lunes, junio 08, 2020

El superhombre punk de Nietzsche. Alberto Laiseca en la revista Banana


Los puntos de contacto entre la literatura y el rock en la Argentina son todavía un terreno inexplorado. No me refiero al movimiento de leer cómo los músicos del rock se vieron influenciados por la literatura; más bien pienso en cómo la movida cultural alrededor de este género musical integró a escritores, poetas y lectores. Probablemente, una clase sea volver al periodismo contracultural que unió a músicos, escritores, artistas y periodistas alrededor de un mismo fuego, de una búsqueda múltiple.
En este sentido, proyectos como Los subterráneos, programa radial desde la ciudad de La Plata que recorre publicaciones sobre rock en la Argentina, o investigaciones como Estación imposible. Expreso imaginario y el periodismo contracultural (2016), de Sebastián Benedetti y Martín Graziano son importantes puntos de partida para relevar datos, anécdotas, detalles sobre los vínculos entre escritura literaria y rock.


Precisamente por el libro de Benedetti y Graziano me enteré de que Alberto Laiseca había participado en la efímera revista Banana, dirigida por Carlos Galanternik (aka Tom Lupo). Una explicación profunda sobre cómo fue la publicación de 1982 que solo llegó a publicar dos números y que incluyó a otros colaboradores como Pippo Cipolatti, Rep, Patricia Breccia, Rafael Bini y Enrique Symns puede escucharse en este programa genial de Los subterráneos.
Laiseca participó en Banana con dos relatos. En el n.° 1, octubre de 1982, publicó "De mi bastón salen jingles". Este texto sería luego recopilado en "Gracias Chanchúbelo" (2000). En el n.° 2, diciembre de 1982, publicó "El superhombre punk de Nietzsche (más vale Nietzsche en mano que cien volando)". Se trata de una historia en La Carabela, la principal necrópolis de Monitoria, en la que poetas, músicos y punks se juntan para asistir a un recital de música a cargo de Paralelepipedinsky.
Este relato luego se transformará en el capítulo 61, "Los que dormían en el cementerio", de Los sorias (1998). En el pasaje del relato al capítulo, se expandirá y agregará a Personaje Iseka, una banda de lesbianas que quiere hacer un ritual con los huesos del architraidor Tofi y demás. En este sentido, el relato publicado en Banana es un pretexto del capítulo en la novela total de Laiseca. Un dato más que me proporciona el escritor Gerardo Van Junker: este mismo relato fue recopilado en 1999 en la antología Sacamos a pasear al monstruo, publicada por ediciones Letra Buena.



Hay más para decir (desde las tensiones entre el final de la dictadura militar argentina y la fiesta necrofílica laisequiana hasta la cotextualidad entre Laiseca, Pippo Cipolatti y Tom Lupo, pasando por la tarea pendiente de relevar los pretextos de Los sorias publicados en revistas y antologías) pero prefiero ir directamente al relato de Laiseca.

Agradezco especialmente a Martín Graziano, a Ponchi Fernández y a Los subterráneos por la ayuda brindada en esta búsqueda.

¡Pasen y lean!


El superhombre punk de Nietzsche (más vale Nietzsche en mano que cien volando) (Alberto Laiseca)

“Ahora que ya no hay nada viene de todo”.

(Profesor Federico Chopus; premio Nobel de Literatura, 1984).

Pese a los brillantes adelantos de la Tecnocracia, tanto en materia edilicia como en lo referido a bie­nestar social, había muchos que in­sistían en seguir viviendo en el ce­menterio. Y resultaba lógico: nin­gún lugar era más barato y tran­quilo. Bien podía decirse que la ne­crópolis fue el Barrio Latino de la capital tecnócrata. Allí transcurrían sus existencias los fronterizos, los poetas y los orgiastas. El derecho de cada uno a irse a vivir al campo­santo se respetaba escrupulosa­mente en aquel país.

La Carabela era el principal de los cementerios de Monitoria, la capital de la Tecnocracia, y el más concurrido. Al atardecer empezaba la festichola. Las águilas funerarias de los monumentos, de alas plega­das, marcaban largas sombras. Pa­recían Dioses cansados que, luego de arduo trabajo, sólo se permitie­ron disciplinadamente esos blo­queos de luz como única manifesta­ción física de agotamiento. Se ob­servaban planchas de tierra con trincheras de cipreses a ambos la­dos. Dentro de un macizo de árbo­les —entre tumbas colosales y esta­tuas monstruosas— que se encon­traba situado a la derecha del ca­mino, borboteaban reflejos sangrientos. Eran los destellos de una enorme fogata que alguien había encendido. Se escuchaban, desde ese lugar, ruidos y gritos horríso­nos. El titánico grupo de vegetales, con hoguera como centro y cora­zón, recordaba a una especie de hi­perbórea verde y escarlata. Pero el cazador de fantasmas se hubiese llevado un chasco, pues al llegar al claro de la espesura funeraria y di­visar las cosas que se movían alre­dedor de las llamas de tres metros de altura, habría comprobado con horror que no se trataba de muertos resucitados, como esperaba, sino hombres y mujeres bailando y que se refocilaban entre vodkas y can­ciones rusas.

