martes, febrero 21, 2012

La flexión paranoica (IV)

18 de febrero de 1938. Cada vez que en un coche que se me confía veo clavada en el tablero la medalla de San Cristóbal, pienso en el colegio de Beauvais, y admiro una de esas constancias que corren a lo largo de mi existencia. Algunas son fortuitas y algo ridículas. Ésta es fundamental. El colegio San Cristóbal, Néstor, luego este oficio de mecánico que vuelve a colocarme bajo el patronato del gigante cargando a Cristo... Hay más aún. Este cutis oscuro y este pelo lacio y negro, los heredé de mi madre, pues ella parecía una gitana. Nunca tuve la curiosidad de averiguar el origen de su familia —mi vida ya está bastante llena de premoniciones— pero no me sorprendería que en él hubiese algo de carromatos y caballos.
Es como este nombre de Abel que creí accidental hasta el día en que cayeron ante mis ojos las líneas de la Biblia que relatan el primer asesinato de la historia humana. Abel era pastor, Caín labriego. Pastor, es decir nómada, labriego, es decir sedentario. La disputa de Abel y de Caín prosigue de generación en generación desde el origen de los tiempos hasta nuestros días, como la oposición atávica de los nómadas a los sedentarios o, más exactamente, como la encarnizada persecución de que son víctima los nómadas por parte de los sedentarios. Y ese odio no se ha extinguido; lejos de hacerlo, reaparece en la reglamentación infame e infamante a que están sometidos los gitanos a quienes se trata como a criminales, y que se exhibe a la entrada de las aldeas en carteles que indican "estacionamiento prohibido a los nómadas".
Es verdad que Caín está maldito y que su castigo, como su odio por Abel, se perpetúa igualmente de generación en generación. Ahora, le dijo el Eterno, serás maldito en la tierra que abrió sus entrañas para recibir de ti la sangre de tu hermano. Cuando la cultives ya no te dará sus frutos, andarás por ella errante y fugitivo. Así Caín fue condenado al peor de los castigos para él: convertirse en nómada como lo era Abel. Tiene palabras de rebeldía contra este veredicto que además no obedece. Se retira lejos de la faz del Eterno, y allí construye una ciudad, la primera ciudad, a la que llama Enoch.
Pues bien, yo sostengo que esa maldición de los agricultores, tan duros siempre con sus hermanos nómadas, sigue cumpliéndose en nuestros tiempos. Como la tierra ya no los nutre, los panzas-barrosas se ven obligados a hacer sus petates y a partir. Van errando por millares de una región a otra, y en el siglo pasado se sabía que, haciendo del estado sedentario una de las condiciones para ejercer el derecho de voto, se excluía del cuerpo electoral una considerable masa fluctuante y, en principio, insensata por estar desarraigada. Luego se establecen en las poblaciones donde forman el proletariado de las grandes ciudades industriales.
Y yo, oculto entre los arraigados, falso sedentario, falso hombre sensato, no me muevo, es cierto, pero cuido y reparo ese instrumento por excelencia de la migración, el automóvil. Y tengo paciencia porque sé que vendrá el día en que el cielo, harto de los crímenes de los sedentarios, hará llover fuego sobre sus cabezas. Entonces, como Caín, serán arrojados en desorden a los caminos, huyendo enloquecidos de sus ciudades malditas y de la tierra que se niega a alimentarlos. Y yo, Abel, el único sonriente y satisfecho, desplegaré las grandes alas que escondía bajo mi ropa sucia de mecánico y, pateando sus cráneos tenebrosos, emprenderé el vuelo hacia las estrellas. (47-49)
Tournier, Michel (1979[1970]): El rey de los Alisos, Buenos Aires, Sudamericana.

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