En 1971, Juan José Hernández publica una novelita genial: La ciudad de los sueños. La trama, construida a través de un coro de géneros textuales (en un punto se toca con Puig, y sin embargo, no trabajan desde la misma perspectiva), se desenvuelve entre Tucumán y Buenos Aires, en los primeros años del peronismo, y toma la historia de una joven que busca en las luces de la Capital una oportunidad de trabajo y fama, amparada por los cambios sociales y políticos.
Hacia el final, Hernández escribe un breve capítulo en el que los pensamientos de la abuela, oligarca y cristiana, se entremezclan con Evita hablando para los humildes de Tucumán. La ciudad de los sueños es un hermoso relato (y vuelvo a recomendar enfáticamente su lectura) y viene a sumarse a este espacio que aporta otras representaciones de la señora, de esa mujer.
Hacia el final, Hernández escribe un breve capítulo en el que los pensamientos de la abuela, oligarca y cristiana, se entremezclan con Evita hablando para los humildes de Tucumán. La ciudad de los sueños es un hermoso relato (y vuelvo a recomendar enfáticamente su lectura) y viene a sumarse a este espacio que aporta otras representaciones de la señora, de esa mujer.
La ciudad de los sueños (Juan José Hernández) (fragmento)
No puede dejar de oír la voz de la mujer; sale vibrante y exaltada de los altoparlantes colocados en los naranjos y faroles de la plaza; se eleva por encima de la multitud enardecida que repite su nombre; atraviesa los anchos muros de la casa de los Figueras y como una oleada de furor invade patios y corredores para llegar al cuarto en el que doña Brígida desgrana las cuentas de su rosario de azabaches: séptimo y último misterio gozoso. Descamisados, la oligarquía no está muerta, acecha y espera a pegar su zarpazo traicionero.
Imposible no oír la voz de la serpiente, la señal de la que hablaba el padrecito en su último sermón. ¿A qué había venido esa mujer con el mismo nombre de esa otra, maldita, por quien la humanidad fue privada del Paraíso? Anunciaba el odio, la destrucción. Aunque apareciese retratada bajo palio como el Santísimo, ella no se engañaba: la mujer que vociferaba en la plaza era la aliada del maligno, la hembra de los ejércitos que llegaba de la gran ciudad con su lenguaje de violencia y abominaciones.
Pobres habrá siempre, había dicho Jesús. Pero la pobreza evangélica tenía dignidad: evocaba tierras áridas, pedregales. En la provincia, en cambio, era un fruto nauseabundo que la naturaleza prodigaba a manos llenas. Jardín de la República, decían con orgullo. Jardín lleno de moscas para un pueblo de idólatras sensuales y holgazanes.
A fuerza de ayunos y mortificaciones, ella había puesto freno a las acechanzas del mal; había logrado espiritualizar su cuerpo, volverlo seco y liviano, casi traslúcido. Florencia, como buena mestiza, se ensanchaba día a día; criaba rollos de grasa, papada. Cierto que la infeliz estaba medio loca; hablaba sola y le gustaba sentarse por las noches en el patio a oscuras a comer caramelos que escondía en el escote del vestido. Y allí se quedaba, hecha una ente, la mirada perdida, masticando sus caramelos. Con todo era preferible eso a que se encerrara a lustrar los zapatos del Inglés, un par de charol, el único que quedaba en la casa después que el confesor le sugirió regalarlos al asilo de ancianos. Ella lo había hecho un día, en ausencia de su nuera; los zapatos y toda la ropa del difunto. Suerte haber olvidado ese par porque Florencia lloró amargamente frente al armario vacío como si el Inglés hubiera muerto por segunda vez. Al menos así, la pobre se consuela.
Florencia en la luna, y ella, a los ochenta cumplidos, tenía que ocuparse de todo; cobrar los magros alquileres con los que apenas conseguía pagar los impuestos; ir al banco, al cementerio. Aniceta ya tenía bastante con el gallinero y la canasta disimulada bajo la pañoleta, con huevos frescos que vendía en el vecindario, sin que ella lo supiese. Mejor dicho, prefería ignorarlo para no verse obligada a terminar con el negocio. Jamás iba a consentir que las malas lenguas la asociaran a esa especie de mendicidad. Ya era bastante con los rumores que corrían sobre la conducta de su nieta en la Capital. No le extrañaba: siempre había pensado que quien hereda no hurta y que Matilde acabaría en el mal camino. Vivir sola en un hotel, entre desconocidos; trabajar. A eso le llamaban ahora ser una persona moderna, independiente. En mis tiempos una señorita de un hogar decente no trabajaba; tampoco iba a ningún colegio: la educaban en su propia casa.