Muchos bardos tenían la costum­bre de dormir en el fondo de las criptas. Alumbrados por velas es­cuchaban discos con sus amigos, unos a otros se leían sus trabajos, etc. Entre ellos estaba el escritor Camilo Aldao Iseka, quien se hizo famoso por su poema reventado: Nena, ¿por qué no querés venir a vivir conmigo al cementerio? Por cierto, pese a que hacía rato que ellas estaban instaladas en ese lu­gar, negábanse a curtir con él de la manera más firme y terminante. Decían: “Este pibe me gasta. Su poesía mata pero él es un seis. No me interesa su dibujo. Yo estoy en otra película. Sus transas siempre terminan en pálidas. Estás cur­tiendo lo más bien, sin mala onda, y de repente se pone el cucuruchito maléfico de sombrero. Siempre en órbita pero mal, ¿viste?, con mano negueta. No es que yo lo quiera mandar al pozo, ahí donde hace frío, pero es que larga átomos de seis. Es la antigloria. Como el culo de la vaca o jamón de chancho gi­gante supercerdo. Su viaje me pa­rece una pirueta absurda. Polifétido con 500 megaciclos por segundo”. Así hablaban muchas de ellas, aun­que no todas; porque como muy bien dijo Dostoiewsky: “No existe hombre que sea tan malo o tan feo, que no encuentre por lo menos una mujer que lo quiera”. Por eso nunca faltaba alguna que, de ul­tima, se le unía: ¡Liebe macht blind! (¡El amor es ciego!). Lo que le dio justa fama, diré por otra parte, no fue el referido poema, sino su novela en 14 tomos titulada El pterodáctilo se comió la man­teca.

A veces los artistas borrachos sa­lían por entre las tumbas, en proce­sión de antorchas, con el propósito de hacer toda clase de barbarida­des. Rompían los vidrios, rajaban las lápidas, dejaban los techos de los mausoleos llenos de trastos, se jugaban las mujeres a las cartas, etc. Andaban en moto sobre los canteros, caracoleaban por entre los cipreses y perdía aquél que se rompía la crisma. Después se arre­pentían y ayudaban al cuidador a limpiar las inmundicias, pegar las losas, revocar las paredes de los panteones, y los escultores dejaban como nuevas a las agudas de alas plegadas y estatuas yacentes. En realidad fundían tanto los níqueles estos poetas, que era un milagro que el Monitor que así se llamaba el súper de los tecnócratas— no lla­mase a sus ejércitos acantonados en Nubia para exterminarlos.

Paralelepipedinsky era el más grande de todos los músicos de la Tecnocracia. Existía desde muchos años atrás un aparato llamado pirófono, dotado de innumerables tu­bos de vidrio, los cuales le daban el aspecto de un órgano. Se basaba en los efectos sonoros que provoca el fuego al pasar por cilindros de dis­tinto largo, diámetro y espesor. Tal máquina, por razones que Paralelepipedinsky no podía comprender, jamás había salido de los gabinetes de física donde los profesores, con fines didácticos, experimentaban con ella ante sus alumnos. Él sería, pues, el primero en utilizarla en el reino de la música. Construyó, como cabía esperar de un tecnócrata, un órgano enorme con tubos que iban desde los dos metros de largo hasta los veinticinco. Invi­tado por los bohemios decidió dar un recital de rock punk en el ce­menterio de la Carabela. Allí estre­naría su aparato.

La noche del concierto, Paralele­pipedinsky apareció conduciendo su pirófono, al cual había dotado de motorización orugada, como la de los tanques, única forma de contra­rrestar el enorme peso. Una bulli­ciosa multitud saludó su aparición alborozadamente con gritos escandalosos, silbidos y desnudeces. Las chicas punk tenían pelos de colores naturales pero les deux mamelle (las dos… pechugas, como quien dice) pintadas de violeta, naranja, fucsia o amarillo glotón. Otras, re­catadas, habían cubierto sus pechos con blusas de seda, con flecos, pero mostraban verdes culastros a través de agujeros circulares practicados en los pantalones. Ellos, por su parte, protegieron sus cabezas con cascos de acero sobrantes de gue­rra, llenos de dibujos con símbolos tecnócratas, e inscripciones obsce­nas. Ello contrastaba con el pelo corto y la indumentaria convencio­nal (trajes de casimir donde ni si­quiera faltaba la corbata y el chaleco).

