Hoy nadie lee ya las novelas de Yves de Lalande, lo que permite sospechar que dentro de poco ya nadie leerá las novelas de nadie. Yves de Lalande era un nombre inventado: en realidad se llamaba Hubert Puits. Fue el primer productor de novelas a escala realmente industrial. Como todos, se había iniciado en su actividad en un plano artesanal, escribiendo novelas a máquina; con ese método, muy ilustre, pero primitivo, necesitaba al menos seis meses para terminar una obra, y esa obra quedaba muy lejos de poder ser llamada un producto bien acabado. Con el tiempo, Puits se dio cuenta de que la idea de escribir por sí solo una cosa tan compleja y variada como una novela, tan llena de humores y situaciones y puntos de vista diferentes, parecía tarea más adecuada para un Robinson Crusoe que para un ciudadano de la más grande y avanzada nación industrial del siglo veinte, Francia.
Para empezar, el editor de la Biblioteca del Gusto, para la cual trabajaba Puits entonces, exigía que sus novelas abundaran no sólo en aventuras, sino también en escenas; de amor romántico; pero Puits llevaba seis años manteniendo una relación absolutamente normal con su camarera o sirvienta a horas, una antigua monja gris y avara que no le concedía el más mínimo detalle de tipo romántico, de modo que se veía obligado a sacarlos de otros libros y siempre había algo que no funcionaba, por ejemplo cuando la protagonista sabía que era la hija adulterina del hermano del rey de Francia, arrebataba al novio la espada y se atravesaba el pecho, pero la escena se desarrollaba en el metro entre Bac y Solferino bajo el Ministerio de Trabajos Públicos, cosa que podía parecer algo extraña.
En cuanto a aventuras, una vez le había sucedido que se quedó encerrado en el ascensor durante dos horas y media, y, en efecto, este episodio reaparecía con frecuencia en sus novelas, incluso en la de ambiente tonquinés, La fiera de la Cochinchina; pero sabía que no podía exprimirlo al infinito. Puits se convenció de que para hacer una buena novela no basta un solo hombre, hacen falta diez, tal vez veinte: quién sabe los empleados que tenían Balzac, Alexandre Dumas, Malraux, pensaba.
Por otra parte, los hombres son propensos a discutir entre sí: mejor cinco empleados de buen carácter que no diez genios incompatibles. Así fue como se inició el establecimiento o fábrica de novelas Lalande. No nos pondremos a describir aquí las fases sucesivas de su desarrollo, sino su forma definitiva, la que permitió al todavía joven marqués De Lalande (también el título era inventado) publicar, entre 1927 y 1942, 672 novelas, de las cuales 87 fueron trasladadas con variado éxito a la pantalla.
El proceso de fabricación era riguroso e inmutable; los trabajadores eran todos ellos chicas sanas y avispadas, poco propensas a la afirmación personal: cuando alguna de ellas daba muestras de querer insertar en la mecánica de la producción las propias veleidades literarias o, en cualquier caso, individualistas, era inexorablemente sustituida. Todas juntas compartían el orgullo del producto acabado: por otra parte, se trataba de un producto que rara vez era capaz de inspirar el mínimo orgullo, y en realidad cada una de ellas trabajaba, como era justo, por el sueldo, a su vez también justo.
Ni los elogios ni las censuras ni los silencios de la crítica rozaban los muros aislados del hotelito de Meudon, donde estaba situada la fábrica de novelas; de todo lo referente a los contratos editoriales, tiradas, derechos, traducciones extranjeras, se ocupaba la correspondiente oficina de la rue Vaugirard. El palacete de Meudon estaba totalmente dedicado a la creación; allí dentro crujía una sola mente, aquella casa era un Balzac, un Alexandre Dumas, un Malraux simbiótico, un literato-colonia, una medusa. Armoniosamente, todas aquellas empleadas formaban el cuerpo de Yves dé Lalande.
En su calidad de director-propietario de la firma, Hubert Puits proponía un tema cualquiera. La titular de la oficina Argumentos-Base elegía de su riquísimo archivo de argumentos-base, puestos al día de acuerdo con la moda del momento, uno adecuado al tema. Esta decisión era de las más comprometidas, porque la función de la moda consiste más en prever que en seguir. La titular de Personajes recibía el argumento y deducía de él, cuidadosamente, de acuerdo con fórmulas garantizadas, los personajes; luego los pasaba al despacho de Historias Individuales y Destinos.
La oficina Destinos era de carácter combinatorio; la titular se servía de una ruleta y para cada personaje sacaba tres números correspondientes a tres fichas del archivo de Incidentes-Base, con los que era rápidamente compuesto el destino de cada cual. En la oficina Concordancias se concordaban entre sí los destinos individuales, con el propósito de evitar que un personaje se casara con su hijo o naciera antes que su padre o anomalías semejantes. El Argumento ya compuesto y concordado pasaba a la experta en Estilos-Base, que asignaba a la novela el estilo más adecuado, entre los que estaban de moda en aquel momento; finalmente la chica dedicada a los títulos proponía de seis a ocho títulos, a elegir una vez ultimado el trabajo. Esta primera fase preparativa requería a lo más una mañana de trabajo; inmediatamente después la novela pasaba al estadio de Elaboración, en el sentido literal de la palabra.