Los tiempos habían cambiado. Ahora su nieta osaba enviarle dinero. Devolvería inmediatamente el giro: ella no precisaba ayuda de nadie. En todo caso, quizá esos pesos le sirvieran a Aniceta que desde un mes atrás quería cambiar un vidrio roto de sus lentes. ¿Para qué querés los dos? Con uno te basta y sobra para ver el espectáculo del castigo de Dios que se avecina. La incrédula se había encogido de hombros.
Aniceta también había cambiado; no llevaba delantal y hasta tenía la audacia de sentarse con ella y Florencia a tomar un plato de sopa en el comedor. Una insolente, pero ¿acaso al cabo de treinta años de servicio no era como de la familia? Figuraría en su aviso fúnebre como su fiel servidora. Lo bien que haría esa cabeza hueca en ahorrar unos pesos para el lotecito en el cementerio del Oeste. ¿Creerá que es eterna? En el aviso podrá figurar, pero en la bóveda nuestra, nunca, nunca.
La bóveda, otro problema. Una mano criminal había arrojado una piedra contra el vitral del Ángel con su trompeta que anunciaba la resurrección de la carne. Faltaban además dos planchas de mármol del revestimiento de la entrada. En toda la provincia no había hallado un solo artesano de obras religiosas que reparase el destrozo. Tuvo pues que reemplazar la mano del Ángel por un pedazo de vidrio amarillo. En cuanto al mármol, costaba mucho dinero. Resolvió empeñar un abanico de nácar y seda. ¿Veinte pesos? Una miseria. Antiguo, sí, señor: de la época de la Colonia. Recogió el dinero con un gesto de fastidio y se fue del Banco sin saludar al empleado que la había atendido en una ventanilla detrás de la cual podía verse el retrato de la mujer que en ese instante hablaba en la plaza. No iba a discutir con un empleadito de Banco, un don nadie. Y encima pretender que hiciese cola. ¡Habráse visto el tinterillo!
Cuando mis fuerzas desfallecen yo pienso en los humildes de mi tierra...
¿Hasta cuándo seguirá vociferando? Era la abeja reina que visitaba los altares profanos de la zafra levantados por los impíos habitantes de la provincia. ¡Hiel y no miel beberán los hijos de la abundancia y la pereza, los idólatras que rezan a un delincuente muerto a balazos por la autoridad y encienden velas a un chico que hallaron sin vida en un cañaveral!
La provincia estaba irremediablemente condenada. El padrecito, en su último sermón, había hablado de los signos que anunciaban el fin de los tiempos. Ella seguía sin entender aquello de la bandera del Anticristo, flameando sobre el Kremlin y otras sutilezas propias de un orador tan famoso como fray Custodio, pero no dudaba que el mismísimo demonio hablaba por boca de esa mujer que repartía dinero y regalos sin distingos, igual que en un corral. Una parodia de la verdadera caridad, un sacrilegio. La pobreza sin virtud no merecía ayuda. En vez de combatir el error y el pecado, pan dulce y sidra. ¡Que bajeza!
Ustedes que han sufrido una oligarquía sin alma, ustedes que han sufrido la presión de corazones marchitos.
Basta, basta de ese lenguaje abominable. Afuera, en la plaza, hombres y mujeres aclamaban a la astuta serpiente que los incitaba al odio, a la rebelión. Justicia y riqueza para todos. Ilusos. Olvidaban el origen del mal. Seréis como dioses, fue la engañadora promesa. Después el pudridero.
El padre Custodio, en el sermón del domingo, había contado la historia de dos ciudades pecadoras que fueron asoladas por Dios con una lluvia de azufre y fuego. Aquí será distinto, pero igualmente terrible.
Colgó el rosario del espaldar de la cama; se persignó. Confiaba en que pronto ocurriría la catástrofe que le fue revelada años antes en un sueño que tuvo después del entierro de Plácido, "ese ángel inocente a quien mató el demonio bajo el aspecto de una alimaña ponzoñosa".
Doña Brígida recordaba aún con nitidez: vio desmoronarse los cerros y a la ciudad hundirse poco a poco en la hirviente boca de un hormiguero.
Fuente: Hernández, Juan José (1983 [1971]): La ciudad de los sueños, Buenos Aires, CEAL, pp. 105-108.
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