miércoles, enero 18, 2012

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXV)

LUIS FUENTECILLA HERRERA

En 1702 el microscopista Anton von Leeuwenhock comunicó a la Royal Society de Londres su curioso descubrimiento. En el agua de lluvia estancada en los tejados había encontrado algunos animalitos, los cuales se desecaban según se iba evaporando el agua, pero después, introducidos de nuevo en el agua, retornaban a la vida: «Descubrí que, una vez agotado el líquido, el animalito se contraía en forma de minúsculo huevecillo y así permanecía inmóvil y sin vida hasta que no lo recubría de agua como antes. Media hora después las bestezuelas habían recuperado su aspecto primitivo y se las veía nadar bajo el cristal como si nada hubiese ocurrido.»
Este fenómeno de vida latente, obvio en las semillas y en las esporas, pero más visible en los rotíferos, nematodos y tardígrados, fascinó a los pensadores ochocentistas que vieron en él una confirmación de la extrema vaguedad, de la extremadamente deseable vaguedad, de la frontera entre la vida y la muerte. Lenard H. Chisholm sostuvo, en Are these Animals Alive? (¿Estos animales están vivos?, 1853), que en cierto modo todos nosotros hemos nacido de una espora y que incumbe a la ciencia encontrar el sistema para reducirnos de nuevo a la espora original, en cuyo estado se nos podría conservar cómodamente durante uno o dos milenios y finalmente devolver a la vida dentro de una bañera.
En 1862, Edmond About publicó su novela El hombre de la oreja rota, cuyo protagonista es un soldado de Napoleón desecado, embalado y finalmente hecho revivir, gracias a una inmersión acuática, cincuenta años después, exactamente como era en el momento de la desecación, a excepción de una oreja que se había roto durante el letargo. Esta novela precientífica tuvo mucho éxito en Europa y ocasionó, además de sensación, interesantes y prolongadas reflexiones. Pocos años después, en 1871, el profesor de ciencias naturales Abélard Cousin tuvo una momia egipcia, desenterrada poco antes en Menfis, atada y lastrada durante cerca de dos meses en el fondo del estanque central del claustro de Saint-Auban en Nantes, con la esperanza de descubrir en ella algún leve indicio de vida residual; en realidad, al cabo de dos meses de sumersión la momia apareció visiblemente llena de gusanos, de una especie desconocida hasta aquel día; lo que a falta de otra cosa demostraba, observó Cousin, que los egipcios sabían cómo conservar los propios gusanos.
Los experimentos se multiplicaban; entre 1875 y 1885, nadie puede decir cuántos perros, ovejas, conejos, ratas, cobayas, gallinas, etcétera, fueron sometidos a deshidratación, aún vivos, a fuego lento en hornos de diferente tipo; en Francia, en Bélgica, en Holanda, en el Cúneo. Las crónicas recuerdan el famoso cerdo seco de Innsbruck, que fue exhibido en todas las capitales, pieza única de una exposición itinerante de monstruos y fenómenos diversos de la naturaleza. Los ingleses, en cambio, después dé una vigorosa toma de posición de la Sociedad para la Protección de los Animales, decidieron que ese tipo de experimentos sólo se justificaba en el hombre, «que tiene medios para defenderse»; como aclaraba el anuncio publicado por la Sociedad en el Times y otros periódicos. También los franceses se unieron a la protesta inglesa. Pero los hombres eran demasiado costosos, salvo en los Balcanes y en la Transilvania; por otra parte, resultaba evidentemente utópico desecar a un muerto con la esperanza de que al cabo de algunos años retornara a la vida. Los individuos debían estar todavía vivos. Se supo que el Rey de Túnez ofrecía a buen precio unos condenados a muerte, pero con la condición de que una vez renacidos fueran inmediatamente ejecutados, lo que quitaba cualquier interés a la investigación. En 1887 Louis Pasteur tuvo que usar todo el peso de su autoridad, entonces indiscutida, para impedir que el doctor Sébrail llevara a término su proyecto, aprobado y estimulado por las autoridades sanitarias y académicas, de retirar los moribundos de los hospitales de París con fines puramente desecativo-experimentales.