Este era el estadio más serio, pero al mismo tiempo más férreamente automatizado, el menos aleatorio de toda la confección. El llamado Guión era transmitido a la experta en Gráficos, recientemente diplomada en Proyectación y Programación, la cual mediante un correcto empleo de gráficos temporales, espaciales, motivacionales, etcétera, coordinaba en sistemas de Escenas numeradas, en series y en paralelo, toda la historia; después la obra, así esquematizada, pasaba a la sección Escenas y Situaciones.
Escenas y Situaciones ocupaba todo el primer piso y parte del ático del palacete de Meudon, y estaba formado por un enorme archivo, en constante expansión, de escenas y de situaciones de dos, tres, cuatro y más personajes —o bien de personaje individual— tratadas en primera y tercera persona, con diálogos, acciones, descripción, fragmentos introspectivos y demás elementos narrativos; estas escenas, cada una de ellas de cuatro a ocho hojas, eran catalogadas y ordenadas según los más modernos métodos de clasificación, lo que permitía su casi inmediata localización. Un equipo de jóvenes y menesterosos diplomados en literatura proporcionaba continuamente nuevas escenas y situaciones al ya considerable archivo de la empresa, obedeciendo las leyes del mercado, y cuatro muchachas especialmente despiertas estaban entregadas a los diversos trabajos de investigación y clasificación.
Apenas recibido el esquema de Escenas y Situaciones numeradas —supongamos 80, lo que daba una novela de 450 a 500 páginas a máquina— las archiveras se entregaban a la búsqueda de los tratamientos correspondientes; de cada escena sacaban una copia, con los instrumentos copiadores entonces utilizados, que aunque incómodos resultaban eficaces; después ordenaban todas estas copias y podía decirse que la novela ya estaba montada.
Se trataba naturalmente de un producto todavía tosco (por dar un ejemplo, en cada escena y situación el mismo personaje aparecía con un nombre diferente, el provisional que le había puesto originariamente el narrador anónimo); otras dos chicas, instaladas permanentemente en el ático, desde donde se gozaba, por otra parte, de una espléndida vista sobre el ferrocarril y los alrededores, procedían a los trabajos de acabado.
La primera, irónicamente apodada por sus colegas la Plancha, unificaba los nombres de personas y lugares, corregía incongruencias y encadenaba las escenas entre sí (posteriormente, con el cambio de gusto, este trabajo de encadenamiento resultó innecesario); al mismo tiempo, una joven mecanógrafa pasaba a máquina el texto por decirlo de algún modo planchado. La segunda, llamada la Mimética por la habilidad con que sabía imitar el estilo de cualquier escritor vivo de grandes éxitos, corregía el conjunto de acuerdo con las directrices ya establecidas en la oficina Estilo de la planta baja. En realidad, su tarea era mucho menos ardua de lo que podía parecer; exigía como máximo aquella parte de distanciamiento y de marrullería necesarias para reconocer que el estilo de cada escritor está definido por unas pocas y simples obstinaciones, debilidades, vicios contraídos en la infancia, cuando no en la vejez, pero en cualquier caso imitables, allí donde un estilo plano e impersonal es concedido a pocos, y ciertamente no a un escritor de éxito.
Por lo que se refiere al diálogo, la Mimética completaba el trabajo de la Plancha, uniformando como era debido las conversaciones de los personajes, independientemente de su condición social, nacionalidad, dialecto, edad, sexo, oficio, etcétera; Yves de Lalande detestaba, y con razón, el color local.
Después de lo cual, la novela estaba terminada y era entregada a la Gran Asesora, una mujer madura de vasta experiencia y singular memoria, que la convertía en una especie de biblioteca viviente, en el sentido de que no sólo había leído todas las novelas de la firma Lalande, sino que, lo que es casi increíble, las recordaba. La Gran Asesora observaba eventuales coincidencias entre los nombres de los personajes, que pudieran inducir al lector a pensar que se trataba de un personaje ya aparecido en otra novela del mismo autor; procuraba que las situaciones no estuvieran ya demasiado utilizadas y en cualquier caso que no hubieran sido empleadas en las novelas realizadas por la casa en los últimos tres años, plazo máximo atribuido por los expertos a la memoria del lector; daba en suma una última mirada al producto antes de declararlo idóneo y ponerlo en circulación. Todo el procedimiento de montaje, desde la elección del tema hasta la entrega a la editorial interesada, no requería más de veinte días de trabajo: si fuera necesario, con un ritmo sostenido, bastaban incluso dos semanas.
Yves de Lalande no leía sus propias novelas. Como todos saben, murió aplastado contra un plátano, en abril de 1942, expulsado del automóvil mientras regresaba de una cenita con un grupo de alegres oficiales de la Wehrmacht residentes en Versalles. A la llegada del ejército de la Liberación, conducido por Jean-Paul Sartre, las revistas literarias en el poder decretaron la prohibición, por colaboracionismo, de todas las obras del hotelito de Meudon, hoy confiado a la Protección de Animales y, por lo que dicen, completamente lleno de gatos: así desapareció una mente poderosa, en la patria de Balzac, Alexandre Dumas, Malraux, etcétera.
este también me gustó mucho.
ResponderBorrarpareciera haber leído a deleuze, wilcock cuando escribe un estilo plano e impersonal es concedido a pocos, y ciertamente no a un escritor de éxito. ¿no?
y pareciera haber leído a ambos el buen everett peck cuando escribió, en 1995, el siguiente capítulo de duckman: http://www.youtube.com/watch?v=Lx97rVBUDU4
Son los ecos de la imaginación, j! Qué bueno Duckman... Hace cuánto no lo veía... Que felices que éramos en aquellos tiempos...
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