Después que la imagen sirvió de impulsión a las más frenéticas o cuidadas expediciones por la terra incognita, por la incunábula, tenía que remansarse. Tanto Colón como Marco Polo sufrieron prisión después de sus descubrimientos y aventuras, como si fuera necesario un sosiego impuesto después de la fiebre de la imago. Tal vez gracias a sus prisiones consiguieron una ambivalencia entre lo que realmente habían visto y lo que iban a relatar, como para no quedar presos en la imagen de la que habían partido antes de tocar y reconocer. Hombres de decisiones por las impulsiones de la sangre y de la imagen a la que obedece su sangre, es imprescindible reconocer lo que hay en sus aventuras de una y de otra, o si vemos a las dos entrelazadas, en qué forma la imagen decidió en su sangre aventurera sus riesgos y sus encuentros con los prodigios.
En los últimos años, de Spengler o Toynbee, el tema de las culturas ha sido en extremo seductor, pero las culturas pueden desaparecer sin destruir las imágenes que ellas evaporaron. Si contemplamos una jarra minoana, con motivos marinos o algunos de sus murales, podemos, por la imagen, sentir su vivencia actual, como si aquella cultura estuviese intacta en la actualidad, sin hacernos sentir los 1500 años a. de C. en que se extinguió. Las culturas van hacia su ruina, pero después de la ruina vuelven a vivir por la imagen. Ésta aviva las pavesas del espíritu de las ruinas. La imagen se entrelaza con el mito que está en el umbral de las culturas, las precede y sigue su cortejo fúnebre. Favorece su iniciación y su resurrección.
La conquista y la colonización americana se desenvuelve en maneras muy opuestas a los cauces de la romanidad. Ésta era un corpus, una fuerza de irradiación histórica que iba dilatando sus contornos históricos, la expresión de un mundo que había alcanzado una plenitud y que estaba convencido de la barbarie que lo rodeaba, aunque, en ocasiones, como sus escarceos por el Oriente, tuviera que pagar con el cambio de sus dioses, de sus creencias, perdiendo por la expansión su fuerza unificada y teniendo que adaptar la máscara de su dualismo imperial en Occidente y en Oriente. Pero todavía en sus conquistas de Inglaterra, Francia y España, la romanidad actuó desde un centro que llegaba a cubrir el contorno de los bárbaros. Impuso leyes, puentes, acueductos, carreteras, supersticiones, con un estilo, con una peculiar energía y con la altivez de un gesto inconfundible. Los celtas, los normandos, los bretones, los druidas, lograron con gran esfuerzo local la supervivencia de su imago ante aquella avalancha de legionarios que desfilaban incesantemente antes de acorralarlos y destruirlos. La gramática latina y la disciplina legionaria peinaban verbos y reducían naturaleza e instintos. Así, se ha podido afirmar que en la raíz de la expresión hispánica está la lucha entre la gramática latina y el celta rebelde. Y en los más grandes escritores nuestros, de Sarmiento a Martí, ese combate perdura con una eficacia que aconseja su permanencia.
Quizá ese ordenamiento, ese acabado, como dicen los ceramistas, fue casi obligando a que esas corrientes bárbaras se fueran liberando, como por un nuevo conjuro, frente al cual ya no operaban los antiguos, de esa deglución central. La infinitud del Eros en el Tristán, liberado de la extensión del ojo, de la finitud, del logos okulos, la magia coral de los compañeros del rey Arturo, la huella reconocible de la capa volante del Grial frente al tesoro guardado en las entrañas, se levantaban airados frente a la imposición de los antiguos mitos griegos y su secuencia latina. Iban surgiendo nuevos viveros de imágenes, la Provenza reemplaza a Atenas, el Ponto Euxino y las Columnas de Hércules son reemplazadas por Catay o Cipango. El Mediterráneo se abría sobre el Atlántico y los agonizantes náufragos que llegaban a las Azores traían el relato de las nuevas colombas que alejaban el antiguo relato de los buitres sobre las más antiguas fundaciones. Desde el punto de vista del reino de la imagen la pequeña península de Armórica se opone al avance romano con sus fantasmas, brujas y hadas. Y si la imagen, como hemos afirmado, reorganiza y aúna las culturas después de su extinción, la danza de las brujas celtas sobre un puente romano le presta la resistente bruma de la eternidad.