Lo que no pudo hacer Sébrail en los secaderos ya preparados y dispuestos de la Manufactura de Tabacos de Auteuil, lo hizo unos años después el doctor Fuentecilla Herrera en Cartagena de Indias, pese al calor delicuescente, pese a la humedad penetrante, pese a la ausencia casi total tanto de instrumental adecuado como de enfermos desahuciados.
En efecto, por una costumbre bastante extendida en los comienzos de siglo en los países latinos y más marcadamente aún en los hoy llamados latinoamericanos, los familiares de los enfermos se negaban a entregar sus aspirantes a cadáveres hasta que no les veían exhalar el último suspiro; en las ciudades, incluso bien después. A ello se debe que Luis Fuentecilla Herrera, director del Hospital de La Caridad de Cartagena, se viera obligado a servirse, para sus experimentos, casi exclusivamente de septuagenarios sin familia internados en el Asilo de Ancianos local; materia prima escasamente más prometedora de lo que lo fueran las momias de Cousin.
En cuanto a los secaderos, dispuestos en las cámaras de desecación de tabaco en rama de la firma La Universal Tabaquera, propiedad de un hermano de Fuentecilla, eran como el propio país bastante rudimentarios, por estar el producto destinado exclusivamente a la exportación y como tal sometido, a su llegada a Europa, a un intenso tratamiento químico, según los métodos más modernos, entre otras cosas por culpa de la mediocre calidad que siempre ha caracterizado al tabaco colombiano.
Se calcula que en estas barracas oblongas, casi herméticamente cerradas y recorridas después por una corriente de aire previamente calentada en los hornos correspondientes, Luis Fuentecilla Herrera había hecho secar a una cincuentena de ancianos y ancianas, clínicamente vivos, entre 1901 y 1905, cuando su hermano fue arrestado por denuncia de sus propios obreros y el estudioso tuvo que escapar a Nueva Orleans, que ya entonces era una guarida de delincuentes y donde probablemente acabó por serlo también él, habiéndose casado mientras tanto, por lo que parece, con una negra que sólo hablaba una variedad local del francés.
Sus candidatos a la longevidad experimental eran de dos tipos, y según el tipo se comportaban en los secaderos: los más robustos y vitales, en aquel aire seco y caliente, se corrompían velozmente y reventaban casi en seguida, con gran malestar de los encargados de recoger las hojas y limpiar las cámaras; los otros, delgados en un principio y ya contraídos por una vida de privaciones, se hacían cada vez más sutiles y ligeros y al cabo de dos semanas eran sacados fácilmente con la larga pala tabaquera y envueltos apretadamente en papel aceitado para acabar en un tabuco del almacén de expedición, a su vez convenientemente mantenido al seco, en los alrededores del puerto.
Estos paquetes retornaban a la manufactura de tabacos cada tres meses para una segunda o tercera desecación de seguridad, que el clima, las ratas, los insectos y la importancia del experimento hacían necesaria; los demás ejemplares y sujetos de estudio malbaratados eran devueltos a las religiosas del Asilo, cuyo confesor era, afortunadamente, el mismo capellán del hospital dirigido por Fuentecilla, y allí, en el cementerio del Convento antiguo, encontraban, en unos saquitos, amorosa y merecida sepultura. En todo caso, muchos de estos ancianos cedidos por las monjas eran reales y auténticos indios, cuando no incluso venezolanos.
Ante la noticia de la detención del hermano, en su desesperado intento de demostrar el fundamento de las propias teorías, Fuentecilla hizo llevar al muelle los doce cuerpos mejor conservados y ordenó que fueran introducidos los doce en el agua, colgado cada uno de ellos de una cuerda. Esperaba que al menos uno o dos retornaran a la vida, para justificar su acción, si no en la patria al menos en el extranjero; acudieron, en cambio, los peces, todos los peces del puerto de Cartagena, y sólo dejaron las cuerdas.

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