lunes, enero 08, 2007

La lección del maestro

a RCP

Con sus setenta y pico años encima, esa tarde se lo notaba particularmente disperso: abundaban las frases en suspenso, los pointless points, los silencios incómodos, las carraspeadas, las reanudaciones forzadas, el tono de voz variable, la dependencia de hojita escrita que, en general, no solía ser más que una hoja de ruta y fuente de citas y que se había convertido, excepcionalmente para la ocasión, en un forzoso y sinceramente malo libreto.

Afuera, y por la ventana, el sol se ponía, rojizo, y se llevaba el calor, y se prendía la calefacción en las aulas y lo reponía, sólo que no lo reponía del todo y hasta cierto punto nos incineraba por fuera. El autor era Hemingway, pero podría haber sido Poe, Melville, Faulkner, podría haber sido James, Twain, Pound, o quizás no; el libro era A Farewell to Arms. El tema era el “understatement”, lo sobreentendido, la teoría del Iceberg, pero lo que nos reunía, y nos desunía, era otra cosa, o acaso para algunos la fuerza de la inercia que nos confinaba a ese aula, a esa hora de ese día y de todos los demás Lunes, en ese preciso lugar.

Curricular, “El ‘understatement’ se construye a partir de la superposición de dos planos elididos: por un lado lo que el personaje (...) no quiere o no puede enfrentar y por otro, aquello que el narrador, como estrategia narrativa, no deja traslucir al lector. Si bien la existencia de estas dos dimensiones no debe ser ignorada, la relación entre el narrador y el personaje es siempre de mucha cercanía, al punto que en cuentos como ‘Ahora me acuesto’ es el personaje mismo el que toma la voz narrativa. Sin embargo, no hay que olvidar detrás de esa primera persona (...) existe la figura estratégica del autor que decide qué poner y qué no en la voz del personaje”, concluí ese día y escribí un tiempo después, pero, supe, esa clase aprendimos mucho más.

El profesor no me miraba a los ojos periódicamente; yo estaba sentado en tercera fila cerca de la ventana y es posible que no lo hiciera para no encandilarse con el sol que se ponía, cada vez mas rojo, en el oeste de la esquina y de mi ventana, pero compañeros después me informaron de la primera, la séptima a la derecha, de la octava a la izquierda, de la decimotercera, decimocuarta y decimosexta más o menos al centro filas, que tampoco fijaba sus ojos en sus ojos. El profesor miraba más bien algún punto fijo otro: una columna, un banco, una lámpara, la pared de atrás, quizá la ventana, más escondido el sol, pero principalmente, inevitablemente, el profesor miraba su libreto y, creo yo, fundamentalmente se miraba a sí adentro (también me confirmaron luego de las filas decimoctava, vigésimo segunda y vigésimo quinta, y dos personas de la última, que no habían podido verle los ojos).

Un par de horas antes, cuando todos entramos en el aula, el sol todavía la invadía de luz natural que luego había sido desplazada por luz artificial no tanto por un recambio brusco sino por una paulatina desaparición y enrojecimiento de los rayos solares que paulatinamente eran remplazados por la radiación fría blanca de las grandes lámparas. A pesar de nuestras suposiciones, la clase, allende del hecho de haber empezado, lo cual fue toda una sorpresa para nosotros ese preciso día, había llegado a ese momento en que por la ventana ya se ven las estrellas y creo que ese día, por rumor, por morbo, por respeto o por inercia, fuimos en el aula más alumnos que en ninguna otra clase, anterior o posterior.

En el final de A Farewell to Arms, Catherine, la pareja de Frederick Henry, muere en el parto junto a su hijo y el protagonista se marcha del hospital sin verla, sin despedirse, sin esperanza, sin mostrar dolor. En cambio, él no estaba casado, y nunca sabremos a menos que resucitásemos la imaginación de Hemingway o dejásemos volar la nuestra en libre albedrío, si habrá tenido hijos mas adelante en su vida. En la novela, todos sabemos que Catherine va a morir, lo predecimos, lo intuimos, de alguna manera lo esperamos; Hemingway no nos decepciona y liquida el asunto, sólo que lo hace límpidamente y en unas pocas líneas, en la penúltima o quizá la última página.

La dispersión del profesor había ido creciendo con el transcurrir de los minutos, su discurso entrecortado se volvía incomprensible y la incomodidad mutua en la sala en determinado momento se hizo notar correspondientemente. Los silencios fueron cada vez mas largos: quedaba tiempo aún para despejar el aula; afuera ya no se percibían vestigios del sol de la tarde y brillaban plenamente las estrellas. Llegado un punto, el profesor, enredado en sus propias palabras optó por el mutismo; con delicadeza se sirvió agua mineral en un vaso y tomó un par de tragos, carraspeó y se aclaró la garganta, buscó un tonó de voz y miró al frente y nos dijo que continuaría la clase siguiente. “Estoy cansado de hablar de amor y de muerte” explicó, y organizó sus hojas y las guardó en su pequeño maletín negro; se despidió, solemne y se fue, y al otro lado de la puerta todos nos quedamos sentados, inmóviles, inertes, petrificados, sintiendo un blanco frío en nuestro interior.

Septiembre 2005
 

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