En 1985, Edgardo Cozarinsky publica un libro difícil de encasillar Vudú urbano (algunas muestras: acá, acá, acá y acá): una mezcla entre Historia y crónica, entre ficción y ensayo, entre biografía y libro de viajes. La última edición que todavía se consigue en algunos saldos de la Capital es de Emecé en 2002. Ese libro abre con un relato largo titulado "El viaje sentimental". Se trata de una historia de exilio, sobre los fantasmas de la memoria y de lo contemporáneo, que pueden acompañar/acechar a quien abandonó su país, sus calles, sus recuerdos. Es también, por eso lo traigo a colación este 24 de marzo, una reflexión sobre el tenebroso período de la última dictadura militar. No tengo el scanner a disposición para levantar todo el relato (próximamente lo haré, me parece una injustica fragmentarlo) pero va, al menos, una pieza de esa hermosa narración tejida por ese artesano de la palabra, Edgardo Cozarinsky.
El viaje sentimental (fragmento) (Edgardo Cozarinsky)
(...) Después de un rato ya no escucha.
Han vuelto al centro y prefiere observar a la gente que pasa por la calle. Recuerda ese ir y venir infatigable, sonámbulo, de sus primeras trasnochadas de adolescente: respirando hondo, con los ojos muy abiertos, deslumbrado por una promesa tácita, ubicua de aventura, se sentía admitido en los misterios encubiertos y al mismo tiempo tan accesibles a la noche. Tantos años más tarde, ahí está, acechando de nuevo la mirada de los transeúntes, pretendiendo leer en sus caras quiénes son, adónde van.
Se los ve cansados, felices, impacientes, disponibles, apurados, tristes: como la gente en la calles de cualquier ciudad. Y no lo miran. Él no olvida, desde luego, que está escrutándolos desde un automóvil en movimiento… pero por otra parte, ¿por qué deberían mirarlo? ¿Acaso él mismo no se siente como un fantasma? Un irrisorio Rip van Winkle, intentando explicar el territorio presente con un Baedeker amarillento, destartalado, confundiendo sus recuerdos con datos, tomando sus deseos por impresiones…
Pero ésa no es toda la verdad. Tampoco quiere renunciar a esa partícula del pasado que de algún modo le fue dado rescatar. Empieza a decir nombres: nombres que conoce, que recuerda, nombres cancelados que, súbitamente lo ha decidido, no quiere aceptar que sean olvidados. Sabe que nadie lo escucha, que aun si lo escucharan muy probablemente no se inmutarían, pero esto no le impide hacer el papel del Tiresias no invitado, maldito no con el don de adivinar el futuro sino con la más devaluada de las divisas: la memoria. Evoca automóviles sin chapa, niños abandonados en carreteras, innumerables cadáveres amarrados a piedras, tantos que llegaron a convertir el lecho de lagos y ríos en cementerios submarinos. Y otros nombres, más nombres. Y, siempre, la impunidad para los asesinos de un solo bando, el que tiene el poder.
No puede parar. Poco importa que Laura le recuerde burlonamente que ésos no eran sus amigos, que a muchos de ellos no podía soportarlos, que si estuvieran vivos no tendría ganas de verlos. Tampoco lo disuade Guillermo, cuando le pide que sea sincero y admita la verdad, que sólo extraña las interminables tardes en la calle Viamonte de la época en que la vieja Facultad estaba allí, cuando entraba y salía de aulas, cafés y librerías en un solo movimiento sin rumbo, o la lenta caminata de vuelta a casa por calles engañosamente tranquilas después de la función de medianoche en el cineclub, o los amigos tornadizos, y tal vez también las primeras torpes penas de amor. Ni siquiera calla cuando él mismo reconoce que lo único que realmente querría recuperar es su despreocupada, desprolija, dilapidada juventud. (...)
Cozarinsky, Edgardo (2002 [1985]): Vudú urbano, Buenos Aires, Emecé, pp. 46-48.
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