, como de penitentes en lento andar. Luego la orquesta desenvuelve la espesa melodía, hasta la irrupción de Mario Visconti que canta en estilo magaldiano e intercala hacia el final un recitado en voz temblorosa.
El lóbrego apodo que Celan dio a “Plegaria” —si como afirma Valente es éste el “Tangoul Mortii”— coincidía en realidad con el efectivo título de tres tangos anteriores, uno de ellos incluso grabado por Carlos Gardel en 1922. Firmado por Alberto Novión, quien se haría popular como autor de sainetes y folletines teatrales, “El Tango de la Muerte" es paradójicamente, según se consigna en la edición, un “tango sentimental” y está dotado de unas cuartetas desastrosas, que Gardel logra hacer olvidar con su arte. Pero para entonces ya existía otro necrofílico “El Tango de la muerte”, sin letra, de Carlos Mac Intosh, grabado por José Arturo Severino, “La Vieja”, en 1918.
Con todo, y para el caso el más significativo de estos tangos tanatóricos, carente él de artículo, es “Tango de la muerte” compuesto por Piero Trombetta, un violinista italiano que integraba la orquesta de Bianco, y que fehacientemente estaba en ella por lo menos en 1939 y 1940. Si es como Valente y otros aseguran, de poco le valió el sombrío nombre al tango de Trombetta. En lugar de aquél sería “Plegaria” el que iba a quedar asociado a la muerte, quizá porque ninguno de aquellos otros la imaginó tan masiva, tan demencial, tan atroz.


 

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