Diego Bentivegna, autor del brillante Castellani crítico: ensayo sobre la guerra discursiva y la palabra transfigurada, ha tenido la amabilidad de contestar, de forma extensa y sugestiva, tres preguntas sobre la figura del cura, prolífico y polémico autor, y sobre el cuestionamiento del canon de la literatura argentina que resulta de la publicación de su libro.
1. En Castellani crítico, queda claro el porqué de la elección de su obra, de su vida pero ¿cómo llegaste a conocerlo y a interesarte por sus textos?
D. B.: Llegué a Castellani como uno llega casi siempre a los temas que lo terminan interpelando: por varios caminos, algunos inesperados. En principio, me crucé con Castellani en los escritos de Daniel Link sobre Walsh; es claro que el jesuita ocupa un lugar fundamental en la formación intelectual, e incluso en la idea de escritor, de Walsh y de la generación a la que Walsh pertenece. Por otro lado, el nombre de Castellani fue surgiendo en zonas que iban mucho más allá de su carácter de autor de textos policiales, es decir, de su lugar en el canon como uno de los grandes autores del género. Fue apareciendo en otras series, a partir de algunos interrogantes de carácter teológico-político que hoy resultan insoslayables y que Castellani, de una manera u otra, desde una posición explícitamente política que no es ajena al clima antimoderno que atravesaba a una porción del pensamiento occidental, había planteado en la Argentina desde los años 40. Me refiero a las lecturas en clave histórica y política de cuestiones como el Apocalipsis, que Castellani traduce en los años 50, cuando está pensando no sólo a Carl Schmitt, que era ya una lectura habitual en ciertos autores nacionalistas, o a Erik Peterson -teóricos que hoy son la sustancia de una reflexión teológico-política seria- sino también a Simone Weil, a quien aprecia muy tempranamente. Hay, pues, una zona del saber que Castellani elabora de manera lateral a las articulaciones que van armando lo que hoy entendemos como literatura argentina del siglo XX, pero en relación directa con las grandes debates de su época, una discusión que, de una manera a otra, llega hasta el presente. Y veo una alternativa muy clara a la oposición cosmopolitismo/nacionalismo.
Con todo, el mejor estímulo fue seguramente el vacío en torno a Castellani, más allá del Castellani policial: el borramiento de un critico y de un novelista considerable de las historias literarias y de los programas universitarios, como si en esos textos hubiera un elemento efectivamente resistente al tipo de preguntas que la crítica académica plantea y con las que se viene armando desde los 80 el canon de lecturas legítimas. El vacío es un acicate invalorable, porque es producto de una denegación que funciona también como indicio de un modo en que se ejerce la crítica académica y, por supuesto, la crítica periodística en los medios hegemónicos.
Quiero destacar que no me interesa hacer una apología de Castellani, ni tampoco levantar una condena indignada desde la koiné de la corrección política. No me interesa ese tipo de crítica que sólo muy raramente se corre de lo dado y que termina revalidando ese dado como válido, lo actualiza desde el punto de vista de lo que es apto para ser leído. Se puede pensar que ese estado de la crítica es "pregramsciano", una crítica depotenciada de su capacidad de intervención sobre lo que hereda y demasiado integrada desde el punto de vista de las instituciones y los mandatos. Sobre todo, una crítica que lee el canon, pero muy raramente los procesos de canonización, al contrario de lo que hace Gramsci con Croce o con Gentile. Una crítica para la que las disputas por el sentido y el debate en torno a la literatura -muchas veces postulados como declaración de buenas intenciones- se esfuma. Es esa carencia de una perspectiva conflictiva lo que hace que esa crítica sea tan reiterativa y previsible.
El problema es sobre todo que los juicios encomiásticos plasman un modo de leer demasiado confirmatorio y, consecuentemente, no crítico. Un discurso que la retórica enmarcaría en el ámbito del género epidíctico, del orden de lo que se celebra -algo que está en relación, según Aristóteles, con el discurso fúnebre, y que es en consecuencia lógico que reaparezca ahora en los recordatorios borgeanos-, un género donde están los gérmenes, sí, de la crítica, pero que aun no llega a serlo. Bueno, Castellani -como varios otros escritores argentinos, por supuesto- es otra cosa, habla desde otro lugar, no es de derecha ni de izquierda, huye de esa dicotomía decimonónica. No admite ser acomodado con facilidad en los armados tradicionales de la crítica, no apela a un panteón difuso y prestigiado por la elite, no es simpático para la industria cultural. Castellani incomoda y exige, y esto lo subrayo, pensar la literatura en términos de conflicto, de choque por el sentido, de campo de fuerzas donde nada está clausurado del todo y donde todo cierre es provisorio.
