Leído originalmente en el Foro de Literatura Cordobesa y publicado póstumamente en La Voz del Interior el 5 de septiembre de 2002, en el homenaje que el diario le dedicó a Jorge Barón Biza al año de su muerte.
Yo había preparado un speech sobre la función crítica del escándalo y había consultado un poco de bibliografía sobre la función del cuerpo en el escándalo en los cínicos griegos; y la función de la palabra en los santos; y la función de la denuncia; y otras cosas... Pero no voy a hablar de nada de eso porque me han ocurrido acontecimientos en La Cumbre con los cuales he quedado comprometido y de los cuales tengo que dar testimonio. Estaba paseando ayer, y aunque ya he pasado hace tiempo la mitad del camino de mi vida, se me apareció la sombra de Sainte-Beuve —el crítico contra el cual escribió Marcel Proust, un crítico que quería competir con Balzac y Flaubert—, y me tomó de la mano, y aunque no me metió en una selva oscura, me metió en un potrerito con bastantes espinas, y me encontré en el primer círculo del infierno con un grupo de señores que tenían a su lado una pila de suplementos literarios. Lloraban, gemían, pataleaban.
—¿Qué les pasa a ustedes? —pregunté.
—Estamos condenados, Jorgito. Nos han condenado a leer suplementos culturales.
—No es tan grave —dije—, yo los escribo. Y a veces también los leo.
—Sí —me dicen—, pero el problema en este infierno es que leemos los suplementos pero no nos dejan leer los libros.
—¡Qué horror! —dije, y me escapé.
Mientras me escapaba, veía que algunos verdaderamente sufrían. Pero otros condenados estaban contentos con leer sólo los suplementos; y no sólo estaban contentos, sino que incluso se les reunía gente alrededor y les hablaban de literatura y los escuchaban muy atentamente. Caí al segundo círculo. Había un crítico dando una conferencia mientras los condenados lo escuchaban y proferían un ruido que no se sabía si era un gemido o un bostezo.
—¡Desgraciados! —les dije— ¿Qué les pasa?
—Estamos condenados, Jorgito.
—¿Y a qué están condenados?
—Estamos condenados a esperar que este hombre diga un concepto claro. Pero el organizador de este mundo atroz, el Dios de la Mala Crítica, nos ha prometido que cuando pesquemos un concepto claro en este hombre, vamos a quedar liberados.
Por eso gemían pero no lloraban ni gritaban. Yo me fui horrorizado porque comprendí enseguida, aunque ellos no lo supiesen, que la condena era eterna.
Caí al tercer círculo. Había unos señores con unos libritos y unas reseñas al lado. Todos apesadumbrados, terriblemente tristes.
—¿Y a ustedes, condenados, qué les pasa?
— Ah —me dicen—, somos los escritores.
— ¿Y a qué los han condenado?
—Nos han condenado a que encontremos alguna relación entre nuestros libros y las críticas que se publicaron. Cuando la encontremos, seremos liberados.
Otros condenados a la eternidad. Salí rajando, y entonces mi guía me llevó frente al Dios de la Mala Crítica. Y el Dios me habló. No sé por qué me eligió a mí.
—Hace cinco años —me dijo el Dios de la Mala Crítica—, en un diarucho de los Estados Unidos, se publicó el decálogo de la buena crítica. Por suerte, mis súbditos, los medios de prensa, no le han dado ninguna difusión a ese decálogo, de manera que no ha tenido ninguna trascendencia. Pero a mí, de todas maneras, me ha dado mucho que pensar, me he dado cuenta de que, a pesar de que somos vencedores, mi reino no está regido por normas claras todavía. Cada uno de mis súbditos, con mucho talento y mucha capacidad, se las arregla bastante bien para que impere la mala crítica. Pero me parece que ha llegado el momento de que reciban las Tablas de la Mala Crítica. Por supuesto —me dijo—, vos vas a ser mi profeta.
Y aquí estoy, con los mandamientos de la Mala Crítica y el mandato de transmitírselo al mundo, con la convicción de que mi mensaje no va a ser esta vez provinciano sino que va a ser nacional y universal. Y no solamente creo que la mala crítica se ha practicado y se practica sino que se practicará hasta la consumación de los tiempos. Así que empecemos con el decálogo.
1. De un libro sólo se habla para explicarle al autor cómo debiera haberlo escrito. Privilegiar siempre lo negativo.
2. La crítica es el espacio ideal para ajustar cuentas con ese otro crítico al que invitaron al congreso en Acapulco en vez de invitarme a mí. Los escritores son piezas de ajedrez en ese juego. Los escritores de mi rival son una porquería; los míos, unos genios. Cualquier encono o teoría literaria o política sirve para dividir la literatura argentina.
3. No informar nunca al lector. Aburrirlo siempre. No analizar nada.
4. Los cheques se leen, los libros se hojean. No caer en el error de creer que un libro puede portar ideas y expresar tendencias. No descubrirlas, no sintetizarlas, no comunicarlas.
5. Publicar reseñas incomprensiblemente memorables. Si alguien se acuerda del libro que quiero reseñar, es problema de él. Yo me acuerdo de Susana Giménez gritando "Shock"; la marca de jabón qué me importa. (Y lavarme, menos.)
6. Dejar siempre en el tintero estupideces como a qué género pertenece el libro, qué calidad tiene, a qué público se dirige, y si es o no aburrido.
7. No hacer crítica si se pueden hacer entrevistas, pastillitas con chimentos, contar cuál es el vicio del escritor o publicar alguna foto.
8. No olvidar que siempre el chiste triunfa sobre la verdad, que todo puede ser dicho con conventillera malignidad.
9. La imparcialidad es la mejor excusa para no decir nada. La neutralidad será el disfraz de tu nulidad.
10. Aceptar todas las invitaciones de las grandes editoriales porque este rebusque de crítico me sirve sólo hasta que publique mi libro. Entonces, van a ver esos escritores pelandrunes lo que es literatura en serio.
Barón Biza, Jorge (2010): Por dentro todo está permitido, Buenos Aires, Caja Negra, pp. 27-30.
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