sábado, septiembre 22, 2018

Néstor Sánchez, el tío Ismael y el humor negro

En 1977, Néstor Sánchez y Dolores Sierra antologan y prologan la recopilación Cuentos de humor negro. Libro negro del humor de antología. Poco sé sobre esta antología, sobre Dolores Sierra, quien también tradujo junto a Sánchez algunos libros, y sobre la editorial que la publicó Diexa SRL, que pareciera más una empresa de comercialización de cosas que una empresa de libros. En todo caso, entre los antologados y antologadas, aparecen Boris Vian, Lewis Carroll, Leonora Carrington y Jacques Vaché, entre otros. El libro cuenta con dos prólogos, uno al principio firmado de Sierra y otro en el medio de la selección, firmado por Sánchez. El texto del autor de Siberia blues, que reproduzco más abajo, arranca con una carta de Vaché a André Bretón, una de sus famosas misivas sobre el umor (en estas páginas, traducido como umour). Ya en otro ensayo Néstor Sánchez se había interesado por este modo de percibir la realidad entre el humor negro y el aburrimiento, "El umor de la resistencia absoluta". En este caso, este prólogo, casi un relato inédito, nos presenta la estrafalaria historia del tío Ismael. Pasen y lean.


Prólogo a Cuentos de humor negro (Néstor Sánchez)

JACQUES VACHÉ

Carta a André Bretón, del 29 de abril de 1917

“¡Y luego usted me pide una definición del umour —así nomás!—

ESTÁ EN LA ESENCIA DE LOS SÍMBOLOS EL SER SIMBÓLICOS

me ha parecido durante mucho tiempo digna de serlo en tanto es susceptible de contener una multitud de cosas vivas: EJEMPLO: usted sabe la horrible vida del despertador matutino —es un monstruo que siempre me ha espantado a causa que la cantidad de cosas que sus ojos proyectan, y la manera como ese buen hombre me clava la vista cuando penetro una habitación — ¿por qué entonces tiene tanto umour, pero por qué? Pero atención: es así y no de otra manera — Hay mucho de formidable UBICO también en el umour — como usted verá. Pero esto naturalmente no es — definitivo y el umour deriva demasiado de una sensación como para no ser muy difícilmente expresable —
Yo creo que es”.

