lunes, marzo 05, 2018

Los jugadores de dados (Rodolfo Walsh)

Recupero este cuento de Rodolfo Walsh que la Biblioteca Nacional encontró, en una revista platense de los años 50, y publicó, en 2015 en un pequeño folleto. Algún rincón de la web cuenta un poco más sobre el hallazgo pero el relato en sí, policial y borgeano o kafkiano, depende el lado del que se lea, estaba difícil de leer.

Los jugadores de dados (Rodolfo Walsh)

Cuando se hizo de día, nadie se acordó de apagar la luz. Ni siquiera advirtieron que era de día. La lamparilla siguió encendida, amarillenta de insomnio. En el cuarto no había un mueble, un cuadro, una tela de araña, una salivadera, nada. Su grisura desnuda oprimía como una muerte lenta. Por una lucerna abierta en lo alto, el cielo arriesgaba, apenas, un goterón de azul reciente.
Los cuatro jugadores estaban sentados en el piso, apoyados contra cada una de las paredes. ¿Por qué tan lejos unos de otros?, es difícil de explicar, pero se me ocurre una teoría: todos estaban armados de filosos cuchillos, cada uno sabía que los demás estaban armados, de producirse una disputa, estando pegados los unos a los otros, ganaba el más traicionero. Cada uno sabía que los otros eran más traicioneros que él. La distancia igualaba las probabilidades.
Arrojaban los dados con cierta violencia automática que los rostros inmóviles no acogían. Cantaban los puntos, decían "gano" o "pierdo". Al perder -o al fingir que lo hacían, pues tanto el ganar como el perder eran fingimiento-, hacían rodar los dados y el dinero por el suelo. Los demás no alcanzaban a ver, por la distancia, los puntos que echaba el jugador. De vez en cuando alguien decía:
-Es mentira -bostezaba, hundía la mano en el bolsillo y pagaba a pesar de todo. Rebelarse era una estupidez.
En una oportunidad, sin embargo, alguien confesó espontáneamente: "pierdo".
Esta sinceridad conmovió a todos, pero no lo imitaron. Él tampoco volvió a imitarse.
En un momento determinado, alguien pensó marcharse. Hizo el recuento de su dinero, advirtió que iba en ganancia. Vio recién entonces la puerta, inexorablemente cerrada, los torvos ademanes reclamando los puñales, la prefiguración del castigo en las caras de súbito animadas. Dar el desquite era ley. Lo embargó una sombría desesperación y siguió jugando.
Rato después -años después, quizás-, otro de los jugadores también pensó en irse. Pero había perdido, debía desquitarse. La rebelión vino de adentro, esta vez. Una desesperación más negra que la de su compañero se apoderó de él, y siguió jugando.
Tal vez alguno llegó a preguntarse, con el tiempo, para qué jugaban, puesto que de un modo u otro estábales prohibido escapar, ya que si ganaban, no podrían irse nunca, y si perdían, tampoco podrían irse nunca. Cuánto había durado aquello, si era así desde siempre y si siempre seguiría siendo así, y, en último término, si valdría la pena escapar, ya que los más probable era que en cualquier otro sitio del mundo. o fuera de él, todos estuvieran haciendo, hubieran hecho y tornaran a hacer lo que ellos hacían.
Y prosiguiendo sus meditaciones, no es improbable que al pasear la vista por las cuatro paredes del cuarto, haya llegado a la conclusión de que así debía ser un dado por dentro, de que aquel cuarto era un dado y alguien estaba jugando también con ellos.
 

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