“los que manejaron a través del país durante
setenta y dos horas para averiguar si yo había
tenido una visión, a o si usted tuvo una visión, o si él
tuvo una visión de la eternidad.”
Allen Ginsberg
Cada vez que una nueva novela pone en estado de peligro las tradiciones culturalmente consagradas del género, cada vez que rompe esquemas formales y se desentiende de la propia retórica vuelve a ventilarse el famoso agudizamiento de sus crisis, reaparecen cargos a su inoperancia ideológica, a su falta de garantías, a su flagrante "incomunicación". Y la mayoría de las personas que discuten sobre el tema, que se lamentan sinceramente y llegan hasta el límite de planear nuevas preceptivas, por lo general no tienen nada que ver con el arte como actividad específica; se trata más bien de hombres preocupados por la cultura, que están allí porque, en última instancia, se trataba de palabras, y las palabras, dígase lo que se diga, ya estaban pensadas.
Entonces, para quienes la escritura significa un modo de escapar a la cárcel del sentido, lo que reaparece es la vieja tentación de dejarles todo y pasar a otra cosa. Y una de las formas simplísimas de pasar a otra cosa sería abandonar para siempre el término novela, reemplazarlo por otro de la misma ambigüedad, romper el hechizo que permanece en las reglas del juego. Sin embargo, sería, también, traicionar no sólo un viejo amor porque se le conocen las desgracias, sino renunciar a esa especie de condición esencial del arte: profundizar en el propio instrumento, aceptarlo como estado de vida y, porque la vida es su materia, encontrarse cada vez ante la alternativa de destruirlo para que no la defina, para que no la traicione comprendiéndola. Únicamente así es como debe resultar posible acceder —si se tiene un poquito de suerte—, a la potencia oculta de aquellas palabras, a su capacidad todavía infinita de asociación, de degradación y maravilla.
En realidad, y según las ilusiones de una historia que circula con bastante insistencia, al último novelista tradicional (es decir, ese hombre empeñado en dramatizar —novelar— una visión del mundo poniendo en orden las palabras) ha de ocurrirle lo siguiente: mientras corrija una prueba de imprenta de su novela-río, de su novela-total, descubrirá de improviso y con síntomas de estupor que a un párrafo le faltan cinco líneas y que por lo tanto dos palabras distantes, separadas por la ausencia de su pensamiento iluminan, al encontrarse, algo en lo que nunca había pensado hasta ese momento. En secreto y a sus años, descubrirá que se puede hacer lo mismo con otro párrafo, que se podría hacer lo mismo, por extensión, con su memoria, con el ritmo de su vida, con todo lo que se obstinó en comprender y novelar y que, finalmente, había cedido ante tanta insistencia. Ya viejo, sospechará que haber descubierto el humor, el rapto de azar en que el lenguaje escrito se hace, a su vez, lenguaje, habría implicado vivir de otra forma. Y esta última visión de la diversidad, este posible desgarramiento entre arte y cultura, ha de ser lo que le provoque el infarto.
La mentada crisis de la novela contemporánea es, a lo sumo, un estado natural del arte y, por lo tanto, esto tendría que llenarlos de tranquilidad; pero no cabe duda de que en ella se trata, todavía, de una dilucidación, de una toma de partido: si acepta ser verdaderamente arte, si el lenguaje es, por lo tanto, un instrumento de conocimiento que se hace experiencia de vida; o, en su defecto, si se manejan las palabras como elementos de verificación y entonces toda aventura termina donde empiezan las pautas de cultura, toda página escrita corrobora e ilustra estas pautas.
Lo obvio, lo sobreentendido
Sin embargo, cuando se enfrentan nociones necesariamente antagónicas como arte y cultura, cuando se propone el desgarramiento como condición, vuelve a producirse la inútil recaída en el equívoco, en la mala conciencia: correr los riesgos de sobreentender lo culturalmente entendido hasta allí, de tomarlo y asumirlo como punto de partida —veleidoso e intransferible—, para reiniciar la aventura por un conocimiento más jubiloso, menos claudicante, no quiere decir (no puede) refugio en la indiferencia, en la patología, en el divulgado mito de la intuición soberana. Y fue justamente por limitación de esta perspectiva, por falta de una noción clara de las posibilidades abiertas del lenguaje, que el novelista tradicional, el fatigado testigo de las apariencias, el "buceador de todas las almas" excepto la suya, fue atrofiando el instrumento hasta el límite de que, en los días que corren y a casi cincuenta años de garantizado el automatismo y lo maravilloso cotidiano, todavía cuesta distinguir en él al artista del divulgador de la cultura, al deslumbrado del menesteroso del aburrimiento.