Pero la situación americana en relación con la imagen era antitética de la que ofrecía la Europa ante la conquista romana. El caos hispánico medieval distaba mucho de la unificación. El mundo islámico, la judería, la tendencia a la atomización feudal, la teología a la defensiva de un problematismo meramente temporal, el reojo entre una rudeza innata y una fineza importada por la casa de Borgoña o por los árabes, trasladaban todo problematismo, engendrado por un poder absorbente central y por la resistencia de las fuerzas centrífugas, a una lucha entre el caos, que ya desde luego no era el caos primigenio, cuando el viento rizó las aguas, sino la dispersión histórica buscando una salida entregada al fin por el azar, esto era su verdadera primitividad y lo que hemos llamado el espacio gnóstico, la dimensión que engendra el árbol, el espacio que engendra y conoce tal como lo veían los taoístas, la fuerza germinando en el espacio vacío. El imperio incaico, sin puertas de contacto con el imperio romano, actúa sólo como espacio, en su apariencia sus recursos son la inercia y la pasividad, pero dudo que en la civilización romana se ofrezca una imagen tan germinativa como la de Viracocha: rompe la cronología, trae el tiempo de la simultaneidad, crea un hilozoísmo mágico, pues ve en cada piedra un hombre posible o ya transcurrido, forma guerreros con las piedras y después de la victoria los guerreros vuelven a convertirse en piedras. Tiene algo de Hamlet y de Carlomagno, pero es siempre el que llega para reforzar y el que desaparece como un fantasma sin tocar el suelo. Es un Hamlet que no rehúsa llegar en el tiempo oportuno de la ayuda y un Carlomagno que en el tinglado histórico no pesa como la clava carolingia que le entrega a cada uno de los doce pares.
Algunos medievalistas afirman que fue una edad media tardía la que pasó por América, y podemos añadir que con la incorporación de una técnica y con el espíritu fragmentario de una civilización que a medias hemos incorporado, ese medievalismo ha seguido siendo la raíz de la América Latina. Existió entre los primeros pobladores americanos, desde los chichimecas a los incas, una tendencia al imperio, a grandes dimensiones planetarias regidas desde un centro. Sánchez Albornoz ha subrayado que no puede dejar de advertirse en el descubrimiento y conquista de América, la última edad heroica del mundo occidental, el último período de la Edad Media épica.
Algunos medievalistas afirman que fue una edad media tardía la que pasó por América, y podemos añadir que con la incorporación de una técnica y con el espíritu fragmentario de una civilización que a medias hemos incorporado, ese medievalismo ha seguido siendo la raíz de la América Latina. Existió entre los primeros pobladores americanos, desde los chichimecas a los incas, una tendencia al imperio, a grandes dimensiones planetarias regidas desde un centro. Sánchez Albornoz ha subrayado que no puede dejar de advertirse en el descubrimiento y conquista de América, la última edad heroica del mundo occidental, el último período de la Edad Media épica.
El cronista de indias lleva la novela de caballería al paisaje. La manera de Bernal Díaz del Castillo revela que leyó y oyó relatos de libros de caballería. El bosque se puebla de hechizos y la flora y la fauna son objeto de reconocimiento en relación con los viejos bestiarios, fabularios y plantas mágicas. Las solanáceas, que eran también llamadas consoladoras, que en la Edad Media se aplican a los endemoniados y posesos, son reemplazadas por la quina, y el mezcal y la coca construyen las más suntuosas catedrales en el aire, pero sin apoyo y sin realidad. Gonzalo Hernández de Oviedo llama dragones a los lagartos. Cada animalillo recién descubierto lleva a los conquistadores al recuerdo de Plinio el Viejo. Primero encuentra la semejanza con prudencia y después la diferencia con los otros animales conocidos en una forma de violento subrayado. El mismo cronista compara las arañas con los gorriones, las abejas con las moscas. En cada animal o planta, los cronistas subrayan sus semejanzas con los que ellos traen en la memoria y en la imagen, y después establecen el rescate por las diferencias. Hablando del mamey, el mismo cronista subraya que su color es como el de la peraza, “pero más dura algo y espesa” (sic); la guanábana la compara con el melón, pero “por encima tiene unas labores sutiles que parece que señalan escamas”. La imaginación va estableciendo las semejanzas, pero el tacto y la visión logran las particularidades y los nuevos primores. En América, en los primeros años de conquista, la imaginación no fue “la loca de la casa”, sino un principio de agrupamiento, de reconocimiento y de legítima diferenciación.
