sábado, noviembre 12, 2011

De vuelta al matadero (sobre El asesino de chanchos de Luciano Lamberti)


Existe un pequeño texto de Bataille, del fascinante diccionario crítico que ideó con Michel Leiris, que servía como definición de “matadero” y termina así:
No obstante, en el presente el matadero es maldito y puesto en cuarentena como un barco infectado de cólera. Pero las víctimas de esa maldición no son los matarifes o los animales, sino esa misma buena gente que ha llegado a no poder soportar más que su propia fealdad, una fealdad que responde en efecto a una enfermiza necesidad de limpieza, de pequeñez biliosa y de tedio: la maldición (que sólo aterroriza a quienes la profieren) los obliga a vegetar tan lejos como sea posible de los mataderos, a exilarse por corrección en un mundo amorfo donde ya no existe nada horrible y donde, sufriendo la indeleble obsesión de la ignominia, se ven reducidos a comer queso.
Ese texto muestra una apuesta por recuperar una zona de la experiencia humana que ha sido excluida: la zona de lo horrible, del gasto, de la pura pérdida. Esa zona (y su lógica, sus habitantes, sus lugares, sus elementos) señalan el punto vacío de un sistema que se quiere perfecto, de un mundo burgués que brega por la limpieza y el orden de lo amorfo, de lo equilibrado. Y la literatura, lo sabemos los lectores de Bataille, es una de las vías para recuperar ese plano de lo heterogéneo, de lo inasimilable, del gasto improductivo.
En “Febrero”, el Hombre que llevaba la nariz en el bolsillo escucha el canto lúdico de unas niñas y hace las compras necesarias, en una estación rutera, para un veraniego asado. Como un Meursault criollo, el Hombre que llevaba la nariz en el bolsillo soporta el sol y el calor mientras se toma un rifle y prepara el fuego. En el cuento no pasa nada, o mejor pasa nada, y sin embargo el ambiente es opresivo. El Hombre que llevaba la nariz en el bolsillo lleva una vida despojada, monótona pero en cuanto comienza el verano, se sube a la Renoleta y se va para las sierras, siempre a un lugar diferente. Hasta ahí, una normalidad lisa y llana, poco ostentosa. Sin embargo, en las provisiones para el tiempo de ocio que comienza, hay un elemento, entre el bolso y la conservadora: un bidón de kerosén. Un día caluroso, el Hombre que llevaba la nariz en el bolsillo se sube a la camioneta, viaja hasta una ruta en desuso y traza una línea recta de kerosén a través de los pastizales hasta terminar el bidón. Prende un fósforo y lo tira. Se sube a la camioneta y se va.
El asesino de chanchos de Luciano Lamberti (Tamarisco, 2010) es un libro de cuentos que explora esa zona de la experiencia que ansiaba recuperar Bataille: la zona del gasto improductivo, la de lo horrible, la de la violencia gratuita. Como sucede en “Febrero” con la piromanía del protagonista, en cada cuento de este libro hay un personaje, una acción, un gesto que desequilibra lo cotidiano, lo sistemático, la normalidad. Desde el asesino del primer cuento hasta la galería de freaks y mutilados de “El cazador, los galgos, la liebre” (uno de los mejores relatos de El asesino…), pasando por los hermanos de “Monocigótico”, una energía destructora, una violencia que desarma la repetición cansina, recorre los relatos para introducir en el tono realista de la escritura una pequeña fuga, un pequeño enrarecimiento. Esta violencia que irrumpe adquiere diversas modulaciones: está la violencia asesina de “El asesino de chanchos”; la violencia verbal de “El arquero”; la violencia del cuerpo extraño en “La tortuga”; la violencia del misticismo en “Una visita al Señor”; la violencia de los acontecimientos en “Agua viva”; etc. El gasto como aquello que el sistema productivo no puede asimilar para su proceso, porque no se puede conseguir nada “útil” con éste, mina las relaciones interpersonales y los lugares que recorren los personajes del libro de Lamberti, muchos de ellos desarrollándose en el tiempo de la fiesta y de lo improductivo: las vacaciones, la desocupación, la huida, el fin de semana largo, la reunión con los amigos, la visita al templo religioso.
A través de los cuentos de El asesino de chanchos, surgen dos o tres interrogantes: cómo seguir después de la violencia que desarma, cómo asumir el derroche del margen sin morir en el intento (sin abandonarse totalmente), qué hacer con los puntos ciegos y oscuros de la sociedad. Las respuestas de los relatos son diversas: algunos vuelven a la madre (como en “El arquero”); otros se van (como en “El asesino de los chanchos” y en “Monocigótico”); aquellos recomponen las relaciones con lo animal (“Una casa llena de insectos”, un cuento hermoso); éstos se refugian en la poesía (la señora de “El cazador, los galgos, la liebre”); etc. Hay modos de convivir con lo extraño, con lo monstruoso, con lo excepcional y El asesino de los chanchos nos lo muestra. Aquí no se trata de clases sociales, más bien son individuos que rompen con la norma, deliberadamente o no, por sus cuerpos, sus gestos, sus acciones o sus modos de vida. Y sin embargo, uno podría atisbar una suerte de comunidad de los que no tiene comunidad, una comunidad de ausentes que nunca se reúnen pero que generan el mismo efecto: el vacío, el gasto, el derroche de lo in-útil.
En definitiva, El asesino de chanchos de Luciano Lamberti es una serie de cuentos que, mediante un registro realista preciso, introduce en la vida cotidiana de los personajes un pequeño vacío, un pequeño derroche, que abre un agujero negro en la monotonía de la vida burguesa cotidiana. En sintonía con Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued, asistimos a la rehabilitación de un realismo literario argentino que si bien retrata la realidad socio-política (y escapa al autobiografismo), se detiene en ciertas zonas de la experiencia que componen otra cara de la normalidad, de la rutina, del sistema: una cara violenta y gratuita, la cara de un Hombre que llevaba la nariz en el bolsillo o la de un asesino de chanchos.

4 comentarios:

  1. la rehabilitación del realismo crítico

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  2. Sale hush tag...

    en sentido figurado, claro, porque twitter no tengo.

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  3. Que lindo encontrarse con esta lectura. Gracias!

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