Pero la mayoría de estos novelistas tienen ahora más de cincuenta años de edad, e incluso conocemos detalles de su muerte, e incluso ya podemos hojear ligeramente sus libros o esperar a que alguien nos los cuente en una carta. Lo que sí nos concierne, a pesar de todo, es esa anti-, libre-, contra-, abierta-novela contemporánea que, además de seguir en crisis con su pasado, sigue siendo novela y se merece, como tal, un mínimo acto de justicia.
La gran invasión
La inherente precariedad del arte, su descrédito ante la hegemonía beatífica del racionialismo y el uso de la palabra —que es de todos— provocó la irrupción sin precedentes, los estragos. Ahora sabemos a qué se debía esa arrogante ausencia de estupor en la mayoría de las novelas de este siglo, esa recaída final en la alegoría, en el testimonio, en la parábola, en el chisme. Lo cierto es que a partir de un determinado momento, gracias a la generosidad de los cursos y los manuales especializados, con algún esfuerzo y cierta desenvoltura, cualquiera intentó (y por supuesto pudo) escribir un libro en prosa, manejarse con palabras. Para ello, hubo que tener en cuenta unas pocas cosas definitivas: la importancia fundamental de lo que quería decirse durante todo el tiempo; que, en medio de todo, estaban los personajes de ficción, lo que hablaban los personajes de ficción entre sí; que era imprescindible tener en claro un criterio de realidad y recaer cada tanto en la "poesía" de un día lluvioso, de algún par de atardeceres, de algunos rostros, después; en caso de proponérselo, quedaban las inteligencias de la metáfora, los avatares del tiempo narrativo que podían consultarse en Ulysses.
Cualquier profesor —o alumno adherente a la ética refleja y resultante, con una verdad propia a compartir—; cualquier poeta abandonado por las dificultades del poema; una mujer nueva que leyó su Dostoievski, su Hemingway; un filósofo joven y harto de no poder divulgarse; un tipo con recuerdos de provincia, de militancia, de exilio, de injusticias donde "quedaba lejos el corazón"; la mayoría de los que leyeron algo y, por lo tanto, confirmaron lo que presentían tuvieron oportunidad de hacerse unas horas en su vida de siempre, adherir a una sintaxis y, como suele decirse, narrar.
Por eso, asumir la novela actual como alternativa de apertura, de juego infinito, es un poco retomar lo que Dadá y el Surrealismo, antes de transformarse en academia, vislumbraron respecto del poema. Claro que ellos proponían, de paso, una nueva ética, rompían por primera vez con la melancolía romántica de verse obligados a desgarrarse de la cultura y, por lo tanto, recordar siempre el dolor; en última instancia descubrieron la risa de Jarry, de Apollinaire, frente a la "inutilidad, teatral y sin alegría, de todo".
Y descubrir que todo aquello se llevaba en el cuerpo —si se llevaba—, que sólo cuando se produjo el propio desgarramiento pudo escribirse, por fin, la primera página. Un ritmo, una voz que empieza a esperarlo todo del desorden de las palabras, mientras la mano dejaba de temblamos y éramos el mundo y hasta el viejo Freud se nos hacía dulce y tratable. Y fue también perdonar todo lo leído como fracaso o, para decirlo de una manera menos arrogante, como historia, como sobreentendido. Y será —si salva las escasas notas de mesianismo, de soledad— reconocer que el instrumento, la alegría de pertenecerle, se relaciona con el acatamiento del caos, transforma el acto de escribir en una disponibilidad que recomienza cada vez, carece de garantías y tampoco puede vivir por aproximaciones.