El hecho de descomponer en imágenes cuanto recibimos sirvió al americano desde la conquista como un resguardo mágico y una seguridad en la elección. Es cierto que recibíamos una resultante, un producto, pero lo derivábamos hacia el prisma de la imagen. Por eso la madurez de la prosa de Cervantes o el refinamiento de los dijes gongorinos marchan acompañados de la aparición de los cronistas de Indias, en los cuales la primitividad de la expresión se une con el refinamiento de la imagen. Se profundiza y se refina en imagen porque el acarreo que se trae de Europa, desde Plinio a los bestiarios, se une con el nuevo henchimiento que traen las nuevas maravillas. La gravitación de la imagen echa raíces desde el principio entre nosotros, la imagen que va hacia el centro de la tierra y que está totalmente liberada de la razón mágica. La imagen producida por ese espacio que conoce, que crea una gnosis, nos cubre como una placenta que conoce, que nos protege del mundo ctónico, de la mortal oscuridad que nos podía destruir antes de tiempo.
Así como Europa, como pudo precisar Vico, ha marchado desde las fábulas a los mitos, en América hemos tenido que ir de los mitos a la imagen. En qué forma la imagen ha creado cultura, en qué espacios esa imagen resultó más suscitante, cuándo la imagen ya no puede ser fabulación ni mito, son preguntas que sólo la poesía y la novela pueden ir contestando. Y sobre todo en qué forma la imagen actuará en la historia, tendrá virtud operante, fuerza traslaticia para que las piedras vuelvan a ser imágenes.
Góngora, para lograr sus dos Soledades, parte de Ovidio y sus referencias a Proserpina, al chismoso Ascálafo, y de los descensos de la luna al valle sombrío. Sus bodas de serranas están iluminadas por la aparición del dios Pan por los valles sicilianos. Su perspectiva poética está enmarcada por la tradición grecolatina y el esplendor de la cornucopia barroca de peces y cetreras. Es sólo un espacio iluminado por el fanal de unas bodas, una fulguración que nos hace entrever el frenesí de las danzas de los cabreros y los pastores. La cabra de Amaltea, de rancia tradición, anima con sus saltos astrales esas danzas. Pero ni el relato ni las descripciones tienen que ver nada con una forma novelable, ni hay la menor posibilidad de que esas vistas, pudiéramos decir, abandonen la irradiación metálica de cada una de sus metáforas. Pero en contraste veamos el Poema heroico, en honor de San Ignacio de Loyola, del colombiano Domínguez Camargo. Con la extensión más de novela que de poema, Domínguez sigue todas las vicisitudes del santo, desde su nacimiento y bautizo, hasta encaminarse a Roma para obtener el reconocimiento de la orden. Es Domínguez Camargo uno de los más importantes discípulos de Góngora, es un epígono, pero ofrece radicales diferenciaciones con su maestro. Allí donde Góngora intenta una fulguración, una luz para observar las danzas del instante, Domínguez Camargo fragua un relato, el contorno de una vida. Yo diría que a la metáfora gongorina, Domínguez opone una imagen de espacio y desarrollo muy americana. Vossler observaba que en la obra de Góngora no hay paisaje, pero en el poema de Domínguez la decoración de la cornucopia barroca está remplazada por el bosque y las montañas que rodean la preciosa iglesita de Tunja, al paso que los pastores y las cabras de Góngora saltan en el historiado valle siciliano, siguiendo el compás previo de Homero y de Virgilio, de Teócrito y de Longo.