Por último, algo anecdótico, familiar. A principios de los años 50, Castellani, suspendido ya de la Compañía de Jesús, pasaba varias temporadas en la casa de su hermano, dentista, en la calle Libertad, a pocos metros de donde mi abuelo tenía su pescadería, en pleno centro inmigratorio -italo-árabe-judío- de Buenos Aires. Una de mis tías, además, era secretaria de ese hermano médico de Leonardo. Era común ver a Castellani deambulando por esas calles del centro, como una aparición (como dice Conti en su recuerdo publicado en la revista Crisis), como enfrascado o poseído, en una situación de profunda precariedad, puesto literalmente al bando.
Todo eso, de lo canónico al relato familiar es, creo, una mezcla estimulante.
2. Con la recuperación crítico-teórica que realizaste de Castellani, puede encenderse la oportunidad de reeditar sus libros que, hoy, resultan inconseguibles más allá de las librerías de antigüedades. ¿Hay proyecto de reedición de alguno de sus libros?
D. B.: Sí, estoy trabajando en la reedición de algunas cosas de Castellani para la colección Los Raros, de la Biblioteca Nacional, una colección que es, creo, uno de los grandes proyectos culturales de los últimos años. Una apertura, hecha desde un organismo estatal, del campo de lecturas posibles, más allá de lo consabido.
3. Finalmente, en consonancia con esta exhumación de un cuerpo y una obra condenadas en la literatura argentina, ¿te interesan otros autores argentinos que han dejado de leerse por operaciones críticas, falta de ediciones, etc.?
D. B.: Por supuesto, me interesan muchos autores argentinos, que en general han sido tratados con desdén, sumariamente condenados o directamente ignorados por la crítica convencional.
Por un lado, me interesan algunos personajes ligados a Castellani, con los que él está pensando permanente su producción, como Ernesto Palacio, que es uno de los críticos más lúcidos en los años 20 y en los año 30, además de traductor de Virgina Woolf, de Dante y de Céline, como Ramón Doll o como Hernán Benítez, que elabora desde los 30 una concepción material del arte y de la literatura con fundamento escolástico y que desde fines de los 40 va a dirigir la revista de la UBA. Me interesa la lectura que hace Benítez en esos años de la filosofía existencial a partir de Unamuno y la construcción de una concepción teológica de lo político a partir de la noción de solidaridad.
Me interesa mucho, además, un grupo de autores que piensan el problema de la tradición en esos mismos años 30 y 40, gente como Canal Fiejóo, Juan Alfonso Carrizo o Bruno Jacovella. Ver ahí cómo se arma un dispositivo nacionalista, donde lo folklórico es un componente fundamental y problemático.
Otro autor que rescato es Arturo Marasso; sus textos sobre Cervantes, Góngora o sobre Rubén Darío son un ejercicio de crítica a la vez académica y ensayística insoslayables, que se pueden leer en serie con los grandes momentos de la estilística, de la filología e incluso con la crítica iconográfica del siglo veinte. Es de una línea política y cultural totalmente diferente de la de Castellani, está en otra esfera, tiene serios problemas a partir del 43, con el ingreso de los nacionalistas al sistema educativo, pero también, por motivos que habría que elaborar, queda afuera de lo pensable desde la crítica hegemónica a la que me referí más arriba. Son textos que implican realmente un desafío para el lector, que ponen en juego paradigmas de lectura complejos como lo hacen en ese tiempo Spitzer o Warburg, autores que no generan ese efecto de estar participando de un mundo cultural aceptable de manera veloz y digerida, como en el caso de Borges o Cortázar. Me apasiona, además, la pregunta geográfica por la literatura, que me parece que en la Argentina está poco trabajada. Marasso, como Carrizo o Canal Feijóo o Jacovella, se arma a sí mismo desde lugares excéntricos de la Argentina, desde Chilecito y Catamarca. Primero “en provincias” y más tarde en Buenos Aires, Marasso se forma en los rigores de la crítica filológica y estilística y desde muy joven se dedica a la enseñanza en la Universidad de La Plata y en el Mariano Acosta, la Escuela Normal de Profesores. Es imposible pensar a Marasso prescindiendo de ese lugar profesoral, en el que su escritura se arma. Todo eso –lo provincial, lo erudito, lo profesoral- se elabora en sus ensayos y en su poesía. Es refractario a las lecturas veloces, no es reparatorio ni consolatorio ni sarcástico, y eso lo hace, desde mi perspectiva, especialmente atractivo.
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