La solemnidad reinante
Muchas veces pienso en los estragos de la solemnidad (ese creer que el deslumbramiento no tuvo lugar en otra parte), sobre todo cuando pierdo de vista el sobreentendido y la miseria de la propia vida jadea detrás de la obra, le pide asombro donde no hay nada más que guitarra autocompasiva, le pide capacidad lúdica donde no queda otra cosa que reiteración y terror por lo desconocido, por lo imprevisto. Una sola vez —la primera y por exceso de silencio hasta allí— la página puede adelantarse a la propia vida; si lo consigue en lo sucesivo, el lenguaje no hará otra cosa que reemplazar la falta de alegría para vivir, tendrá toda la solemnidad del embarazo. Si no se vive en la maravilla (no hay una palabra más flaca), si todavía puede tratarse de un equívoco y llegará sin ninguna duda el triunfo final de la razón como terminó la adolescencia, es imposible recuperarse de esa solemnidad de vidente escandalizado por el espectáculo, de oficiante algo metafísico desgarrado del mundo en vez de desgarrado de su cultura y de su pavoroso aburrimiento simplificador.
Es una verdad incorregible: se cierran los ojos y el ritmo de una línea trae un párrafo y el ritmo de un párrafo trae un nuevo deslumbramiento. Pero también es cierto que nos rodea la desolación, que la vida repta, que ella lloraba en la pieza de adelante y nos separaba un abismo. El amor humano es sin duda otra cosa: por eso el que lee un libro debe también romper (a su manera) con esa solemnidad ubicua del semidios que lee y, por lo tanto, exige encontrar un mensaje, una señal de entendimiento, esa estratagema infame de la cultura que espera del arte el convencimiento, la corroboración de que estamos en lo mismo por estos pocos años, de que queremos lo mismo y no hace falta renunciar a la serenidad.
En este sentido la novela, deteriorada por su mala conciencia, debe salir de la trampa, o le pasará lo mismo que a ese señor un rato después de fumar la droga: tuvo su visión del ángel, siguió mirándolo y el ángel tenía, evidentemente, su cara; entonces empezó a llorar despacio, y después, dando gritos, en los que pedía perdón por haber tenido un privilegio semejante. Por lo tanto, el único ejemplo a favor —y la sociología dirá después por qué negros, por qué fatigados como uno— se encuentra en la actitud de esos antipersonajes que soplan —o digitan— cada noche un instrumento de su propiedad; negros generalmente semiadictos a la droga y siempre al estupor de su música, semicómplices que rompen cada noche con lo ejecutado la noche anterior, para los que todo está por suceder la noche siguiente y no interesa mucho si alguien se sienta, o no, a escuchar.
Concentrándose en este ejemplo, la novela —finalmente arte—, una vez que los invasores se dediquen a las ciencias ocultas y a las religiones monoteístas, podrá desmantelarse como género, abrir las formas hasta que no quede nada de ellas. O sea, lo mismo que acaban de cumplir ciertos músicos de jazz: primero tomaban un tema conocido y a su conjuro improvisaban, es decir, corrían la aventura para, después, retomar el tema; poco tiempo más tarde mantuvieron el tema pero ya sólo como punto de partida, riéndose de él y de la posibilidad de decidir no retomarlo. Ahora, en los días que corren, hacen algo que se llama Free Jazz y desespera a los críticos de avanzada que, por supuesto, nunca podrán experimentar algo semejante: es decir, que parten del único hecho de que están allí, tocando, con todos los temas y ninguno al mismo tiempo. El resultado, desde ya, es riesgoso e imprevisible porque el único límite que resta es el de la propia disponibilidad. Además no se puede, según parece, hacer Free y vivir como un concertista de Mozart.
Porque el resto, la cultura, los escritores con tema y con estilo —de escritura, de vida—, se parece demasiado a ese señor vestido de negro que se trepa al escenario, por ejemplo, del Teatro Colón. Antes de sentarse al piano, practica una reverencia ante la platea, que reconoce en él los beneficios de la cultura, y lo aplaude. Casi sin lugar a dudas podría asegurarse que no va a suceder nada nuevo —sucederá, a lo sumo, Mozart—, que nadie va a salir de allí con los contradictorios sentimientos que llevaron a nuestro último novelista al infarto. Y a partir de las primeras notas todos, incluido el ejecutante, también entrecierran los ojos, pero en este caso porque los convoca el recuerdo. Es el mismo recuerdo que los reconcilia con la propia serenidad cuando leen una novela, o se les muere un pariente, o han decidido que el día menos pensado van a hacer, encerrados en una casa, el amor.
Fuente: Revista Las ranas, nº3, noviembre de 2006, Buenos Aires, pp. 109-112.
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