En sus peregrinaciones por España, Colón llega a la catedral de Zamora, donde se guardan unos exquisitos tapices. Aparecen escenas galantes de damas y guerreros, rodeados de todas las incitaciones provenzales de color y de formas. La galantería, los pájaros y las flores, mezclan el primor de los gestos con la naturaleza más refinada en su esbeltez. Uno de los tapices representa una coronación, la de Tarquino en los primeros años de Roma; el otro representa las guerras de Troya, en este tapiz aparece un barco medieval y un marinero desata las amarras. Por todas partes nobles bizantinos, comerciantes griegos, figuras espléndidas de color. Mientras el caballero avanza hacia la batalla, las damas contemplan desde un balcón el desenvolvimiento de lo que para ellas es como un torneo. Las flores rodean la batalla como en un paso de armas en Provenza. Si después de contemplar esos tapices de la catedral de Zamora leemos algunas páginas del Diario de Colón, nos impresiona ese afán de querer convertir la naturaleza en un tapiz, subraya el primor de las aves ligeras que se confunden con las hojas extremadamente matizadas. En la imaginación de Colón saltan los delfines y los sirénidos del Mediterráneo y los juegos poéticos y los torneos guerreros provenzales.
No puede extrañarnos que un italiano, que pasa a España en la época de Carlos V, escriba sobre cosas que nunca vio y se subordine más a la imaginación que hemos llamado siciliana que a la realidad de un paisaje nuevo que no conocía. Su descripción de Cuba sólo se basa en sus recuerdos imaginativos, en las derivaciones de sus lecturas: “Todo es templado de humedad, todo rico en productos auríferos. Sus cuevas, como otras tantas bocas abiertas, desembuchan en el agua de los ríos. Allí hay cavernas horrorosas, hay valles oscuros, hay rocas calcáreas”, es decir, son los mismos remolinos, cavernas, ríos, rocas, que su imaginación ha tomado de sus lecturas de Homero a Ovidio y que le sirven para igualar sus imágenes de lo siciliano con un paisaje de veras novedoso, frente al cual su imaginación está desamparada y tiene que buscar esos puntos de apoyo. Así, relata Pedro Mártir de Anglería que un cacique haitiano tenía en sus lagunas un manatí que comía en sus manos y transportaba a hombres y niños en la otra ribera. El cronista ha reemplazado los mares que rodean a la isla por el Mediterráneo y apoyándose en el más leve de los parecidos iguala a un manatí con una sirena. Desgraciadamente pasamos de la ambivalencia y parecido de las imágenes a un furor destructivo inconcebible y hoy el manatí es casi una especie extinta. Mejor hubiera sido para la perdurabilidad de esa especie, mantener la levedad de un error de la imaginación.
La imagen americana se libera presionada por el espacio gnóstico que reemplaza la dimensión por la imagen, tal como en el mundo antiguo el destierro, el cautiverio y la liberación, empiezan a poblar lo estelar y a reactuar sobre la historia. Las dimensiones colosales alcanzadas por los incas o por los aztecas sólo pueden ser comparadas con el imperio ninivita, los persas o los egipcios en las épocas más significativas de su historia. Ese sentido del espacio seduce desde el principio a los incas; en una de sus más primitivas fábulas, salen por las ventanas de unas peñas que están cerca del Cuzco, por allí salieron cuatro hombres y cuatro mujeres (recuérdense las primeras dinastías chinas, donde aparece la sucesión de hermanos). Salieron por la ventana de en medio, es la ventana real. En la ventana tenían que ver un espacio donde participaban lo estelar y el hombre. En el centro de la ventana aparece un ombligo, que es la ciudad del Cuzco. Ya en esa fábula aparece el espacio creador con su ombligo o centro, la sal, pimiento, las danzas y la alegría. De inmediato, los conquistadores quieren allegar la ventana en la madriguera con la ventana del arca de Noé, pero el hecho de que el inca se considere descendiente de toda la naturaleza, cascadas, coyotes o aves, que lo llevan a una total divinización de todo el mundo exterior, tiene que parecerle indescifrable a los conquistadores, pues ya la vieja imagen que ellos traen nutrida de infinitas analogías se encuentra con un nuevo espacio que lo desconcierta y lo hace temblar.