Un par de años antes de su suicidio en la piecita de la azotea de Villa Urquiza, mi tío Ismael consiguió que una descendiente de franceses —algo avanzada en edad, viuda, y con un hijo semi-paralítico— le tradujera algunos párrafos de las cartas que un casi aristócrata de París supuestamente homosexual y loco, enviara al futuro jefe surrealista André Bretón —por entonces casi doctor en medicina— desde su estada en el frente de batalla durante la primera guerra mundial.
Jacques Vaché —el soldado loco en versión titubeante— alteró las inclinaciones literarias que Ismael practicara día tras día a partir de aquella inmersión en lo esencial durante una imaginaria bajo las estrellas de Esquel. Poco tiempo más tarde, con un Larousse propio y el recobrado entusiasmo de principiante, mi tío se incluyó por sus propios medios en la magra lista de los que en la Argentina cultivaban la imposible noción de humor negro, término acuñado por el propio destinatario de las cartas una vez que decidió abandonar la medicina. Y la vida de Ismael cambió casi por completo, mejor dicho se inició su gran ciclo de crisis caracterizado por profundas dudas sobre el porvenir del humor a secas, lo negro esqueliano y, por extensión, el aburrimiento universal.
“Llamar negro a cualquier forma de humor, puede convertirse en una solemnidad tipo surrealista”, lo mismo se permitió reflexionar una tarde, antes de darme la espalda y de no permitir que le arrancara una sola palabra aclaratoria. Volví al día siguiente, preocupado por la aparente indiferencia de Ismael hacia los grandes escritores de todos los tiempos. Desde la puerta le grité que especificara y él siguió como si tal cosa sobre un texto de Macedonio Fernández; mucho después, dijo: “Macedonio no estuvo nunca loco y tocaba la guitarra: hace violeta”. Entonces se trepó de un salto al ropero para buscar entre sus papeles y desde allí arriba aclaró: “la patafisica salvará a Nadja de la magia negra”.
En realidad, yo siempre había conservado alguna tímida sospecha respecto a un flanco misógino de Ismael (hermano entero de mi madre), y a cierta tendencia suya un tanto quejosa-testimonial sobre la estupidez humana y todas las otras estupideces. Acto seguido saltó desde el ropero sobre la única silla mientras ojeaba un libro sin tapas que se abstuvo de leerme. Fumó; dijo que Vaché, con unas pocas cartas tartamudas, no sólo estaba en el centro de todo sino que le había confirmado el aburrimiento secreto desde Esquel hasta la fecha; o sea más de diez años —aclaró— embargado por la profundidad entre la ropa tendida de la azotea. De repente exclamó: “en todo caso Inglaterra hace marrón, pero también son pocos y resulta preferible”.
Le restarían unos ocho meses de vida cuando empezó a recurrir a la tiza para polemizar sobre la pared de la izquierda —en relación al que entraba. La tarde en que me releyó el prólogo de Gargantúa y Pantagruel cortado por pausas enormes, en una de las pausas aseguró que Alfred Jarry había leído eso como texto obligatorio en el colegio secundario, que el equívoco no tenía límites. Después divagó (era su única preocupación en esos dos últimos años), que toda negritura alemana, por escasa que sea, es celeste si se piensa en el almidón ario, Emmanuel, la mitología escandinava, Caligari contra Max Linder. “Dame una definición de humor negro, Ismael”, fue lo único que grité. Pareció negarse el tiísimo pero, tiza en mano, escribió apresuradamente en su pared: cuando Gérard de Nerval —simbolista y loco— se ahorcó en la verja, a la intemperie, vestía el frac color verde, era triste y profundo como es prodigio Ducasse pero, por fortuna, lo aburría casi toda la literatura. Entonces siguió, incon-gruente y bastante exaltado, que siglos después un Tzara todavía sin empleo estable en el humanismo, desopilante y también irritado, les propondría a los muchachos del espía Aragón una risa más franca, aunque con el mismo frac.
Ismael, a medida que avanzaba su decisión de suicidarse, se hizo cada vez más elíptico y desconfiado; en la mitad del invierno —su último—, escribió sobre la pared de la izquierda algunas frases hechas por el estilo de la siguiente: se me salvan algunos pocos nombres; los tipos —y ellas— serán mejor que como escriben: la alegría está en otra parte.
La tarde de domingo en que me cedió su pieza para que hiciera el amor con Paula, recibí la llave en un bar de la avenida Triunvirato; levantó la vista porque yo no pensaba sentarme, dijo en forma textual: “eso: dado un colectivo repleto e incómodo, dando que hace calor y la gente traspira, humor negro es un ciego de unos cincuenta años que se levanta para ofrecerle el asiento a una monja de la Compañía de Jesús. Después juegan con el lenguaje y lo lúdico —gracias a Dios— le hace el pito catalán a la Academia”. Tío, según su propia conciencia metafísica, resultaba amarillo casi sepia los domingos a eso de las tres de la tarde en la villa natal; sin embargo, fiel a aquellos primeros anuncios de la madre del lisiado, recaía en premoniciones de un humor inútil a la filosofía, deliraba lo posible festejante que no se opone a lo obvio. Ahora, como los que narran, pienso que Ismael no estaba muy lejos de un alumbramiento en las últimas se manas de su vida terrestre: “en general estuvieron locos a fuerza de paraíso perdido y profundidad, pero el asunto sigue tan mal barajado que dan para salvarse de Cambaceres y las superestructuras mogólicas”. Le reproché que hacía manifiestos, que contrabandeaba prólogos y sobrevino su último ataque voltairiano, enumerativo, cuyo recuerdo colaboraría —hoy lo creo— en empujarlo a la decisión de suicidarse. Por lo tanto, de ahora en adelante, omitiré el entrecomillado. Me asiste la simplísima razón de que Ismael ya pertenece a la cultura y que, quiérase o no, a nadie escapa eso de que con los impulsos desarticulados de los ausentes, el que se empeña hace lo que puede en homenaje a las presunciones del devenir inodoro, incoloro, e insípido. Claro, la risa del tipo en la galaxia, eso debió escuchar de mis labios Laurita en lugar de los gritos a favor del inminente nicho urquicense, sitio del mundo que entibiara la presencia del tío Ismael cuyo corazón, por muy poco, no pudo pertenecer al free-jazz.
Por lo tanto, decimos: la muerte es la ciencia; sin embargo, según Laurita inesperadamente motivada por las inscripciones en la pared, toda alusión terminará siendo alcahuetería. El material no patafísico resulta cada vez más evidente. Lo que uno lee, leído está, y el que de ellos desmitificara está mucho más cerca de la salvación, si procuró reírse, todavía más cerca. Por otra parte Bretón, con lo negro, pasó de las suyas y, alguna vez, debió sentirse negramente solemne. Con todo, inventaría una proximidad espeluznante que hoy inunda las historietas y se merecía su siglo de cuatrimestres. Tal vez humor, en última instancia, sea lo que pretendía de mí Laurita al renunciar a sus hondas pautas clitorianas y recibir la incertidumbre de los sobrinos.
Tío Ismael: yo, que me negué a tu entierro, apenas soporto los colores; pero igual saco tu monja y tu ciego en el equívoco ¿alguien olía a monja?, o mejor desisto de los colectivos y rejunto algo de lo que nos queda, por algún tiempo, en las orejas.
El humor —gritarás algún día desde tu nicho— no será jamás atado al carro de las convenciones pictóricas; pero estos amigos te ayudaron mucho, ¡cadáver!

NÉSTOR SÁNCHEZ

Fuente: Sierra, Dolores; Sánchez, Néstor (1977). Cuentos de humor negro. Libro negro del humor de antología, Buenos Aires, Diexa SRL., pp. 75-78.
 

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