Paralelepipedinsky encendió la caldera del pirófono y efectuó algu­nas pruebas. Ya con los tubos ca­lientes comenzó a tocar aquella mú­sica extraña, contradictoria, triste, agresiva, nihilista, feroz y, al pro­pio tiempo, llena de esperanzas, que es el punk. El fuego, al princi­pio, formaba cilindros de diferentes alturas, color anaranjado maíz. De pronto, con una convulsión, apare­cieron los rojos, brillantes y en vi­vas densidades. Ese cromatismo variaba desde la tonalidad del ama­necer hasta la del ocaso, con pena­chos triunfantes pese a su derrota. Reverberaban como la nieve, pare­cían sufrir viraje a través de grandes vidrios planos e invisibles. Cayeron muchas hojas de otoño. Las es­tatuas de los monumentos tenían sombras rojizas en las mitades de sus rostros. La música y el fuego del pirófono propagaron sanguí­neos hirientes. Los caballos de pie­dra, subordinándose al punk, adoptaron tostaduras escarlatas sobre violáceos. Lagos de fuego eterno —como en las cumbres de las altas montañas— sobre losas de mármol transparente. Una espada de granito, a causa de un arpegio tocado por Paralelepipedinsky, se cubrió de óxido. Fue sólo un ins­tante, pues luego el color cayó en escamas hasta el pavimento, sur­giendo debajo el rojo de Prusia, con marcha militar. Hojas de gas subie­ron hasta los árboles, en inversa de otoño. Más incendios, en anaranja­dos fumes con refulgencia. Marrón vino por lo suyo: todos los senderos de acceso al recital cubriéronse con fuego base y azul indefinible. Cad­mio de Van Gogh en los pechos de las mujeres, y pezones en verdoso punk. Castellanos cálidos desde los cascos de acero, luchando con frías tonalidades. Pesimismo en contradicción con alegría de bata­lla.

Paralelepipedinsky comenzó a cantar Estreptococos, su rock (le­tra de Camilo Aldao Iseka), con voz horrible y hermosa:

“Creí que pisaba una naranja/y era una nube de langostas. /Creí que pisaba un verde prado/y era un charco de sucia kriptonita. /C... fuego. Superhombre de Nietzsche. /Así como es arriba es abajo/el es­pejo de arena. /Ya me mandé a mu­dar y no lo sabes. /Hice la otra vali­ja. /Loca good bye”.

Aquí el cantautor observó a una linda baska punk, con las pequeñas tetiláceas al aire, sentada en la pri­mera fila de pasto. Le sacó la len­gua groseramente a fin de conquis­tarla por medio del feísmo. Se ha­bría salido con la suya pues ella dio señales de estar muy bien impresio­nada, en pleno cope ante el suges­tivo hechizo: pero su compañero, que estaba al lado y comprendió la maniobra, con una sonrisa y sin enojarse en lo mínimo, tomó una lata vacía de Monitor cola y le pegó un latazo en la cabeza; como diciendo: “Te quiero pero no jodas”. Todo muy punk.

Sin dar señales de dolor o fra­caso, Paralelepipedinsky continuó cantando:

Doctor Jekyll and Miss Hyde, /la doble personalidad, /la eterna y p. . . división. /La Tierra es cúbi­ca, /saguen!(*) /Así como arriba se pudre abajo /yeah! /yeah saguen! /- No me vengas con tus estreptoco­cos analíticos. /Yo, ella y el analista /no more. /No me gusta el trian­gulo de las Bermudas francés. /Sa­guen saguen, viva saguen, /viva sa­guen y Odin-Rah. /Saguen saguen, viva saguen, /y las marchas milita­res. /Saguen saguen. viva saguen, /-viva saguen y Odin-Rah. /El rock y las marchas militares /son la única verdad. /Saguen saguen, viva sa­guen. /viva saguen y Odín-Rah”.

Tuvo un éxito infernal. Las tum­bas se hundían. Hasta el architraidor Tofi (del cual hablaremos al­gún día) tenía ganas de salir de su fosa y sumarse a la batahola. Para nuestro amigo esa fue una noche extraordinaria, pues si bien fracasó con la punk levantó a su hermana, quien quedó seducida sola y de re­bote, pese a que el gesto era para la otra (o tal vez por ello). El compo­sitor sintió que estaba rehabilitán­dose y en más de un sentido.

Entre muchas y diversas cosas -diremos para resumir— tocó una extraña adaptación al rock del Fu­neral de Sigfrido y la obertura de su ópera Gran caída de los Nibelungos seis.

Luego se dispersaron, cada uno con lo suyo. Que fue mucho.


(*) Expresión sin sentido consciente. Sin em­bargo, suena como la pronunciación exacta de la palabra sagen (“decir”, en alemán), de lo cual se infiere que no por arbitraria es menos significante, como todo vocablo que propaga el inconsciente colectivo. Una traducción sería entonces: “decir”, “largar afuera lo que se tiene adentro”.


Fuente: Banana, n.° 2, diciembre de 1982.

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