Tanto el espacio incaico como el azteca tienen semejanzas, la ventana umbilical de los incas coincide con el quincunce de los aztecas, ambos se asemejan a lo que en la era del doctor Kungtse (Confucio) se llamó el camino del medio, entre cielo y tierra. Yáhuar Huacac, séptimo rey de los incas, llamado Llora Sangre, parece adelantarse al terror de Moctezuma, vive rodeado de presagios, miedos, desconfianzas. Pero Yáhuar logra salvar sus miedos por la aparición de un fantasma, de una imagen, pero lo más curioso es que el príncipe fantasmal se llama Viracocha y el hijo de Yáhuar que es el que lo salva tiene el mismo nombre. Hay una fusión entre el personaje histórico y el mitológico. Pero Moctezuma comienza por decapitar los sueños. Establece en su palacio una especie de oficina para los sueños nefastos. Y todos los que sueñan con la desaparición de su imperio son condenados a muerte.
Lo que hemos llamado la era americana de la imagen tiene como sus mejores signos de expresión los nuevos sentidos del cronista de Indias, el señorío barroco, la rebelión del romanticismo. Ahí la imagen actúa como un quantos que se convierte en un quale por el hallazgo de un centro y la proporcionada distribución de la energía. El destierro y el cautiverio están en la misma raíz de esas imágenes. El cronista de Indias trae sus imágenes ya hechas y el nuevo paisaje se las resquebraja. El señor barroco comienza su retorcimiento y rebrillos anclado en los fabularios y los mitos grecolatinos, pero muy pronto la incorporación de los elementos fitomorfos y zoomorfos que están en su acecho, lagartos, colibríes, coyotes, ombú, Ceiba, hylam-hylam, crean nuevos fabularios que le otorgan una nueva gravitación a su obra. La rebelión romántica entre nosotros es algo más que una ruptura o la simple búsqueda demoníaca de otra cosa, por el contrario se avecina y expresa la circunstancia histórica. La rebeldía verbal de los grandes románticos americanos, de Sarmiento a Martí, igualan sus inauguraciones en el lenguaje con sus configuraciones como constructores de pueblos. El romanticismo entre nosotros fusionó a Calímaco y Licofrón con Licurgo y Solón. En la historia de Occidente, el Dante, por ejemplo, después de su gran construcción simbólica verbal, no tuvo jamás un esencial predominio histórico-político en los destinos florentinos. En la historia americana el más grande constructor y renovador del lenguaje que hemos tenido, sin duda alguna José Martí, crea una revolución en la más novedosa fundamentación. La imagen termina por encarnar en la historia, la poesía se hace cántico coral.
Simón Rodríguez le comunica a Bolívar desde su adolescencia el sentido de la grandeza histórica americana a través del imperio incaico. Bolívar, al igual que Napoleón, en su adolescencia estuvo deslumbrado por el general Miranda. Desde Rusia hasta España, domina Miranda el espacio europeo. Bolívar, en sus primeros años de vuelta a Caracas, cree, presionado por Miranda, que con la ayuda de la aristocracia liberal se puede alcanzar la independencia. En esa equívoca dimensión Monteverde destruye a Miranda y se deshace de Bolívar desterrándolo. Pero sucesivos encuentros con Simón Rodríguez, el rousseauniano enamorado del espacio incaico, lo llevan a profundizar y a buscar nuevos elementos étnicos por la extensión del espinazo andino, que desean configurarse. Después de la muerte de Bolívar, Simón Rodríguez sigue sumergido en la dimensión incaica, sabe que la intuición de esa dimensión por Bolívar fue la raíz que hizo posible la independencia, sabe que la profundización de esa dimensión será el esclarecimiento del espacio americano.
La búsqueda de ese centro del espacio americano fue aún más trágica en Simón Rodríguez. En su lucha por encontrar ese centro del inmenso espacio incaico, el quincunce de los aztecas, es decir, el centro irradiador de las energías del espacio, llegó a la más desmesurada grandeza. Cerca de los ochenta años vemos a Simón Rodríguez rondando el lago Titicaca, rodeado de sus hijos, con su esposa india, viviendo en la más desolada pobreza. En el centro de la historia americana, en el quincunce del espacio incaico, sigue ganando las más decisivas batallas por la imagen, las secretas pulsaciones de lo invisible hacia la imagen, tan ansiosa de conocimiento como de ser conocida.
Fuente: Fernández Moreno, César (coord) (1972): América Latina en su literatura, México, Siglo XXI Editores, pp. 462-468.
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